Por Sergio Rodríguez Gelfenstein
En mi primer viaje al exterior desde el inicio de la pandemia y el cierre de los aeropuertos en marzo del año pasado, visité Perú a fin de hacer investigaciones en terreno para un próximo libro que tengo proyectado. Aproveché mi estadía para presentar la edición peruana de mi obra “China en el siglo XXI. El despertar de un gigante” que quedó suspendida en 2020 cuando se interrumpieron los desplazamientos internacionales.
Volver a los aviones y aeropuertos fue una aventura en un escenario en el que una vez más la humanidad construyó una nueva “Torre de Babel” burocrática para que unas vacunas sirvan y otras no y para que cada país establezca sus propias normas, sus propios, requisitos y sus propios documentos de viaje en materia de salud que se suman a los de inmigración y aduana a fin de que la posibilidad de que los seres humanos de distintas civilizaciones, regiones y países se encuentren, compartan y convivan, sea más difícil.
En lo que se ha dado en llamar “nueva normalidad”, ahora existe un novedoso infierno en que hacerse la prueba PCR al menos 72 horas antes de viajar es una odisea que hace que hasta el último minuto no se sepa si se podrá abordar el avión o no. Mientras ello ocurre, millones de migrantes indocumentados atraviesan fronteras huyendo de las guerras, las crisis económicas y la pobreza que el capitalismo ha generado sin contemplación por la vida humana. Estos migrantes ilegales, en condiciones muy difíciles se desplazan sin estar vacunados, sin hacerse pruebas PCR y sin tener que llenar los maléficos documentos que hacen felices a burócratas y corruptos que en tiempos de comunicaciones ultra modernas y tecnologías súper avanzados podrían hacer las cosas más fáciles.
Cuando la CELAC se ponga en funcionamiento pleno, debería apuntar a unificar los documentos y los requisitos de viaje para los ciudadanos de países de la región al menos en asuntos de salud, ya que la idiotez política de la derecha latinoamericana y caribeña impiden acelerar el funcionamiento de mecanismos de integración que nos den voz y presencia en el escenario internacional.
En la primera etapa de mi viaje visité la ciudad de Huamanga, capital del departamento de Ayacucho y la Pampa de la Quinua, sitio específico donde las fuerzas patriotas formada por peruanos, argentinos, chilenos, colombianos y venezolanos bajo el mando del General Antonio José de Sucre protagonizaron el golpe decisivo al poder español en América.
Durante el recorrido del Santuario y el monumento que recuerda la batalla, me acerqué a dos guías, humildes trabajadores de evidente origen indígena a quienes consulté sobre algunos aspectos de la batalla, sabedor que la tradición oral de los pueblos suele guardar secretos que muchas veces no son conocidos por los escritores y académicos de conocimiento enciclopédico. Una vez más, se confirmó tal hipótesis y tuve acceso a importantes informaciones que tendré que confirmar y que espero plasmar en el libro que escribiré al efecto.
Al escuchar el tono de mi voz, Juan José y Gregorio me preguntaron por mi origen. Al decirles que era venezolano, las sorprendentes preguntas inmediatas fueron: ¿Cómo está el presidente Maduro? y ¿Cómo está Venezuela?. Después de agradecer su preocupación por la salud del presidente, mi respuesta fue explicativa de la situación del país, sin omitir detalles respecto de las sanciones unilaterales y el bloqueo a que está sometido por Estados Unidos y Europa, además de manifestar la convicción de que saldremos adelante por la inveterable decisión de nuestro pueblo de vencer las adversidades y dar continuidad al proceso que ha comenzado a desarrollar desde 1999 por decisión propia.
Les dije que antes de venir ahí, algunos de los hombres que participaron en esa batalla, entre ellos Antonio José de Sucre y Jacinto Lara y cientos de venezolanos nos habían dado patria y libertad y que en Ayacucho se había sellado una hermandad entre peruanos y venezolanos que ninguna oligarquía iba a poder romper.
Su respuesta fue simple: “Eso lo sabemos” para a continuación afirmar con plena convicción: “A nuestro presidente Pedro Castillo le quieren hacer lo mismo que al presidente Maduro”. De seguido, mis nuevos amigos me hicieron una extendida y preclara explicación de la situación política del Perú desde su perspectiva de hombres humildes, hijos de campesinos excluidos, marginados y humillados por siglos. Exponentes de una natural inteligencia, me ilustraron con sencillas palabras que dan cuenta de las reales contradicciones de clase y de raza que todavía corroen la sociedad peruana como si aún viviéramos en el siglo XVIII. Tras escuchar tan brillante alocución, le consulté en tono jocoso a la colega ayacuchana que me acompañaba si ella sabía si alguna vez en la vida, los Juan José y los Gregorio habían sido encuestados o si se les había consultado su parecer sobre los destinos del país.
Dos días después, ya en la Lima virreinal abrumado por la propaganda destructiva de los medios de comunicación contra el gobierno, pude comprender el insondable abismo existente entre la capital y ese Perú profundo que eligió a Castillo. En el súmmum de la desesperación y la histeria una camioneta recorría la avenida José Pardo del distrito de Miraflores llamando abiertamente a derrocar a Castillo por ser comunista.
La Lima de comienzos del siglo XIX no ha cambiado mucho. El talante traidor de su oligarquía se mantiene incólume desde los tiempos en que San Martín y Bolívar comprendieron que en esta ciudad recaía -por su riqueza, autoridad y por el sentimiento realista de sus clases altas- la estabilidad del poder español en América del Sur.
En aquel momento, los Torre Tagle y los Riva Agüero sembraron una estirpe que hizo de la traición la forma cómo las élites hacen la política en el país de los incas. Doscientos años después y desde 1990 hasta la actualidad, cinco presidentes electos y dos designados han traicionado a los ciudadanos desde el Palacio de gobierno de Pizarro, (nótese que aún hoy lleva el nombre del conquistador y asesino que diezmó a los pueblos originarios) realizando acciones y tomando decisiones distintas a las que prometieron en sus campañas.
Hoy, la complejidad de la situación deriva del impacto de que por primera vez un representante de ese Perú profundo llegara a copar la escena política. Un maestro rural de familia campesina, uno entre los tantos millones que jamás habían sido escuchados, de esos que no existen para la edulcorada clase alta limeña que respira aires coloniales y virreinales, la misma que hubiera deseado que jamás San Martín y Bolívar condujeran las tropas que expulsaron a los españoles de América, se enfrenta a toda la brutalidad de ese elevado clasismo y racismo que aún existe.
Hubieran preferido reeditar la dictadura fujimorista, con su lastre de violaciones de derechos humanos, su apego al terrorismo de Estado para enfrentar el terrorismo de Sendero Luminoso y los altos niveles de corrupción que tienen a su lideresa a punto de volver a la cárcel junto a su padre. Esa clase política que no le importa que el Perú sea gobernado por una criminal delincuente antes que dar la oportunidad a Castillo, ante la derrota, ha concentrado todo el fuego de su estulticia y su voluntad de burlar las leyes si no son usadas en su favor, para impedir que el presidente pueda ejercer sus funciones con mínimas condiciones de gobernabilidad.
Apuestan a eso: al caos, la anarquía, la ingobernabilidad a fin de que las fuerzas armadas intervengan a su favor para llegar al poder a través de la violencia cuando no han podido hacerlo en el marco de las leyes.
Otros factores lamentables coadyuvan a crear esa situación de incertidumbre y angustia que se respira en cada rincón del país: la desunión de la izquierda y los sectores democráticos y progresistas, la inmovilización de las fuerzas sociales que apoyan a Castillo, la impericia de funcionarios de gobierno para realizar una actividad que nunca antes hicieron y la corrupción que siempre ronda como un fantasma entre los empleados públicos de carrera que piensan más en el peculio personal que en servir al pueblo.
Es de esperar que las fuerzas políticas que apoyan al presidente Castillo concurran al acercamiento necesario para sostenerlo en el poder y que el pueblo indígena y campesino, el de las zonas marginales de las grandes ciudades, los trabajadores y estudiantes eleven sus niveles de organización y de unidad para que en el caso de que la derecha fujimorista y sus adláteres planteen la batalla en otro escenario, sean capaces de defender al presidente Castillo con la misma unidad, fuerza y conciencia que les permitió llevarlo al gobierno.