La segunda presencia musulmana

Por André Jouffé y ONG OpenMind

En estos años bélicos y de cuestionamientos, hay quye recordar que en tiempos de los moros, la ola proveniente de lo quje era el Magreb y los países árabes dejaron un legado cultural e idiomático maravilloso.

Entonces era un afán de conquista expansiva y cultural..

A diferencia de la presencia judía, que se limitó a cobrar los impuestos para los soberanos en varios países lo cual le valio unplus de antisemitismo, en lo aquitectónico, pictorico ni musical dejaron algo imperecedero.

La cultura judía se manifiesta recién a mediados del siglo XIX con la música y más adelante con el vanguardismo de lo abstracto, los Chagall y compañía.

Esos son fundamentos superficiales pero válidos.

Unos veinticinco millones de musulmanes viven en los veintiocho Estados miembros. Cuando llegaron en busca de trabajo resultaban necesarios para sectores calificados como “difíciles, sucios y peligrosos”. En los años 80, se les empezó a percibir no como inmigrantes de Marruecos, Pakistán o Turquía, sino como “musulmanes” que ponían en peligro el tejido social europeo. Los atentados perpetrados por minúsculos grupos de fanáticos y la radicalización de miles de europeos de origen musulmán han hecho resurgir un sentimiento antimusulmán. A menos que haya un esfuerzo por parte de los inmigrantes para integrarse y cierta apertura por parte de las sociedades, las tensiones resultarán preocupantes.

La presencia de unos veinticinco millones de musulmanes en los veintiocho países de la Unión Europea está planteando hoy debate, polémica, miedo y hasta odio. Nunca antes habíamos presenciado este clima de sospechas mutuas entre musulmanes y el resto de las sociedades en Europa. Las encuestas de opinión pública en nuestro continente muestran cada vez más temor y antagonismo hacia los musulmanes europeos, vistos como amenaza para las identidades nacionales, para la seguridad interna y para el tejido social. Al mismo tiempo, los musulmanes están convencidos de que la mayor parte de los europeos rechazan su presencia y denigran y ridiculizan su religión.

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Pero no es fácil. ¿Cómo puede Europa alentar la integración musulmana en estados laicos? La radicalización y el extremismo, ¿tienen que ver con la marginación económica, o son producto de un discurso que divide el mundo en dos bandos, “nosotros y ellos”? El extremismo, ¿tiene su origen solo en la fe? En tal caso, ¿por qué un extremista noruego mató en 2011 a docenas de compatriotas suyos, que no eran musulmanes? Los Estados europeos siguen enzarzados en estas espinosas cuestiones, sin llegar a ser capaces de articular una respuesta coherente.

En este texto sostengo que muchos musulmanes se están trasladando a Europa de forma definitiva, que la inmensa mayoría quiere vivir en paz, que las políticas europeas de integración han sido erráticas e incoherentes, y que solo una minúscula minoría de musulmanes se dedica a actividades radicales.

Históricamente, la presencia del islam en Europa no es un fenómeno nuevo. A partir del 711 los musulmanes conquistaron amplios territorios en la orilla norte del Mediterráneo, y establecieron califatos y emiratos, sobre todo en la península ibérica, durante más de siete siglos. La caída del último Emirato de Granada en 1492 marcó el final de la dominación política musulmana en España. Más tarde, la Inquisición motivó la expulsión de judíos sefarditas, musulmanes y conversos.

Obviamente, no todos los trabajadores migrantes de los años cincuenta en Europa eran musulmanes pero, dado que el territorio inmediatamente circundante está formado por países musulmanes tanto en el norte de África como en Oriente Medio, colonizados sobre todo por países europeos, no es de extrañar que la mayoría de los trabajadores migrantes en Europa sean musulmanes. Esos trabajadores dejaron sus países en los años cincuenta y sesenta buscando empleo, ventajas sociales y mayores remuneraciones. En su inmensa mayoría, la primera generación de inmigrantes se componía de jóvenes que no venían a quedarse definitivamente, sino a reunir ahorros suficientes para, por ejemplo, construir una casa, abrir una tienda o comprar un taxi; en general, para preparar un triunfal regreso a su patria. Puesto que se consideraban afincados solo temporalmente, estos inmigrantes –solteros o casados– remitían casi un 80% de sus salarios a sus familias.

En conjunto, estos trabajadores contribuyeron al boom económico de muchos países europeos, construyendo carreteras y vías férreas, trabajando en las minas de carbón, limpiando calles y oficinas y, en general, haciendo aquellos trabajos que los europeos no querían hacer. Hasta 1970 no hubo ningún “problema” de la inmigración, y mucho menos un “problema” musulmán, en Europa occidental. Los inmigrantes eran en general invisibles en los lugares públicos, no tenían demandas concretas con respecto a su religión porque no pensaban quedarse, y no sufrían discriminación ni prejuicios porque contribuían al bienestar de las sociedades europeas. No había islamofobia, aunque existía el racismo clasista. En resumen, la inmigración se veía como un regalo, no como una carga y mucho menos como una amenaza.

A principios de los años setenta finalizó la bonanza económica europea. La gota que colmó el vaso fue la crisis del petróleo en 1973; la “pajita que le partió la espalda al camello”, como dicen los árabes. A partir de ese año, los países europeos adoptaron leyes para restringir la inmigración normal pero, al mismo tiempo, relajaron las restricciones de la reunificación familiar. Los inmigrantes se apresuraron a traer a sus familias. En términos estadísticos, la población inmigrante creció significativamente en las décadas de 1970 y 1980; económicamente, la proporción de trabajadores de este colectivo cayó en picado. Desde el punto de vista sociológico, se produjo un proceso de feminización de los inmigrantes, y al mismo tiempo la presencia de niños inauguraba.

Por lo tanto, es menester concebir que la mayoría musulmana quiere vivir en estándares europeos, aborrece de la violencia pero sólo exige respeto por sus tradiciones.

No es de  extrañar que la ultraderecha se alimente de su presencia y paradojalmente las comunidades judías en Europa, también.

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