Por Sergio Rodríguez Gelfenstein
La pandemia de Covid 19 iniciada en 2020 ha tenido un notable impacto en el sistema internacional, pero ha sido la operación militar especial de Rusia en Ucrania la que ha generado cambios de carácter estructural que están redundando en una transformación profunda del sistema, forjando una situación inédita en los últimos años, sólo comparable a la que se comenzó a vivir en el planeta a partir del año 1943 cuando, tras la derrota nazi en Stalingrado, se empezó a visualizar el fin de la Alemania del Tercer Reich y la necesidad de crear un régimen político que impidiera que en el futuro se pudiera desatar un nuevo conflicto de dimensiones planetarias. Esto cobró valores de subsistencia después del lanzamiento por parte de Estados Unidos de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945.
La operación militar rusa en Ucrania ha hecho patente la crisis y caducidad de ese sistema que desde la desaparición de la Unión Soviética que condujo al fin del mundo bipolar, se ha debatido en la búsqueda de su estabilización. Desde entonces el planeta ha transitado por un período de incertidumbre y caos (última década del siglo pasado), hasta la imposición del mundo unipolar por Estados Unidos, aprovechando las acciones terroristas del 11 de septiembre de 2001.
Sin embargo, tal modalidad transformada en norma, feneció muy rápidamente al ser atacada desde adentro por la crisis económica y financiera que dinamitó las bases del sistema capitalista a partir del año 2008. Desde entonces, la pugna entre unipolaridad y multipolaridad no ha podido ser resuelta a favor de una u otra opción. Vale decir que en este contexto, entre los signos distintivos del nuevo siglo, sobre todo a partir de su segunda década, se manifiesta la presencia de China y Rusia como actores relevantes que señalan la posibilidad de construir una multipolaridad amplia que ordene el mundo del mañana.
La velocidad de los acontecimientos alteradores del status quo actual es de tal celeridad que amenaza con dejar fuera a quien no reacciona a tiempo frente a los cambios que están ocurriendo. El convencimiento de que los destinos de la humanidad y el eje sobre el cual girará la dinámica global se encuentra en el espacio euroasiático condiciona el análisis y la toma de decisiones de estadistas y políticos.
El dominio eurocéntrico que se vivió en el siglo XIX y entrado el XX, dio paso a otro que se desplazó hacia este y oeste (Unión Soviético y Estados Unidos) en la anterior centuria, para que ahora, en el XXI, comience a confluir Eurasia como dimensión sustancial del eje del poder mundial. Sin embargo, aunque la globalización ya había inaugurado una extensión planetaria de los acontecimientos internacionales, ahora, tras el desarrollo de la tecnología y las comunicaciones, tal categoría adquiere forma y papel decisivo.
Desde una perspectiva distinta, el espacio euroasiático se ha venido llenando de mecanismos tales como la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), la Nueva Ruta y el Cinturón de la Seda, la Comunidad de Estados Independientes (CEI), la Unión Económica Euroasiática (UEE), la Asociación Económica Integral Regional (RCEP, por sus siglas en inglés) ,el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (BAII), entre otros, que tienen como punto en común su alejamiento de los centros tradicionales de poder mundial ubicados en Estados Unidos y Europa y que tuvieron su origen en Bretton Woods (1944) y San Francisco (1945).
Es en Eurasia donde ahora se está construyendo el futuro, lejos de New York o Ginebra, lejos de París y Roma donde Occidente impone sus criterios, normas y valores otorgándoles un supuesto carácter universal que no tienen, y que en tiempos recientes han comenzado a denominar “orden internacional basado en reglas” por oposición al Derecho Internacional.
La posibilidad cierta de que tal espacio se propagara hacia el oeste con una dinámica basada en la cooperación económica, el comercio, el intercambio y un mecanismo de seguridad colectiva mutuamente ventajoso, impulsó a Estados Unidos a torpedear tal contingencia a partir de la utilización del efecto contrario, es decir, la prolongación hacia el este, pero utilizando los instrumentos militares, el chantaje, la presión y las sanciones como herramientas de coerción que tienen en la OTAN su principal instrumento ejecutor.
Estados Unidos entendió que debía evitar a toda costa que el eje Beijing-Moscú se extendiera a Berlín. Para ello se propuso debilitar a la Unión Europea, a lo que no pertenece, y fortalecer la OTAN de la cual sí es miembro y controla a su antojo. Así, uno de los cambios fundamentales del nuevo tiempo era la subordinación total de Europa a Washington vía OTAN, creando un eje anglófono de dominación al margen del control europeo para lo cual, el reclutamiento de las élites del Viejo Continente fue el primer paso, y el Brexit, el segundo. En esa lógica, impedir la puesta en funcionamiento del gasoducto Nord Stream II dio continuidad al plan, al mismo tiempo que la incorporación de Ucrania a la OTAN y la instalación de armas nucleares en su territorio, la culminación del proceso de establecimiento de un mundo unipolar, tras el primer fracaso en 2008. Para ello, Rusia debía desaparecer como actor internacional relevante, en el camino de destrucción de China como competidor global determinante en el mundo del futuro. Esto fue lo que se evitó con la operación militar de Rusia en Ucrania iniciada en febrero de este año.
En el marco amplio que genera esta situación, ningún lugar del planeta queda fuera de la influencia de la avalancha de los acontecimientos que parecieran testificar el nacimiento de una nueva época. En esa medida, América Latina y el Caribe no están exentos de tal realidad. Empero, este escenario encuentra a la región en una transición desde la desunión neoliberal influida por el Norte. a lentos y difíciles procesos integracionistas que se proponen retomar el rumbo y el ritmo que se habían iniciado a fines del siglo pasado.
Para Venezuela, la nueva situación internacional es propicia para reasumir un papel protagónico en el sistema internacional. No se trata solo de anunciar que tenemos las mayores reservas de petróleo del mundo y algunas de las más grandes de gas, coltán torio, oro, diamantes y bauxita entre otras, sino de ponerlas sobre la mesa como instrumento de negociación. Nuestra posición geográfica le agrega un potencial extraordinario a las capacidades del país.
Debemos y podemos entrar por la puerta de adelante al mundo que se aproxima. Junto a nosotros, se deben incorporar nuestros hermanos de la ALBA. Así mismo, están las condiciones dadas para que juguemos un rol protagónico junto a México, Brasil, Argentina y otros en la necesidad de retomar el proyecto bolivariano, fidelista y chavista de la integración latinoamericana y caribeña que el presidente López Obrador ha sacado de las catacumbas a las que lo lanzó el neoliberalismo. Si Lula llega a la presidencia de Brasil, 2023 será un año en el que este proyecto regrese a la senda trazada en Mar del Plata en 2005.
Rusia y China conocen esta realidad, solo falta que unidos se lo hagamos saber nuevamente. El talante bolivariano de nuestro ADN, una vez más nos obliga. Debemos llegar al 2024 como lo hicieron nuestras madres y padres fundadores a Ayacucho, doscientos años atrás.
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