Por Luis Casado
No es que los libros monumentales, en plan novelas de la literatura rusa, me resulten disuasivos. Pasa que uno se pregunta si el tema y la calidad de la escritura valen el desvío.
Por ahí leí la Biografía de Jerusalén de Simon Sebag-Montefiore, cuyas 667 páginas de apretada tipografía exigen paciencia y perseverancia, sobre todo porque del principio al fin todo son masacres, traiciones y cuernos –en sentido propio como figurado–, en las que nadie sale bien parado.
Criminales unos, criminales los otros, criminales todos, una veces oprimidos, otras veces opresores, siempre con la pretensión de dominar una ciudad y una región que no han cesado de cambiar de manos desde la época lejana –hace ya más de 3 mil años– en que Babilonia hacía las veces de imperio bajo la dinastía Hammurabi.
Milenios de fanatismo, de conquistas, de ocupaciones y guerras de exterminación en nombre del dios verdadero, tan sanguinario, vengativo y papanatas como sus terrenales inventores.
Sin embargo, las ochocientas cincuenta y dos páginas de La Impostura Económica, de Steve Keen, me resultan un pelín demasié. No niego el interés de sus argumentos, ni la claridad de sus demostraciones, ni siquiera la calidad de una prosa que sin ser literaria –y sin alcanzar el brillo de los escritos de un Bernard Maris– difiere grandemente de la mediocre y arrogante nulidad que practica la inmensa mayoría de los economistas.
Pasa que Keen, y/o sus prologuistas, sueltan el nombre del asesino en las primeras páginas. Mantener el interés del cuento en esas condiciones no está al alcance de cualquiera: exige el genio de un García Márquez en Crónica de una muerte anunciada.
Mi ejemplar de La Impostura Económica es una edición de bolsillo (L’atelier en poche). Allí, el segundo párrafo del prefacio de Gaël Giraud tira de espaldas a cualquier economista mentecato, o sea a la inmensa mayoría de una profesión que concentra los cretinos como la taza del inodoro congrega los escherichia coli.
En pocas palabras Gäel Giraud explica que la tan mentada Ley de la Oferta y la Demanda no existe.
¿Te imaginas la cara de los expertos? Efectivamente, Keen demuestra que la curva de la oferta no existe, y que la curva de la demanda agregada puede muy bien no ser una función degresiva del precio.
En la materia Keen no hace sino repetir lo que otros habían comprendido antes que él: la falacia de la Ley de la Oferta y la Demanda, pilar fundamental de la Teoría del Equilibrio General.
Entre otros Sonnenschein, cuyo teorema, -establecido entre 1972 y 1974 junto a Rolf Ricardo Mantel y Gérard Debreu, de donde resulta que también le llamen el teorema de Sonnenschein-Mantel-Debreu-, muestra que las funciones de demanda y oferta de la Teoría del Equilibrio General (TEG) pueden tener una forma cualquiera, lo que refuta el resultado de la unicidad y de la estabilidad del equilibrio general.
La primera edición del libro de Keen en los EEUU data del año 2011 (Debunking Economics. The Naked Emperor Dethroned?). De modo que, a falta de ser una primicia, el interés de su libro tiene que ver principalmente con el esfuerzo de vulgarización y con la metodicidad con la que aborda todas y cada una de las falsedades de la teoría económica.
Resumiendo, resulta que hace al menos medio siglo que sabemos que la mentada Ley de la Oferta y la Demanda es puro grupo: un sofisma, un chascarro, un engaño, una falacia.
Hablando de la Teoría del Equilibrio General:
“Si existe un equilibrio (Gérard Debreu demostró que puede existir, gracias al Teorema del Punto Fijo de Broüwer) a menos de caer encima por azar no se lo encuentra. Y si por azar se lo encuentra… el equilibrio se aleja. Si las palabras “mercado” y “ley de la oferta y la demanda” tienen algún sentido, significan aberraciones, desequilibrio, indeterminación, destrucción, desorden. Burdel. El mercado es un vasto burdel.” (Bernard Maris).
Para aquellos que el tema seduce, en matemáticas el teorema del punto fijo de Broüwer es un resultado de topología. Hace parte de la gran familia de los teoremas de punto fijo que enuncian que si una función verifica ciertas propiedades, entonces existe un punto x0 tal que f(x0)=x0.
Broüwer habría agregado: “Puedo formular este magnífico resultado de otro modo. Tomo una hoja horizontal, otra hoja idéntica que arrugo y que después de estirarla vuelvo a ubicarla sobre la primera. Un punto de la hoja arrugada está en el mismo lugar que sobre la otra hoja.”
Pero lo mío tiene que ver con el libro de Steve Keen, en el que te descubren la verdad en las primeras páginas, sin guardar ningún misterio para el capítulo final.
Steve Keen declara haberse dado cuenta muy pronto de la indigencia de lo que le enseñaban en la universidad de New South Wales. En su prefacio a la primera edición de La Impostura Económica, Keen se pregunta:
“¿Porqué los economistas persisten en utilizar una teoría cuya falta de solidez ha sido claramente demostrada? ¿Porqué, a pesar del impacto destructor de las políticas económicas preconizadas, la teoría económica constituye aun la caja de herramientas que utilizan los políticos y los burócratas para la mayoría de las cuestiones económicas y sociales?”
Keen tiene algunas ideas al respecto:
“La respuesta reside en la manera en que la economía es enseñada en el mundo universitario.”
Ahora bien, la suspicacia de Keen ante las enseñanzas recibidas durante sus estudios universitarios le llevaron no solo a dudar de la pertinencia de la ciencia económica, sino a indagar, a investigar y a llegar a una conclusión en la que estuvo lejos de ser el primero:
“Ese escepticismo inauguró un proceso exponencial de descubrimientos que me hicieron comprender que lo que yo había considerado al principio como una formación en economía era en realidad apenas mejor que un adoctrinamiento”.
Keen creía estar en la universidad. En realidad frecuentaba el catecismo.
¿A qué vienen las ochocientas y tantas páginas que siguen? ¿Quién tendría el coraje de mamarse ese mamotreto si a poco leer ya te dijeron que todo el texto trata de mentiras, falsedades, inventos, falacias, dogmas y verdades reveladas por un par de iluminados?
La Teoría económica se resume a la Ley de la Oferta y la Demanda: si los precios aumentan la oferta aumenta, si los precios aumentan la demanda disminuye. Y viceversa.
¿Las causas del desempleo? La oferta y la demanda. Un ligero desequilibrio que solo puede corregir la oferta y la demanda.
¿La baja del precio del cobre? La oferta y la demanda.
¿El incremento de la inversión? La oferta y la demanda.
¿La desaparición de las especies marinas? La oferta y la demanda.
¿La baja de la natalidad? La oferta y la demanda… afirmó un cretino llamado Gary Becker, premio Nobel de economía.
¿La inflación, la deflación, la asignación de recursos, las políticas públicas y la búsqueda de oro en Klondike…? La oferta y la demanda.
Pero como queda dicho, ya en los años 1970 Sonnenschein demostró que las funciones de la demanda y de la oferta son un cuento chino. Keen precisa que la curva de la oferta no existe, y que la curva de la demanda es un engendro.
No obstante, el mundo universitario –y con él el mundo empresarial, los gobiernos y los parlamentos– no se entera. Hace como si creyera que la Tierra es plana. Como si la Ley de la Oferta y la Demanda tuviese algún significado y permitiese hacer las proyecciones y los calculitos en los que los expertos basan sus predicciones económicas.
Leyendo a Henri Guillemin uno se entera de que las clases dominantes del siglo XVIII –nobleza, clero, burguesía– tenían la religión por una perniciosa superstición propia de ignorantes. Para ellos, claro está. Porque la religión era útil para mantener tranquilos a los miserables: el poder aun era “de origen divino”. Quien osara rebelarse contra su situación de pringao, de explotado, de muerto de hambre, no hacía sino blasfemar, insultar a dios y al cielo.
Los obispos, los duques y los marqueses, la intelectualidad volteriana, el riquerío comerciante y manufacturero, en suma los potentados, pasaban de dios como de su primera curda. Lo que no les impedía organizar eminentes ceremonias religiosas para que el personal siguiese engrupido.
Con la economía pasa lo mismo: la Ley de la Oferta y la Demanda –así como el resto de la charlatanería económica– solo sirve para explicarle al pobrerío a qué punto tiene la suerte de ser explotado por gente que sí entiende de que va la cosa.
Lo demás es correr el riesgo de la volatilidad, de la inestabilidad, de la incertidumbre, de la desaparición de los mercados, y con él, de la evaporación del paraíso en la Tierra.
Para ese discurso solo necesitan un par de titulares cotidianos en la prensa obediente.
Ochocientas cincuenta y dos páginas salen sobrando.