Por Sergio Rodríguez Gelfenstein
En 1980 apareció el álbum de Silvio Rodríguez “Rabo de Nube”. Una de sus canciones es “Testamento”. Contrario a la tradición, en su testamento, Silvio no habla de lo que va a dejar, sino de lo que le faltaba por hacer, que era bastante si se considera que para ese entonces aún no llegaba a los 35 años. Se dice que escribió este tema porque ante su traslado a Angola en plena confrontación bélica contra el colonialismo y el apartheid, era real y objetivo un posible encuentro con la muerte.
Han pasado más de 40 años, la vida ha seguido trazando su rumbo, los años dan cuenta de que se está más cerca del final que del comienzo. Yo no soy cantor, trato de hablar escribiendo y en esa medida -parafraseando a Silvio- debo decir que le debo una crónica en el momento en que también he hecho mi testamento acerca de las cosas que me faltan por hacer.
Lo escribo ahora a pocos días de que Silvio cumpla 75 años. En realidad, lo debí haber hecho un lustro atrás cuando inició su octava década de vida, pero la intempestiva partida de Fidel nos estremeció -a él y a mi-. Se lo dije cuando conversamos unos días después. Fue muy lacónico: “No estamos para celebraciones”. Y así era, el dolor nos carcomía, paralizando cualquier esfuerzo creativo. Vale entonces ahora, a modo de recuerdo, relatar algunas anécdotas no sabidas que retratan al ser humano que yo aprecio, imbricadas con el compositor y poeta que todos echan de ver.
Conocí a Silvio a mediados de los años 70 cuando todavía vivía en el apartamento de 23. Aunque no teníamos encuentros frecuentes, las veces que lo hice, se producían intensos debates acerca de mi “extraño” quehacer. Eran tiempos en los que yo hacía los primeros pinos de mi formación militar. La rareza venía dada por mi condición de extranjero que tenía acceso a las academias militares cubanas.
En esas tempranas conversaciones, pude percibir la calidad de un ser excepcional. Aunque su música comenzó a acompañarme y ha estado presente en mi vida desde ese momento y hasta hoy, no creo que me haya acercado a él tanto por su condición de músico inigualable como por su condición humana y su extraordinaria sensibilidad que lo hace poseedor de un espíritu internacionalista, dueño de un sentimiento de solidaridad inquebrantable con aquellos que luchan “no importa dónde” porque somos sus hermanos, como señaló Camilo.
En el trasfondo, podía adivinar que Silvio envidiaba sanamente las posibilidades que la vida me había dado. Yo era muy joven, no era nadie (sigo siendo nadie) y él ya era SILVIO RODRÍGUEZ, así con mayúscula aunque no le interesara en ese entonces, ni le interesa ahora, hacérselo sentir a nadie. En esa ápoca no tenía la capacidad retórica ni la facultad de discernimiento que proporcionan los años, pero si podía percibir que Silvio aspiraba a desatar ese sentimiento internacionalista con algo más que la guitarra. Lo dice precisamente en su Testamento:
“Le debo una canción a una bala
A un proyectil que debió esperarme en una selva.
Le debo una canción desesperada
Desesperada por no poder llegar a verla”.
Posteriormente vino la guerra y la revolución en Nicaragua. Después del triunfo del 19 de julio, en septiembre, un amigo que a la sazón trabajaba en la transformación de la desaparecida “Radiodifusora Nacional” en “La Voz de Nicaragua”, sabedor de que viajaría a Cuba, me pidió que le trajera discos de la Isla porque había recibido la tarea de crear una hemeroteca musical. Al llegar a La Habana fui a ver a Silvio y le comenté el encargo que tenía. Me preguntó cuando regresaba a Managua y me dijo que pasara un día antes. Al hacerlo, se había dado el trabajo de grabar en casetes un amplio compendio de música cubana (no sólo de la suya), que fueron parte de los primeros discos que constituyeron el acervo de la nueva radio de la Nicaragua Revolucionaria.
Por cierto, el día que fui a la casa de Silvio a buscar los casetes, estaba ensayando y grabando algunas canciones en un modesto equipo en su casa. Estuve un buen tiempo escuchándolo, casi al finalizar, cuando ya debía partir, sacó el disco del aparato y me lo regaló. Conservé ese casete -en el que había algunas canciones todavía hoy inéditas – por 40 años, devolviéndoselo hace algún tiempo atrás.
Unos años después, en 1983 Silvio viajó a Nicaragua para participar en el II Festival de la Nueva Canción Latinoamericana también conocido como “Concierto por la paz en Centroamérica”. Por razones que desconozco se hospedaba en un pequeño hotel del kilómetro 9 de la carretera sur de Managua. Allí lo fui a buscar varias veces para llevarlo al hotel Las Mercedes en las proximidades del aeropuerto Sandino donde estaban la mayoría de los invitados. De la mano de Silvio conocí a grandes exponentes de la música latinoamericana como Alí Primera, Amparo Ochoa, Gabino Palomares, Mercedes Sosa y Daniel Viglietti entre otros.
Silvio me hizo recorrer obnubilado las mesas donde compartían esa pléyade de artistas comprometidos con los pueblos de América, a quienes me presentaba como un amigo latinoamericano. Tal vez nunca pudo saber la emoción que me produjo conocer de cerca a esa constelación de estrellas entre las que yo pasaba inadvertido a pesar de mi esplendoroso uniforme verde olivo de joven combatiente internacionalista. Esos días junto a Silvio aprendí acerca de la grandeza y modestia de los que serán inmortales de nuestra historia, no solo por la gloria de su música, mucho más por haberla puesto al servicio de los pueblos, de los humildes y de la paz.
Quiero finalmente, relatar una curiosa anécdota que tal vez retrate a Silvio como ninguna otra. En marzo de 1990, recién inaugurada la democracia en Chile, viajó a ese país por primera vez desde 1972 durante el gobierno de Salvador Allende. Por un mecanismo que habíamos establecido me lo hizo saber con antelación, incluso inquiriendo mi opinión sobre la situación del país y la conveniencia de realizar este viaje. Le contesté que me parecía muy importante que lo hiciera porque transmitiría una ola de frescura popular a la transición y sería un símbolo del regreso a Chile no solo de él sino de toda Cuba dando a conocer –en los hechos- que su páis siempre había estado con el pueblo chileno en los difíciles momentos de la dictadura. Así mismo, me permití solicitarle que evaluara la posibilidad de que -sin sin que implicara consecuencias políticas negativas para él y para Cuba- fuera a la cárcel y visitara a los presos políticos condenados por luchar contra la dictadura.
Silvio recibió el mensaje. Su única respuesta fue que ojalá pudiéramos vernos durante su estadía en Santiago. Aunque ya yo estaba legal y habíamos iniciado un proceso de negociación de nuestra inserción en el sistema democrático con el nuevo gobierno de Patricio Aylwin, una parte importante de la organización continuaba siendo clandestina. Le hice saber esto, le envié una forma de contacto, pero le dije que valorara la factibilidad real de encontrarnos en sin que ello significara riesgo alguno para su integridad.
Lamentablemente, llegado el día, surgieron algunos contratiempos motivados en problemas de seguridad que me llevaron a decidir que no era conveniente producir el encuentro. Pero, cuando le envié la información a Silvio a través de un mensajero, ya había abandonado el hotel. De acuerdo a las “instrucciones” que le envié y que él cumplió al pié de la letra, debía abandonar el hotel con antelación y cumplir un “plan de caminamiento” que lo librara del seguimiento de periodistas y fans que lo esperaban en las puertas del hotel, tenía que entrar y salir de galerías y calles hasta detectar que no era seguido, antes de dirigirse al lugar del encuentro: un apartamento en el que vivía una pareja de ancianos colaboradores.
Ellos estaban advertidos que recibirían un visitante al que debían atender. Me preguntaron quien era y les dije que era una persona a quien conocerían tan pronto lo vieran. La llegada de Silvio casi les produce un infarto. Ya les había informado que yo no podría asistir y que por favor se lo explicaran y le ofrecieran alguna bebida. Silvio comprendió la situación, amablemente accedió a tomarse el café con los sorprendidos dueños de casa que no podían salir de la sorpresa que significaba tener en su casa a uno de los más respetados y admirados artistas de América Latina. Eso fue lo que me dijeron. No se produjo el encuentro, pero creo que Silvio pudo saborear por unos minutos las mieles de la tensión, emoción y pasión con que se enfrenta la lucha popular en condiciones de clandestinidad o semi clandestinidad como era el caso.
Unos días antes, Silvio había visitado la Cárcel Pública, donde compartió con más de 400 presos políticos -algunos en huelga de hambre- cantando para ellos en un concierto que tal vez ha sido uno de los más cortos y más improvisados de su vida, pero que sembró en la mente y en el corazón de muchos combatientes (entre ellos el mío) el respeto infinito por aquellos –como él- que en ninguna condición dejan de enarbolar el compromiso con los que luchan, porque “no importa donde, son nuestros hermanos”.
Feliz cumpleaños hermano querido, deseo que tras arribar a los tres cuartos de siglo, tu vida siga siendo próspera y pura como hasta ahora, que tu inquebrantable amor por Cuba y su pueblo continúen siendo bandera de los que seguimos creyendo que tu patria es el faro de la libertad de América. Que tu canto perdure para que los que tienen dudas, las superen, y los que creen, lo sigan haciendo. Que el pedestal de amistad y solidaridad que has erigido, se mantenga sólido e indestructible. Que tu música y tu poesía continúen sembrando la vida, el alma, la conciencia del ser latinoamericano y caribeño. Que tu preclaro espíritu martiano y fidelista transformados en canción, sea inspiración de todos los que te respetamos y te queremos.
Recibe todo el afecto de un necio para otro necio. Que tengas salud y vida por muchos años más.