Las ausentes delicias de la elocuencia y el laconismo

Por Luis Casado

Más de alguna vez escuchaste a un político, a un economista o a un experto, quedándote en Babia con la impresión de que no dijo nada. Sucede frecuentemente. Pero no tener nada que decir no es una razón para cerrar el tarro, los ejemplos abundan.

Ayer una científica declaró en el Congreso Futuro: “El mejor uso de la inteligencia artificial es cuando combinas lo mejor de las máquinas, con lo mejor de las personas.” Lo contrario daría algo así como el capítulo 4º de la primera temporada de Mandalorian. Si logras encontrar la inteligencia del razonamiento de la científica me llamas. A cualquier hora.

Una aspirante DC a la presidencia (la gordi despertó vocaciones: ‘si ella –que no se entera– pudo… ¿porqué yo no?’) nos regala otra frase para el mármol: “Siempre he buscado la unidad y obviamente nuestro llamado es a construir la unidad, porque sin ella no llegaremos muy lejos”. La candidata, ex ministro, no se ha enterado del estallido social de octubre de 2019, cuya causa principal fue, justamente, que gracias a gente como ella llegamos a donde estamos.

El otro candidato DC, declara: “Soy el único candidato que plantea terminar con el sistema de AFP y eso no se lo he escuchado a mi contendora.” Es un pillín, porque sabe que la aspirante mamó de las AFP de las cuales fue suche. “Justo para saber cómo funcionan”, explicó ella, que se dedica al aprendizaje permanente a título oneroso.

Ya ves el nivel del debate público: un poco más abajo y encuentran carbón coke. Los demás presidenciables son iguales o aun peores: la inteligencia (natural o artificial) no es requisito para ponerse al servicio de la nación. En su día, Pétain, –que mangoneó en Francia al servicio de la ocupación nazi–, proclamó muy cara de palo: “Hago donación de mi persona a Francia”. Esa es la motivación primera de los aspirantes al deslustrado sillón de O’Higgins (¿porqué te ríes?)

Nadie pide que hagan prueba de elocuencia, aun menos de laconismo. Bastaría con que supiesen y practicasen la regla básica de la sintaxis que se resume en “sujeto-verbo-predicado”. Si además los significantes fuesen portadores de algún significado podríamos postularles al premio Nobel. Hay mañas para eso.

Antes de abrir el tarro, estos pinches candidatos –hombre o mujer, tanto da– debiesen reflexionar en las palabras del gran actor Fabrice Luchini, quien en sus horas libres afirmó:

“Tomar la palabra en público es la exégesis inaudita de una inesperada fuga hacia la ilusionada catarsis para la cual la alegoría onírica no refleja nada sino una estética confusa y deletérea…”

Vista la vacuidad del discurso político, –manifestación refleja de la inoperancia de sus neuronas y del desfallecimiento generalizado de lo que les queda de sinapsis activas–, comprender las palabras de Luchini podría llevarles más tiempo del que lleva hacer acto de candidatura. Pero nos ahorraría vergüenzas ajenas, bochornos varios y desazones de Enterobius Vermicularis, oxiuros que en Chile llamamos piduyes.

La degradación de la Educación, desde el advenimiento de la dictadura hasta el día de hoy, hace que nuestros émulos de Cincinnatus no sepan de qué va la retórica, lo que puede ser excusable visto que para dar órdenes cuarteleras no hace falta, pero lo imperdonable es que les vale madre. Así, el ‘conjunto de reglas o principios que se refieren al arte de hablar o escribir de forma elegante y con corrección con el fin de deleitar, conmover o persuadir’, les toca una sin mover la otra.

Por su parte, la elocuencia cayó en desuso a partir del 11 de septiembre de 1973, día a partir del cual la sublime evocación de nuestras señoras madres, acompañada las más de las veces por una referencia explícita al mal uso nuestro esfínter anal y otras intimidades anatómicas, remplazó útilmente los arcanos de las cualidades argumentativas.

Luengos y muy estructurados discursos políticos fueron ventajosamente remplazados por una orden gritada en modo gutural –en plan ¡Adelante marrrr!– y engalanada con floridos CTMs y alusiones a la calidad de victus que conviene a quien sufrió una rectoscopia involuntaria, o en su defecto un examen proctológico forzado con instrumentos extremadamente naturales.

Vae victis… proclamó el jefe galo Brennus, ¡Ay de los vencidos!, luego de derrotar a los romanos y tomarse la Ciudad Eterna por cuya liberación pidió lo que le saliera de los cojones. Algo así como la desgracia que se abatió sobre Chile ese día de septiembre. ¡Ay de los vencidos!: el 10% de las ventas de Codelco nunca satisfizo la voracidad de los generales quienes, inspirados en el vencedor de la batalla de Alia (387 AnE), sacan la espada –en realidad una tartamuda– cada vez que son sorprendidos vaciando la caja.

Lo curioso es que la jerga cuartelera se impuso en el discurso cotidiano al punto de convertirse en singular elemento de la identidad patria. Lo que ni siquiera nos ofrece la ventaja del laconismo. Como seguramente sabes, la palabra nos viene de la Grecia antigua, más precisamente de la región de Laconia, también conocida como Lacedemonia, porción del Peloponeso cuya ciudad más importante fue Esparta.

Los espartanos no le hacían mucho a la cháchara y se caracterizaron por breves pero contundentes frases llenas de grave y profundo sentido. Lo que ahora designamos como laconismo. Si viste la peli “300” sabes que Leónidas fue advertido del gran número de arqueros del que disponía Jerjes, cuyas “flechas cubrían el sol y volvían noche el día”. Entonces, el soldado espartano Dienekes entregó la respuesta cáustica y definitiva: “Tanto mejor; lucharemos a la sombra”.

Luego, Jerjes, convencido de que al ver la magnitud de su ejército los espartanos huirían espantados, le envió un mensaje a Leónidas que, resumiendo, decía: “Entregad vuestras armas o bien seréis aniquilados”. La respuesta de Leónidas fue otro ejemplo de laconismo: “Ven a buscarlas”.

Hay ejemplos de laconismo aun más breves y sabrosos. Alguna vez, hacia el año 338 AnE, el rey Filipo II de Macedonia quiso dominar Esparta antes de invadir Persia. Escribióles pues una larga epístola extremadamente diplomática, llena de elogios, en la que les invitaba a unirse a “la coalición de pueblos griegos liderada por Macedonia”.

Filipo ya había sometido unas cuantas ciudades griegas, y describió lo que ocurriría si los espartanos no se rendían a sus argumentos: “Si gano esta guerra, Uds. serán esclavos para siempre.” “Os aconsejo someteros inmediatamente, porque si conduzco mi ejército a vuestro territorio, destruiré vuestras granjas, mataré a vuestro pueblo y arrasaré vuestra ciudad”.

Los espartanos se contentaron con una muy lacónica respuesta. Ahorrando pergamino, la escribieron en el dorso de la misma carta: “Si…”

Filipo entendió esta respuesta como una declaración de guerra. De modo que marchó sobre el Peloponeso. Pero antes de invadir intentó nuevamente la vía diplomática y envió otro mensaje: “Me dirijo a Esparta. ¿Cómo queréis recibirme? ¿Como amigo o como enemigo?”

Agis III, rey espartano, respondió con otro laconismo: “Ni lo uno, ni lo otro.”

Comparado al cacareo insulso de nuestra costra política parasitaria estas pocas palabras valen una biblioteca, incluyendo todos los tratados disponibles de semiótica, etimología, filología y sintaxis, sin olvidar un ejemplar del Silabario Hispanoamericano destinado a los parlamentarios.

Como te decía, más de alguna vez escuchaste a un político, a un economista o a un experto, quedándote en Babia con la impresión de que no dijo nada…

 

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