Por Manuel Cabieses Donoso
Nuestro gran novelista Carlos Droguett escribió “Matar a los viejos” en 1975. La obra -comienza con Pinochet enjaulado y pasa revista a los crímenes de la oligarquía-, permaneció inédita hasta 2001. Ese año LOM Ediciones, editorial sin cedazo ideológico, rompió el veto que pesaba sobre la obra de Droguett. (1)
Sin embargo, lo que cobra inusitada actualidad es la amenaza de ajusticiamiento legal de los viejos provocado por la pandemia. Doctos verdugos -disfrazados de expertos en salud pública- lo dictaminan en la prensa y TV. La sentencia mortal, arrebujada en un manto de hipocresía, invoca a un ritual pagano en el ara del covid-19. Pretenden inmolar a los abuelos y abuelas, negándoles la “última cama” y el “último ventilador mecánico”. Primero se los ha despojado del amor de hijos, nietos y bisnietos mediante el suplicio de la cuarentena. Y ahora empuñan la guadaña del asesinato disfrazado de lotería de la “última cama”. En resumen: se planifica matar a los viejos invocando motivos de utilidad pública.
Se estima que esta pandemia será más terrible que la “gripe española” (que en realidad surgió en Kansas, EE.UU.). Entre 1918 y 1920 mató 40 millones, y las cifras aún se discuten. Sólo en Chile fueron 40 mil.
El covid-19 ya anota 500 mil muertos en el mundo. Chile está en el umbral de las 8 mil víctimas…quizás más cuando se desenrede la virutilla estadística.
Estamos sufriendo –en éste como en otros ámbitos- los efectos de nuestra desgraciada historia. La pandemia nos pilló indefensos. La dictadura había convertido en sal y agua la salud y educación públicas. Esas conquistas del pueblo se convirtieron en trofeos del mercantilismo. Surgieron lujosas clínicas-hoteles privadas como las de Miami. Los hospitales públicos y los consultorios municipales se convirtieron en antros menesterosos. En 1979, de un plumazo, la dictadura del libre mercado hizo trizas el Servicio Nacional de Salud creado en 1952. El SNS fue el fruto de años de lucha de los trabajadores, médicos y funcionarios de la salud por unificar y fortalecer los servicios asistenciales. Esa tarea la inició en 1939 el médico Salvador Allende Gossens, ministro de Salubridad del presidente Pedro Aguirre Cerda en el gobierno del Frente Popular. (2)
La dictadura convirtió en escombros la salud pública y poco hicieron a su vez los gobiernos posteriores por revertir la situación. Sin embargo, hay que reconocer el enorme esfuerzo desplegado por el personal médico y para-médico de consultorios municipales y hospitales para enfrentar la pandemia aún a riesgo de sus propias vidas. En los hechos han reivindicado el rol fundamental del Estado en la protección de la salud.
Los viejos estamos conscientes de la amenaza que pretende inmolarnos. Se considera “adultos mayores” –repugnante eufemismo de la vejez- a los mayores de 65 años. Esto es: en Chile somos 2 millones 260 mil veteranos, el 11% de la población, que incluye 40 mil inmigrantes, más jodidos que los naturales del país. La mayoría de los viejos que trabajan, están en el empleo informal: sin derechos sociales y ahora también sin trabajo.
A la sombra de las cifras del desempleo y de la guillotina de la “última cama” y del “último ventilador”, ¿qué podemos esperar los viejos? Sobrevivir aislados y sometidos a la campaña del terror. En la Antigüedad a los viejos sencillamente los mataban porque eran inútiles para el trabajo. ¿Llegaremos a eso? Es la incertidumbre del día a día de los viejos.
No cabe duda que esta es la época de los jóvenes. ¡Bienvenida sea! Con mayor razón después de la pandemia. A los jóvenes corresponde gobernar el mundo. Esperamos que lo hagan mejor que nosotros.
En el trance de tomar una decisión de vida o muerte, los viejos –estoy seguro- estaríamos dispuestos a ceder la última cama y el último ventilador a pacientes con probabilidades de sobrevivir. Lo haríamos por nuestros hijos y nietos. ¿Por qué no con otros seres humanos? Es la ética en que fuimos educados. Somos contemporáneos de hombres y mujeres que entregaron sus vidas por ideales de hermandad y justicia.
No obstante, cuidamos nuestras vidas. Queremos que sean útiles hasta el último respiro. Las mujeres y hombres de la “tercera edad” acumulamos experiencias que pueden ser provechosas en estos tiempos. Por ejemplo, sabemos cómo construir canales de opinión que empujen los cambios sociales. Es lo que hoy necesitamos: cauces que permitan circular y organizar el torrente de sueños e iniciativas que está conteniendo el dique de la cultura mercantil. En la construcción desde la base de un paradigma de sociedad humanista, plasmada en una nueva Constitución Política, viejos y jóvenes vamos a reencontrarnos sin desconfianzas ni incertidumbres.
Entonces no tendrá cabida la alternativa de matar a los viejos.