Por Luis Casado
El conocido lingüista francés Claude Hagège afirma sin pestañear que la elección del idioma, de sus reglas y particularidades no es algo neutro.
“Imponer su lengua es imponer su pensamiento”, dice Hagège, antes de agregar que “Sólo la gente mal informada piensa que una lengua sirve sólo para comunicar. Una lengua constituye también un modo de pensar, una forma de ver el mundo, una cultura”.
Muy justo. Mi libro “Lingua Comoediae Chilensis” trata de ese tema: de la lengua como herramienta de dominación, como cortina de humo para esconder la realidad. Nuestra versión del español está pringada de formas impuestas por la clase parasitaria dominante, así como de anglicismos macarrónicos que practican los yanaconas del imperio: el inglés de aeropuerto.
Al respecto Hagège dice que “Las clases dominantes son las primeras en adoptar el habla del invasor”. Porque “Adoptando la lengua del enemigo esperan sacar partido en el plano material, o asimilarse a él para beneficiarse simbólicamente de su prestigio.”
Para el servilismo criollo no es lo mismo hablar de audiencia que manosear el “rating”. El inenarrable ex ministro Golborne, ex suche bolichero, ¿se ennoblecía afirmando haber sido ejecutivo en el negocio del “retail”?
En mi escuela pública, laica y gratuita de los años 60 solíamos darnos de patadas en los recreos. Hoy en día los niños practican el bullying. Algún cretino del primer gobierno de Piñera, que merecería la pena llamar “asshole”, introdujo la idea de hacer de Chile un país bilingüe…
Mi despertar a la cosa pública y a la conciencia política se nutrió de los discursos de un Salvador Allende que denunciaba la especulación y el agiotismo, la explotación y el abuso.
Todo eso desapareció: ahora se practica the taste of risk, el high yield, el “líerahgo” y la “competitiviáh”.
Ya no hay patrones, sino empresarios, y quedan pocos obreros asalariados: fueron remplazados por los empresarios subcontratistas. Los periodistas escriben con menos de trescientas palabras mal digeridas y peor ortografiadas, sin haber asimilado la regla básica de la gramática escolar, eso de sujeto-verbo-predicado, y eventualmente un complemento de objeto.
Muchos parlamentarios, para no hablar de los ministros e incluso del presidente, no leen de corrido. Por eso se impuso una suerte de novlengua, -el sub-idioma revelado por George Orwell en su obra “1984”-, un volapük en curso de degenerescencia plagado de muletillas y frases hechas con las que se practica la ecolalia.
Si en un discurso no se incluyen expresiones como “el rayado de la cancha” (o entendí mal y es “el cayado de la rancha”?), el “paradigma”, la “transparencia” y lo “transversal”, para no mencionar la puñeta “valórica”, las pruebas devenidas “evidencia”, alguna “formalización” y una que otra condena de los “violentistas”, no hay discurso. El modelo a imitar es la prosa cuartelera, esa que exhibe impúdicamente -entre otros- quien fuese esbirro de la DINA, Cristián Labbé.
Nada es peor que someterse a la imposición del lenguaje que en Chile llamamos mercurial, habida cuenta del uso y abuso en el que históricamente ha incurrido el diario de los intereses superiores de la oligarquía.
La adopción, -aun involuntaria, mimética e inercial-, del lenguaje del adversario, es una derrota más. Tal vez la peor, porque significa que nos sometieron a su modo de pensar, a su modo de ver el mundo, a su (sub)cultura.
En una crítica ditirámbica del “Enfermo imaginario”, -última comedia escrita por Molière-, puesta en escena por la Comédie Française, Jean-Luc Porquet describe la jerga ridícula de los “expertos” que someten al hipocondríaco a la tortura de su supuesto saber.
La factura del boticario menciona:
“un pequeño clisterio insinuativo, preparativo y emoliente”, así como “un buen clisterio detersivo, compuesto con catolicón doble, ruibarbo y miel rosat (…) para lavar y limpiar el bajo vientre” y un “clisterio carminativo, para expulsar los vientos…”.
Ese es el tipo de lenguaje al que nos tiene habituados la satrapía que controla el país, una jerga idiota que sirve para ocultar la realidad y para impedir la reflexión.
Puesto que el “Enfermo imaginario” termina por copiar en modo simiesco el guirigay de sus verdugos, Jean-Luc Porquet concluye:
“Fin grandioso y cruel a la vez: no hay peor derrota que retomar por cuenta propia la novlengua de aquellos que la usan para imponer sobre Ud. su propia dominación”.
Coincidentemente, Jean-Laurent Lastelle y Renaud Chenu publicaron hace ya algún tiempo su “Anti-manual de guerrilla política”, en la que explican cómo el léxico se pasó a la derecha:
“La izquierda ya no osa hablar de lucha de clases, mientras la derecha la practica día a día”.
Los autores proponen pues un método para aprender una lengua en vías de desaparición, para oponerse a la resignación ante lo “ineluctable” o simplemente al oportunismo de dejarse llevar por la corriente afirmando que el “coraje” de decir la “verdad” consiste en usar el glosario neoliberal.
¿Cómo construir una alternativa política si ni siquiera somos capaces de recrear el lenguaje de la insurrección cívica, de los derechos conculcados, de la soberanía arrebatada, del combate por la libertad?