La Torre de Constancia

Marie Durand, mujer que resistió…

Por Luis Casado

El amor al prójimo predicado por la Iglesia siempre tuvo excepciones y lo supe desde el catecismo. Las dos hermanas solteronas que se sucedían en la transmisión del dogma y la verdad revelada a los niños de mi barrio pronunciaron condenas tan o más definitivas que una sentencia de la Inquisición contra un apóstata relapso: quedaban excluidos de nuestro virginal amor al prójimo los comunistas, los judíos y los canutos.

A nuestras ingenuas preguntas las hermanitas Meneses respondieron con argumentos inapelables e irredargüibles: los comunistas porque no creen en Dios, los judíos porque mataron a nuestro Señor Jesucristo, y los canutos porque no creen en la Virgen María. Para mí los canutos eran ralas filas de pringaos desfilando en orden, cantando loas al Señor y dirigiéndole encendidas prédicas al vacío, visto que las más de las veces nadie las escuchaba.

Más tarde supe de los cismas, del protestantismo y las guerras de religión que en Francia duraron no menos de tres siglos. Los católicos no soportaban a los protestantes. Se ve que los canutos les producían erisipela aguda, agravada por repetidas crisis de anafilaxia recurrente, resistente a los más poderosos antihistamínicos del más amplio espectro.

Por tales buenas razones adoptaron la sana costumbre de quemarles vivos por heréticos, cortarles en menudos pedacitos como a T-1000 en Terminator el Juicio Final, hervirles a fuego lento para obtener un caldo espeso y sabrosón, o bien enviarles a las oubliettes, recurso del genio galo que consiste mayormente en ponerte en los subterráneos de los subterráneos de una fortaleza y olvidar definitivamente que alguna vez te vimos.

La Torre de Constancia sirvió de olvidadera y si alguna vez pasas por la ciudad amurallada de Aigues-Mortes –situada en la Occitania francesa– te recomiendo visitarla: cuestión masacres, torturas y sórdidas prisiones… vale el desvío.

Con el edicto de Nantes (abril de 1598) Henri IV le garantizó la libertad de conciencia y de culto a los protestantes calvinistas. De ese modo Henri IV –protestante él mismo, tuvo que convertirse al catolicismo para acceder al trono– le puso fin a las Guerras de Religión que convulsionaron a Francia durante el siglo XVI y cuyo punto culminante fue la Masacre de la Saint-Barthélemy (agosto de 1572), en la cual él mismo estuvo a punto de palmarla.

El edicto fue una suerte de borrón y cuenta nueva. Su primer artículo dice:

“Que la memoria de todos los acontecimientos ocurridos entre unos y otros tras el comienzo del mes de marzo de 1585 y durante los convulsos precedentes de los mismos, hasta nuestro advenimiento a la corona, queden disipados y asumidos como cosa no sucedida. No será posible ni estará permitido a nuestros procuradores generales, ni a ninguna otra persona pública o privada, en ningún tiempo, ni lugar, ni ocasión, sea esta la que sea, el hacer mención de ello, ni procesar o perseguir en ninguna corte o jurisdicción a nadie.”

Después de Philippe le Bel (1268-1314), Henri IV contribuyó poderosamente a separar el Estado y la Iglesia y a imponer el poder político por encima del poder del Papa. Francia dejaba de ser una nación identificada con una religión, para transformarse en un reino –más tarde república– en la que todos su habitantes tenían libertad de conciencia. Como puedes imaginar, los integristas no se dieron por vencidos. De modo que en el año de gracia de 1685, Louis XIV –el rey Sol– revocó el edicto de Nantes y prohibió el protestantismo en Francia.

La paternal preocupación de Louis XIV por sus amados súbditos lo llevó a lanzar las “dragonadas”: soldados de su ejército se instalaban en los domicilios de los protestantes hasta que se convirtiesen al catolicismo, so pena de servir de carne de picadillo. Hay argumentos cuyo poder de convicción le disputan en eficacia a las parábolas del Señor.

Entre las víctimas se cuenta Marie Durand, nacida en una aldea de la región del Vivarais que ahora llamamos Ardèche. La familia Durand practicaba su fe clandestinamente. Sorprendidos por los soldados del rey gracias al chivatazo de un vecino, la madre de Marie desapareció. Su padre fue detenido y encerrado en el fuerte de Brescou. Su hermano Pierre, detenido en 1732, fue ejecutado en Montpellier. El amor al prójimo desbordaba. Marie y su esposo también fueron arrestados (1730).

Marie, una joven de apenas 19 años, no pudo impedir que la misericordia y la piedad diesen con sus huesos en la Torre de Constancia.

Erigida a partir de 1242 por Louis IX, –sobre los restos de la torre Matafère construida por Carlomagno allá por el año 790–, la Torre de Constancia debía albergar los soldados de la monarquía. No obstante, a principios del siglo XIV Philippe le Bel la usó para encarcelar a los templarios. Gracias a la revocación del edicto de Nantes, sirvió de prisión para las mujeres heréticas: todo un programa.

La torre tiene un diámetro de 22 m y su altura en la cumbre es de 33 m. El espesor de los muros en la planta baja es de 6 m. La planta baja está además rodeada por una fosa. En el primer piso hay una sala, en donde encarcelaron a las protestantes, entre ellas Marie Durand. Marie tenía 19 años, eso ya lo sabes. Lo que ignoras es que Marie estuvo allí 38 años…

Tiempo suficiente para grabar, –anda a saber cómo–, grabar en la piedra del brocal del pozo digo, una palabra: Resistir.

Eso hizo Marie Durand: resistir. Y no bajar jamás la guardia. Nada ni nadie, ni siquiera el dios de los católicos, logró hacerla traicionar a los suyos. Marie era la más joven de las treinta prisioneras enmuradas. Pero su fe se afirmó. El sacrificio de los suyos y su coraje le ganaron el respeto de las demás ‘olvidadas’ vivas.

Marie les dio ánimo a las más débiles, luchó contra la abjuración que podía abrirles las puertas de la prisión, y se transformó en el alma de la resistencia a la jerarquía católica y a Louis XIV.

Después de 38 años enmurada en la Torre de Constancia, Marie fue liberada en 1768. Retirada en su aldea de Ardèche, murió ocho años más tarde, en 1776. Sin haberse rendido.

En eso estaba cuando tuve que interrumpir mis lecturas: recibí dolidas quejas a propósito de la renuencia de algunos descreídos –cabecitas duras– a sumarse a una ‘lista única’ de la oposición en la payasada de las elecciones convencionales.

Arcaicos irreductibles, heréticos, adolecen de una tensa rigidez en las cervicales, lo que les impide bajar la cabeza para mirarse los zapatos. O las converse, anda tú a saber.

Marie Durand, que nunca bajó la cerviz, hubiese aconsejado Resistir

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