Por Sergio Rodríguez Gelfenstein
El VI Pleno del XIX Comité Central del Partido Comunista de China (PCCh) culminado recientemente en Beijing, oficializó una nueva política que está en marcha en el país asiático. Tal vez lo más importante haya sido que -más allá de que observadores interesados o escépticos no lo quieran ver- se ha cerrado el debate en torno a la pregunta de: ¿Hacia dónde va China?
Si no fuera así, sería válido preguntarse por qué tanto nerviosismo en las capitales occidentales frente a lo que tardíamente han constatado en relación a que los avances económicos, tecnológicos, científicos, sociales y de defensa de China, apuntan a solidificar y hacer indestructible el sistema socialista e irreversible su construcción. El mismo objetivo de Estados Unidos cuando se propuso destruir la Unión Soviética, no podrá ser replicado en China.
Tarde también ha sido el descubrimiento de que la utilización por China de exitosos métodos de administración capitalista y la atracción de recursos financieros y tecnológicos de Occidente, tenía contenido táctico mientras luchaba por salir del subdesarrollo y la pobreza para crear un mejor nivel de vida a los ciudadanos, basamento imprescindible para avanzar hacia la construcción del socialismo. Es lo que está echando raíces ahora y el VI Pleno es un punto de inflexión en este sentido.
Si algo ha hecho patente la pandemia de Covid19 es mostrar las prioridades y las capacidades de cada sistema de salud para enfrentar el virus. China ha puesto al servicio de los ciudadanos todo el potencial del Estado colocando la vida del pueblo en el centro de las preocupaciones, mientras en Occidente prevalecía el interés económico, la ganancia y el lucro de los grandes capitalistas. Ante eso, los gobiernos se arrodillaron sin cortapisas.
Por otra parte, el VI Pleno puso en el tapete la entrada a una nueva etapa tras constatar que el período iniciado en 1978 que estableció como eje la política de “reforma y apertura” ha comenzado a finiquitar por lo que se hace necesario producir ajustes en el sistema. Ello ha surgido de la verificación de que la situación actual, caracterizada por el incremento de la conflictividad con Estados Unidos y la crisis económica global que ha tenido un nuevo impulso con la pandemia, ha obligado a nuevos retos y nuevos compromisos que deben ser asumidos.
No obstante, vale decir que el proceso de transformación interna en China se ha comenzado a experimentar desde hace un tiempo atrás. En mayo del año pasado, se lanzó la “estrategia de circulación dual” que da un mayor protagonismo a la economía interna respecto de su interacción con los mercados globales aunque, sin abandonar a estos. Así mismo, China se ha propuesto pasar de una economía de “crecimiento a cualquier costo” a una de “crecimiento de alta calidad” estableciendo superiores niveles de control en materia ambiental.
Estas decisiones se integran con la implementación de un “estado de bienestar” que se orienta a la reducción de la brecha de ingresos, aumentando la entrega y calidad de servicios para la población y elevando la capacidad de consumo hasta lograr que en 2049 la totalidad de la población tenga niveles medios de ingreso. Para conseguirlo, el país se propone desarrollar tecnología propia que le permita limitar al mínimo imprescindible, su dependencia del exterior.
En términos de la estructura política del Estado, la propuesta apunta hacia una distribución de los ingresos más equitativa, evitando la existencia de monopolios y “la expansión desordenada del capital” como apuntaba la editorial del 13 de noviembre del periódico chino Global Times.
La publicación explicaba que China se propone construir un modelo de democracia socialista en el que deben confluir el crecimiento económico, la obtención de logros sociales para toda la población, la eliminación de la pobreza y la justicia social, es decir un sistema que se oriente a resolver las necesidades de la mayoría, no de una minoría exclusiva de la población como ocurre en Occidente. Con ello, se trata de hacer valer el artículo 2 de la Constitución Nacional que establece que: “Todo poder en la República Popular China pertenece al pueblo”.
La democracia en China además de representativa, es participativa y consultiva, para lo cual se han establecido mecanismos institucionales que también se encuentran sólidamente asentados en la Constitución. Pero no hay nada tan anhelado para los chinos como el mantenimiento de la unidad y la estabilidad. Alrededor de estas dos categorías gira todo el quehacer de las instituciones del Estado, el gobierno y el PCCh. Esta idea establece una clara diferencia con Occidente donde la democracia no pasa de ser representativa, lo cual es una mera “cortina de humo”, toda vez que los elegidos no tienen ninguna responsabilidad con los electores. En China la responsabilidad de rendir cuentas es constitucional. No hacerlo, reviste duras sanciones.
Estas transformaciones que han tenido un impulso acelerado desde la llegada de Xi Jinping a la secretaria general del PCCh en 2012 también se manifiestan en el terreno de la política exterior. La tradicional pasividad y complacencia de la diplomacia china en tiempos de Deng Xiaoping, que se caracterizaba por la frase de “esconder la fuerza y aguardar el momento” y que se orientaba casi exclusivamente a la atracción de inversiones y al comercio, está quedando en el pasado.
Desde esta perspectiva, podría decirse que se está viviendo una complicada etapa de transición entre esa diplomacia de “bajo perfil” a una más protagónica en la que los diplomáticos tienen mayor autonomía en el terreno que les corresponde actuar. Por supuesto, son transmisores de una historia y una cultura y de valores principios que per se entrañan una forma diferente de ver el mundo y por tanto, contradicen las normas “universales” que la diplomacia occidental eurocéntrica le ha impuesto al mundo.
Pareciera también, que los últimos acontecimientos en Hong Kong, los señalamientos respecto de Xinjiang y la descarada injerencia en los asuntos de China referidos a Taiwán, han enviado una fuerte señal a la dirigencia de Beijing en el sentido que Occidente y en especial Estados Unidos resistirán el avance de China con todos los instrumentos a su alcance, sean estos legales o no. Esto ha llevado a que, manteniendo una tradición que se orienta a la búsqueda del equilibrio y la armonía, y que establece que la cooperación internacional se debe ejecutar bajo el principio de ganar-ganar, la diplomacia se alinee con los nuevos retos planteados en defensa de los intereses vitales de la nación china.
De forma paulatina se va imponiendo un estilo nuevo que coloca en el tapete propósitos más amplios de la sociedad y el Estado. De esta manera, las embajadas chinas están dejando de ser meras oficinas comerciales para sumar los atributos que corresponden a un país que es miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU y la segunda potencia económica del planeta.
En esta medida, en el pasado reciente, China ha asumido una férrea defensa de sus intereses sin escatimar en los métodos o las formas que haya usado para ello. Testigos de esta novedosa forma de comportarse han sido Canadá, Lituania, Australia, Suecia, República Checa y Brasil entre otros. Pero también ha adoptado un papel mucho más activo y de mayor responsabilidad en el manejo de asuntos de interés global como la lucha contra la pandemia, la defensa del medio ambiente y la búsqueda de la paz en el planeta, actuando desde una posición autónoma y de diseño propio.
En Occidente han acusado el impacto del cambio e incluso han acuñado un término para referirse a los diplomáticos chinos de nueva generación a los que han denominado “guerreros lobos” nombre tomado de una serie de películas chinas de acción bélica que se estrenaron en el año 2015 y cuyo segundo film se transformó en el más taquillero de la historia china.
Los representantes de la nueva diplomacia china no escatiman en el uso de la ironía, la sátira e incluso la burla a través de las redes sociales y otras publicaciones a fin de defender los intereses de su país sin limitarse ni restringirse en el uso del lenguaje. Estados Unidos tuvo ocasión de vivir en carne propia tal práctica cuando el inseguro secretario de Estado Anthony Blinken fue blanco directo de los “envenenados” dardos chinos lanzados en Anchorage, Alaska en marzo de este año por el Consejero de Estado Yang Jiechi y el ministro de Relaciones Exteriores Wang Yi. Blinken y su delegación que habían querido avasallar a los delegados chinos durante su intervención en la reunión, quedaron tan estupefactos y atónitos que se vieron obligados a pedir una suspensión momentánea del “diálogo” para reponerse de la andanada que les llegó de los veteranos diplomáticos chinos frente a los cuales, los estadounidenses mostraron total incapacidad de responder.
No obstante, nadie podrá decir que China trata de imponer su modelo en el mundo, agredir a otro país, organizar golpes de Estado, asesinar presidentes, ejercer presión por vía armada o instalar bases militares en otros países para inmiscuirse en sus asuntos internos.
Sin aspirar a la hegemonía que es rechazada constitucionalmente en el propio preámbulo de la Carta Magna, pareciera incluso que en este ámbito, están comenzando a manifestarse transformaciones, por lo menos desde el punto de vista retórico. Después del golpe de Estado en Guinea el pasado 5 de septiembre, protagonizado por un grupo de militares, en un inusual comunicado, Beijing condenó el hecho y exigió la liberación del presidente Alpha Condé.
Esta acción habría sido imposible en un pasado reciente. Durante la diplomacia de las etapas bajo liderazgo de Mao Zedong y Deng Xiaoping, China se apegaba con absoluta apatía al principio de no injerencia en los asuntos internos de otros países, permaneciendo impasible ante aberrantes violaciones a derechos humanos y sin condenar monstruosas interrupciones a la democracia.
La modificación del discurso debe entenderse como la puesta en primer plano de los intereses de China en el escenario internacional. En este sentido, la retórica confrontacional adoptada por los diplomáticos chinos, dice relación a la necesidad de comenzar a mostrar rasgos culturales y civilizacionales que se proponen hacer patente que “China existe” y que va a comenzar a jugar un papel relevante en la problemática global, ya sea en el escenario multilateral como en sus vínculos con otros países.
Le corresponde ahora ser capaz de mostrar diferencias respecto del usual comportamiento agresivo de las potencias que a través de la historia han expuesto un talante imperialista y colonialista. Si China se quiere comportar de manera distinta, lo tendrá que demostrar en los hechos. Los sustanciales cambios ocurridos internamente que apuntan a construir una sociedad más justa, equitativa y solidaria, deben tener su correlato en el escenario internacional.
No cabe duda que esto es lo que China ha intentado hacer en los últimos años, pero aun es insuficiente. En el caso de América Latina y el Caribe, el desconocimiento de la realidad general y específica de cada país y su política aislacionista que la ha llevado a mantener relaciones casi exclusivas con gobiernos, parlamentos y empresarios, ha conducido a un alejamiento de la sociedad que la sigue percibiendo como un ente extraño que pretende sustituir a Estados Unidos. Su trabajo deberá estar encaminado a cambiar esa percepción, si le interesa no sólo tener buenas relaciones con los gobiernos y los empresarios, también con los pueblos.