Por Luis Casado
No te puedo contar quien y cómo era Walter porque necesitaría dos o tres libros. Walter me rescató de un laburo de mierda en el año 1986, y en una maniobra de tipo ‘mercato pelotero’ logró sacarme de la multinacional en la que me aburría para abrirme las puertas de una actividad burbujeante, incesante, planetaria, creativa, entretenida, razonablemente bien pagada y en la que nos divertimos un puñado. Juntos, o separados pero siempre en contacto, le dimos la vuelta al mundo unas cuantas veces.
Belga, de la especie flamenca, nacido en la ciudad de Mechelen que los francoparlantes llamamos Malines (anda a saber por qué jodida razón a Den Haag la llaman La Haya en castellano), Walter tuvo un padre ‘colaborador’, lo que en esa época quería decir que fue un esbirro de la ocupación nazi, horror que Walter condenó toda su vida con una actitud permanente de una enorme calidad humana.
Walter era el optimismo hecho persona. Siempre sonriente y a punto de lanzar una carcajada, parecía a cada instante estar finiquitando el inicio un largo viaje, síntesis belga –en una sola persona– de Fernão de Magalhães y de Juan Sebastián Elcano. En más de una ocasión me llamó para preguntarme si tenía un par de minutos libres, y un par de horas más tarde me encontraba a bordo de un vuelo intercontinental que nos permitiría tomarnos una caiperinha en Recife, una botella de tinto francés en Singapur o en Bangkok, o en su defecto un blanco seco en Ayers Rock, lugar que queda, como dicen los mismos australianos in the middle of nowhere. Tú ya sabes, el laburo es el laburo y servidor un émulo a la distancia y en el tiempo del célebre Alekséi Stakhanov.
Divorciado, como todo dios, a Walter le faltaba un ancla, un hub como dicen los boludos viajados, una raíz capaz de ofrecerle un hogar y el necesario reposo del guerrero cuando regresaba de sus interminables peregrinaciones alrededor del planeta. Entonces conoció a Catherine y se casó con ella. Catherine es una bella rwandesa, Tutsi para más señas, portadora de las características innatas de su etnia: fineza, elegancia, belleza, porte y distinción. Por ahí se chivó el cuento…
Corrían los años 1990, cuando tuvimos noticias de que un terrible drama tenía lugar en Rwanda. Ese drama puede resumirse en el genocidio –o sea la exterminación– de la población Tutsi por parte del gobierno hegemónico Hutu. Entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994 asesinaron aproximadamente al 70 % de los Tutsis, mayormente a machetazos pero no solo a machetazos. Si miras las cifras disponibles, se calcula que fueron asesinados unos 700 mil Tutsis, hombres, mujeres y niños.
Curiosamente, el ejército francés estaba presente en Rwanda, bajo la cobertura de una misión humanitaria decidida por la ONU.
Como puedes imaginar, costó reconstruir Rwanda, y aun más la coexistencia de Hutus y Tutsis, las dos etnias principales, en modo tal de preservar el país y su integridad territorial. Walter participó en la modernización de los transportes públicos de Kigali, y se lanzó en azarosas inversiones destinadas a promover la producción agrícola.
Contemporáneamente, Walter me increpó duramente, acusando a los franceses de ser responsables de lo ocurrido. Servidor, de cultura variopinta, asume lo que quieras, desde las masacres de la Guerra de Pacificación de la Araucanía hasta los horrores de la Comuna de París y la tortura industrial perpetrada por el ejército francés durante la Batalla de Argel, pero, francamente, en el genocidio rwandés no tuve ni arte ni parte, nunca fui a Kigali, y aparte Catherine no conocía a ningún ciudadano de tan bello país.
Hoy por la mañana escuchaba la radio, France Info para ser preciso, radio del sector público, que dedicó un largo reportaje a un informe solicitado por el gobierno galo a propósito de lo ocurrido en Rwanda en el año 1994.
Un grupo de historiadores e investigadores –encabezados por el historiador Vincent Duclert, maestro de conferencias en la Escuela Nacional de Administración– analizaron todos los datos disponibles, incluyendo los archivos diplomáticos, militares y de inteligencia, y concluyeron en que Francia fue corresponsable del genocidio. Muy precisamente quienes dieron órdenes y tomaron decisiones que se revelaron criminales: François Mitterrand, el presidente, e Hubert Védrine, su ministro de Relaciones Exteriores.
El propio Duclert declaró ayer: “El fracaso de la política francesa en Rwanda contribuyó efectivamente a las condiciones del genocidio”.
Un oficial de ejército, que en esa época estaba en Rwanda –en la ‘misión humanitaria’– y fue testigo de las masacres, declaró en vivo y en directo: “Nosotros los militares también somos responsables, porque no podemos escudarnos tras el argumento de haber obedecido órdenes”. Entre otras cosas, el ejército francés armó a los Hutus, les suministró las armas necesarias para cometer el genocidio, los protegió y dejó a los Tutsis indefensos.
Debo declarar, señores del Jurado, que conocí personalmente a François Mitterrand, quien nos recibió un par de veces en el Palacio del Eliseo, y que Hubert Védrine es a mis ojos el único ministro de Exteriores galo del último cuarto de siglo que haya mostrado trazas de inteligencia. Nadie pretende que ni el uno ni el otro hayan querido perpetrar un genocidio. El oficial de ejército ya citado tampoco lo pretende, pero subraya la inesquivable responsabilidad de quienes impusieron su voluntad y tomaron las decisiones políticas. Al César lo que es del César, y a dios lo que es de dios.
Walter ya no está con nosotros para saberlo, ni para que yo, apoyándome en la sólida amistad franco-belga que construimos, pueda pedir disculpas a la chilena: “Perdona la muerte del niño, fue un error, yo no sabía, los culpables serán castigados, es cuestión de esperar unos 40 años más y ya verás”. Walter murió en un taxi perdulario de Yakarta, capital de Indonesia, devorado por un cáncer a la garganta que no le permitió terminar el último viaje de su vida, uno que lo llevaba al hospital.
Allí donde está, se libró de la segunda noticia del día: “Francia protesta vivamente por las condiciones de encarcelamiento de Alekséi Navalny”, un neonazi estafador condenado por diversos tráficos y delitos varios, pero reclutado por los servicios de inteligencia occidentales como “opositor” al régimen ruso.
“En nombre de los derechos humanos”, pues, “Francia eleva su voz indignada”, y a su vez, llama a Vladimir Putin del nombre del puerco.
Si no sabías lo que quiere decir la conocida frase “Hay patadas en el culo que se pierden”, ahora lo sabes.