Por Jorge Luzoro García
La muerte a balazos del malabarista callejero Francisco Martínez, tiroteado en Panguipulli por un sargento segundo de Carabineros, ha producido intensas emociones, masivas protestas y toda clase de declaraciones y comentarios.
Equivocadamente, la atención se ha puesto casi exclusivamente en el momento en que el malabarista, con dos sables de utilería, uno en cada mano (¿muy peligrosos ? ¿poco peligrosos ? todavía no lo sabemos), se abalanza sobre el sargento quien con su arma de servicio disparó seis veces: tres tiros al suelo y tres a Francisco Martínez. El sexto disparo, que lo impacta en el tórax y lo mata, ocurre cuando el malabarista yace en el suelo gravemente herido por impacto de balas en el tercio medio del muslo derecho y en la fosa ilíaca derecha.
Lo lamentable y terrible de lo ocurrido hace comprensible que la atención se haya puesto en esos aciagos segundos.
Ahora bien, el que sea comprensible no quita que esté equivocado. Porque donde hay que poner la atención y llegar a fondo es en descubrir y precisar las condiciones que hacen posible un hecho brutal: la muerte innecesaria de un joven enfermo a manos de un agente del Estado.
Si el sargento segundo que disparó seis veces, en lugar de haber recibido una formación militar, autoritaria y clasista, hubiese sido formado como un verdadero policía, es decir, como un servidor público destinado a proteger y cuidar su entorno social, la realidad hubiese sido distinta. Ese sargento estaría preparado para conocer a Francisco Martínez (5 años haciendo malabares en la misma esquina del pueblo), lo tendría perfectamente identificado, muchas veces observado, habría conversado con él, se habría dado cuenta que se trataba de un joven pacífico, con algún grado de “enfermedad mental”, con dificultades para relacionarse con seres menos incondicionales y tolerantes que sus perros callejeros.
Estamos hablando de un sargento, no de un carabinero novato de veinte años. Este policía experimentado, con años de servicio, lo acogería y aconsejaría. Todos los días al pasar por esa esquina tendría cuidado de saludarlo. Ese sargento lo habría ayudado a conseguir su documento de identidad y enseñado que hay que portarlo y cuidar que no se pierda. Recordemos que el percutor del drama fue el anuncio de que sería llevado detenido por no portar su carnet de identidad.
Se trata de la quimera de una policía para protegernos de los delincuentes y no para reprimir a los distintos, a marginales, a sobrevivientes.
En columnas anteriores al referirnos a la formación de los Carabineros hemos escrito sobre la necesidad imperiosa de reformas curriculares de fondo, y de terminar con la violencia que significa tener dos castas al interior de la institución: oficiales y sub-oficiales, a diferencia de la PDI donde hay un solo cuerpo profesional al cual se ingresa y asciende por méritos.
Menos armas y más inteligencia, especialmente inteligencia emocional. Menos enfoque coercitivo y más comportamiento respetuoso y acogedor.
El lenguaje popular diría: menos prepotencia y “más psicología”.
Nuestro Ministro del Interior es psicólogo.
¿Alguien pensó que al ser psicólogo la autoridad política sobre Carabineros se podrían tener esperanzas y avizorar cambios radicales en la Institución?
Bueno, hay que empezar diciendo: hay psicólogos y psicólogos. La proliferación de programas de formación (carrera de pizarrón y tiza, barata, y con mucha demanda: ¡buen negocio!) y el debilitamiento del Colegio Profesional han tenido como resultado que el título de psicólogo ya no posea la confianza y el prestigio que tuvo cuando había un reducido número de Escuelas de Psicología con programas exigentes.
No sabemos si el Ministro fue un buen alumno, ni quién dirigió su tesis, y qué le quedó de su paso por la formación como psicólogo. Sí sabemos que no se enamoró de ese fascinante y delicado oficio como para ejercerlo por un tiempo prolongado. Ya muy joven tomó otro camino, el del poder: la política. También sabemos que en política pertenece al partido de los duros, de los partidarios de la dictadura civil-militar, el partido que ignora, niega o justifica los crímenes cometidos durante ese gobierno encabezado por Pinochet. Pertenece a los que profesan la idea de que con represión se solucionan los problemas humanos.
Así las cosas, la necesaria (y a estas alturas reaclamada) reforma a Carabineros de Chile es improbable que tenga un impulso relevante con este Ministro que, en el fondo, tuvo mala suerte en Panguipulli. Tampoco es realista esperar algo de comisiones formadas por ex Ministros, como Jorge Burgos Varela, quienes tuvieron el timón en sus manos sin reorientar la nave. El Senador Insulza, también ex Ministro del Interior, ha dicho que a partir del retorno a la democracia en 1990, Carabineros “se ha mandado solo”. Esta autonomía de hecho con respecto a la legítima autoridad civil cursa con graves y reiteradas faltas a los derechos humanos y con numerosos oficiales encausados por millonarios fraudes o por falsificar pruebas o faltar a la verdad.
Puede que el Ministro psicólogo dure mucho o poco, es irrelevante, porque de lo que se trata es de responder a la siguiente pregunta:
¿Puede tener voluntad política para una reforma estructural a Carabineros un Gobierno que, sin contar con apoyo popular, ha podido permanecer en La Moneda gracias a que Carabineros evita semanalmente que turbas enfurecidas lleguen al Palacio de Gobierno?