Manuel Cabieses Donoso
La tripa vacía es peligrosa consejera. La historia universal del hambre señala que el ruido de tripas es un polvorín social. Sin embargo, el hambre no es necesariamente precursor de revoluciones. La revolución necesita otros factores ausentes de los estallidos de furia de masas famélicas. Si el hambre desatara revoluciones, el mundo ya habría cambiado de faz. La ONU calcula que 820 millones padecen hambre, y 43 millones están en América Latina.
Cuando el hambre alcanza el escalón de protestas y saqueos, los gobiernos responden con balas. Masacran masas indefensas. En una revolución, en cambio, las balas de ida también vienen de vuelta.
Una revolución no siempre triunfa. Pero incluso cuando pierde convierte a esclavos en héroes. Un ejemplo: la Comuna de París de 1871.
Chile hambriento y enfermo, desnudo de los falsos oropeles que el yugo neoliberal ataba a su cuello, se prepara para lo peor. ¿Qué viene? ¿El estallido del hambre y cesantía post pandemia, o la irrupción de una alternativa revolucionaria? El Estado oligárquico tiene conciencia que octubre del año pasado fue el comienzo del fin. No sólo ocurrió un “estallido social”, como lo bautizó la lexicografía mediática. La violencia del 18 de octubre y la marcha una semana después de un millón doscientas mil personas que exigían terminar con la institucionalidad de los privilegios, forman parte de un proceso insurreccional. Se caracteriza por su pluriclasismo y por su prolongación soterrada en el tiempo. Es un proceso al que la pandemia ha impuesto un paréntesis. Pero que sin embargo continúa larvado buscando identidad, programa y una dirección creativa.
Mientras organizaciones sociales y políticas continúan divagando en las tinieblas de la confusión, el Estado oligárquico cava trincheras y refuerza sus líneas defensivas. Se incrementan las compras de equipos, armamentos y nuevas tecnologías de inteligencia. Las adquisiciones van desde vehículos blindados para Carabineros hasta fragatas para la Armada. Las cuarentenas sanitarias y el toque de queda se utilizan para afinar los planes de ocupación militar de ciudades. Más de 20 mil efectivos del Ejército, Armada y Fuerza Aérea se han sumado a 60 mil carabineros en el patrullaje del país. En este ejercicio participa la Brigada de Operaciones Especiales (BDE) del Ejército: los temidos boinas negras, también enviados a “pacificar” La Araucanía.
Por su parte el Congreso, dócil instrumento del sistema, está adobando una Ley de Inteligencia que legaliza los agentes infiltrados y los soplones tarifados en las organizaciones sociales y políticas.
El gobierno aprovecha el estado de catástrofe decretado en marzo para aceitar los engranajes de la maquinaria represiva. Sabe que el proceso insurreccional está latente. La agitación social se mueve en las ollas comunes, en los comprando juntos, en las redes sociales, en las juntas de vecinos, en miles de micro organizaciones populares que actúan bajo la costra institucional. Es el factor subjetivo que produce la masiva desobediencia civil a las autoridades sanitarias, que lamentablemente agrava la pandemia. El pueblo -aún a riesgo de su vida- desconfía de toda autoridad institucional a la que no reconoce legitimidad.
Eso explica que el gobierno esté en una desesperada búsqueda de cómplices de la eventual represión post pandemia. Intenta que los desteñidos protagonistas del “Acuerdo por la Paz Social y Nueva Constitución” del 15 de marzo, se vuelvan a uncir a otro pacto tan inútil como aquel. Los partidos que firman tales acuerdos son escombros políticos. Sus tretas comunicacionales no tienen otro destino que el foso de instituciones y partidos en extinción.
Para calmar el hambre el gobierno promete distribuir 2 millones 500 mil cajas de alimentos. Ese programa ha dejado al descubierto la debilidad del aparato estatal para cumplir tales misiones que exigen organización y conciencia del pueblo. La corrupción corre a parejas con el exhibicionismo de la caridad. El hambre de muchos se convierte en el negocio de unos pocos y en instrumento de cohecho político. La crisis de la seguridad alimentaria en que el modelo neoliberal sumió al país, es evidente. Más del 60% del contenido de las cajas de alimentos son productos importados. Chile no produce los alimentos que necesita su población. Menos del 4% de la superficie cultivable se destina a legumbres que eran las proteínas vegetales por excelencia del consumo nacional (1). Ya no se puede decir: “es más chileno que los porotos”, porque junto con garbanzos y lentejas, los porotos se importan de Canadá, Argentina y Asia. Pero además se nos amenaza dejar vía libre a las semillas transgénicas que envenenan a buena parte de la humanidad. Numerosos tratados de libre comercio nos hacen dependientes del abastecimiento del mercado externo y de la especulación de los precios internacionales. La próxima Convención Constituyente deberá revisar esos TLC para inscribir en la nueva Constitución la seguridad alimentaria como un derecho del pueblo.
Si bien desempleo y hambre podrían derivar en derroteros demagógicos o de extrema derecha, la alternativa de Izquierda es la compuerta abortar esa amenaza. La conciencia y organización del bagaje ideológico de la Izquierda, podrían hacer que el hambre y cesantía se convirtieran en ariete social y no en carne de cañón.
En Chile estamos lejos de las exigencias que el sentido del momento histórico reclama de la Izquierda. Remover los dogmas culturales del neoliberalismo, permitiría a la Izquierda alcanzar la estatura de una alternativa de poder.