Por Luis Casado
La manía de los orígenes y de la genealogía de cosas, ideas, costumbres, historias, tradiciones, pensamiento, hábitos y cocinas, suele jugarme buenas pasadas. Si encuentro una hilacha, no resisto a la tentación de tirar del hilito. Lo que obtienes suele ser sorprendente y me llevó a acuñar ese aforismo que afecciono: “No hemos inventado nada”.
El capitalismo por ejemplo. Durante décadas me negué obcecadamente a hacerle caso a Max Weber, un tipo abundantemente citado por enteraíllos que en nuestra juventud descreída y sardónica apodábamos los “sobacos ilustrados”. Un “sobaco ilustrado” –cuyas axilas son refugio y albergue de libros raras veces leídos pero sí abundantemente comentados– es un embrión de experto.
Servidor no logra integrarse en el cerebelo la tesis weberiana de un capitalismo surgido gracias al carácter rigorista, autoritario, puritano y patriarcal de los protestantes. ¿Porqué? Ya te explico. En su libro La Ética protestante y el espíritu del capitalismo, Weber escribe:
“Esta ética está enteramente despojada de todo carácter eudemonista, incluso hedonista. Aquí, el summum bonum (el soberano bien) puede expresarse así: ganar dinero, siempre más dinero, privándose estrictamente de los goces espontáneos de la vida. (…) La ganancia devino el fin que el hombre se propone, y no le está subordinada como medio de satisfacer sus necesidad materiales.”
No sé tú, pero servidor no comprende que las ansias de lucro constituyan un fin en sí mismas, que la permanente acumulación no tenga otro objetivo que el de la acumulación permanente.
El capitalista, según Weber, es una suerte de Scrooge McDuck (tío Gilito, o Rico McPato) cuya única satisfacción consiste en zambullirse en su piscina de monedas de oro. McPato no disfruta de su inmensa fortuna: vive de mirarla, protegerla y hacerla crecer. Para Weber, la formación de este ethos resulta de las doctrinas de Lutero y Calvino.
Justamente, los protestantes son adeptos de la doctrina de la predestinación, heredada de San Agustín. ¿Qué es eso? Según Calvino el paraíso depende de una decisión arbitraria de Dios y no de las buenas o malas acciones realizadas en vida, como creen los católicos. ¿Cómo saber si eres un predestinado? Una buena señal es tu éxito o tu fracaso en la vida económica. Visto así, el riquerío está en la gracia de Dios y, por vía de consecuencia, los miserables no califican.
Para no incurrir en motivos que pudiesen privarlo de la buena señal, el riquerío –cualquiera sea el nivel de riqueza y de bienes acumulados–, se priva de consumir la riqueza atesorada. La vida del protestante será siempre ascética y austera. He ahí el espíritu del capitalismo según Weber.
Ahora bien, si sacas la cabeza por la ventana, tienes la impresión que quienes viven una vida ascética y austera son más bien los pringaos, lo que puede explicar mi escepticismo ante el relato weberiano. La observación cotidiana de la pobreza y la miseria hace desconfiar de la teodicea –modo de justificar Dios a pesar del mal que reina entre los hombres– que inculca el clero y que evoca Weber.
No puedes ver el rostro puritano y ascético del capitalismo, porque lo que pone en evidencia es su trasfondo perverso, egoísta, irracional, individualista e inmoral.
San Agustín anunciaba que la tierra de los hombres sería el lugar de un enfrentamiento entre dos reinos posibles, fundados en dos amores diferentes. Uno, procedente del amor de Dios llevado hasta el desprecio de sí mismo (amor Dei usque ad contemptum sui), el otro del amor de sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios (amor sui usque contemptum Dei).
De estos dos amores, dice San Agustín, uno es santo y el otro impuro. El amor de Dios, está orientado hacia el prójimo, y por ello también le llama amor socialis. El amor de sí mismo subordina el bien común a su propio poder en vistas de una dominación arrogante. El amor Dei quiere para el prójimo lo que quiere para sí mismo. El amor sui somete al prójimo a su propio interés. Enfrentamiento entre altruismo y avaricia. De un lado Dios y el amor social. Del otro el diablo y el amor propio que no escucha sino su interés propio.
Visto así, es difícil justificar el desarrollo del capitalismo, modo de producción cuyo elemento motriz es el egoísmo contrario a la voluntad divina.
Afortunadamente, si algunos piadosos teólogos consagraron tiempo y dedicación a justificar la usura, o sea el crédito con intereses considerado por la Iglesia como un pecado mortal, no faltaron los pensadores que buscaron la falla en el razonamiento de San Agustín para justificar el amor sui y consagrar el reino de la avaricia y el egoísmo. Esa búsqueda cristalizó más de mil años más tarde, gracias a Bernard Mandeville, que propuso una visión exactamente opuesta a la de San Agustín.
La evolución comienza con Blaise Pascal, católico ferviente al punto de vivir atormentado por su concupiscencia de la ciencia y el saber. El amor de sí mismo lleva al hombre a ser dominado por tres libidos. La libido sentiendi, que proviene de las pasiones sensuales, la libido dominandi, que procede del deseo de poseer cada vez más y de dominar al prójimo, y la libido sciendi, que toca la pasión de ver, concebir y saber. Estas tres concupiscencias, producto del amor sui (amor de sí mismo), se oponen al amor Dei (el amor de Dios).
Pascal, que buscó vivir en coherencia con su fe y al mismo tiempo con sus extraordinarias dotes de científico, es el autor de un libro titulado Alea Geometria (geometría del azar), del cual nacieron el Cálculo de Probabilidades y más tarde la Teoría de los Juegos (muy utilizada por los economistas).
Para hacerse perdonar por la divinidad, y poner en práctica sus teorías, Pascal inventó su célebre apuesta: apostar por la existencia de Dios. Si Dios existe… te ganas el premio mayor. Si Dios no existe… no pierdes nada (Pascal. Los Pensamientos. Fragmento 397).
En realidad Pascal no probó la existencia de Dios, sino el interés del hombre en creer que existe. Jugó Dios al cara o cruz. De ese modo, a partir de la concupiscencia y del propio interés, se puede acceder a un orden superior.
En el fragmento 106, Pascal escribe: “La grandeza del hombre es haber sacado de la concupiscencia un orden tan bello”. Pascal le tuerce la nariz a San Agustín: declara que a partir de un interés egoísta es posible obtener un orden admirable.
Alumno y amigo de Pascal, Pierre Nicole llevó el razonamiento mucho más lejos preguntándose: “¿No podría ser que esta enfermedad, el amor de sí mismo, sea el remedio?” Nicole sugiere que el amor propio, egoísta, puede ser “ilustrado”, y formula el proyecto de reformar enteramente el mundo gracias al amor sui.
Blaise Pascal influyó en Pierre Nicole, y Pierre Nicole en Pierre Le Pesant de Boisguilbert, precursor de la “ciencia” económica moderna. Para Boisguilbert existe una “autoridad superior y general”, una Providencia, que mantiene el equilibrio de los mercados. ¿La mano invisible?
A Boisguilbert le sucedió cronológicamente Pierre Bayle, protestante calvinista, que consolidó el lugar eminente que había que acordarle al amor propio. A este punto, dos tercios del pensamiento agustiniano están derrotados. Pascal legitimó la libido sciendi asociada a su pasión de saber, mientras que Nicole y Bayle liberaron la libido dominandi de toda condena, cantando la pasión de enriquecerse y de acumular.
Bernard Mandeville terminó el trabajo. Calvinista holandés de origen francés, inmigrado a Londres en el año 1691, médico, Mandeville lanzó la hipótesis que gran parte de los sufrimientos físicos resultan del sometimiento de cuerpos concupiscentes y sensuales a prohibiciones provenientes de un relato religioso.
Mandeville constató que hacer hablar a los histéricos, a los hipocondríacos y otros maníacos para hacerles expresar lo que no osaban enunciar, les ayudaba y reducía los síntomas como si se les absolviese de un pecado. Tres siglos antes de Sigmund Freud…
De ahí a pensar que si es posible liberar individualmente a los pacientes, tal vez se pudiese liberar a la sociedad colectivamente, no había sino un paso que Mandeville dio alegremente. Dicho de otro modo, podría ser que la liberación de las pasiones concupiscentes trajeran consigo la opulencia de la sociedad, allí donde su rechazo y represión generaban miseria y decadencia.
Poniendo manos a la obra, Mandeville –traductor de Jean de La Fontaine al neerlandés y al inglés– escribió su célebre Fábula de las Abejas, titulada inicialmente La Colmena descontenta o los Rufianes devenidos Honestos. De ese texto es conocido el aforismo: Los vicios privados hacen la virtud pública.
La tesis principal de Mandeville es clara: las actitudes, los caracteres y los comportamientos generalmente considerados como el desastroso efecto sobre el individuo de una de las tres concupiscencias o libidos (pasión de saber, ansias de lucro, lujuria, libertinaje, corrupción, prostitución…) son en realidad la fuente de la prosperidad general y favorecen el desarrollo de las artes y las ciencias.
El nuevo mandamiento será: “Sea Ud. tan ávido, egoísta y gastador en su propio placer como pueda serlo, porque así hará lo mejor que pudiese hacer para la prosperidad de su nación y la felicidad de sus conciudadanos”.
De ese modo es posible estimar que la guerra contribuye al bien común, el robo contribuye al bien común, la prostitución y la lujuria contribuyen al bien común, el alcohol y las drogas contribuyen al bien común, la contaminación contribuye al bien común…
Adam Smith, en su conocida obra La Riqueza de las Naciones (1776), texto fundador de la teoría económica capitalista, escribe: “No es de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero que esperamos nuestra cena, sino más bien del cuidado que le ponen a la búsqueda de su propio interés. No confiamos en su humanidad, sino en su egoísmo”. Smith se guarda bien de mencionar a Bernard Mandeville, de quien se inspira y a quien le copia.
Vilfredo Pareto, economista, teórico del neoliberalismo (1848 – 1923), pudo afirmar sin sonrojarse: “Si robas 10.000 quiere decir que vales más que aquel que gana 100 honestamente”. Gracias a Mandeville quién –antes que Pareto– había hecho la apología del robo.
Emmanuel Macron, presidente de Francia, pudo afirmar públicamente (2017): “Ud. se cruza con gente que tiene éxito y otros que no son nada”. Frase deliciosamente Mandevilliana.
Joseph Towsend, bondadoso clérigo británico, a propósito de los mejores mecanismos para estimular la laboriosidad, escribió en su Disertación sobre los Pobres (1786): “… el hambre es no solo un medio de presión pacífico, silencioso y constante, sino que como es el móvil más natural para la laboriosidad y el trabajo, suscita el esfuerzo más potente”.
A partir de Mandeville, toda compasión hacia el prójimo parece condenada como insana y contraria al interés de la sociedad en su conjunto. Así, Daniel Defoe –autor de Robinson Crusoe– le escribió al Parlamento británico pidiéndole eliminar las ayudas a los pobres (Dar Ayudas no es Caridad y darle Empleo a los Pobres es un Daño a la Nación – 1704).
El conocido economista Thomas Malthus, en su Ensayo sobre los Principios de la Población (1798), escribió: “Se puede decir que la ayuda a los pobres crea los pobres que ayuda”.
Todos ellos se introdujeron por la puerta que Mandeville abrió ampliamente al escribir en su Fábula de las Abejas: “Para que la sociedad sea feliz y el pueblo esté contento incluso de su penosa suerte, es necesario que la gran mayoría permanezca tan ignorante como pobre.”
Mandeville era capaz de mucho más: en 1723 denunció las instituciones de caridad para los niños pobres. Y sugirió abrir burdeles.
Coherente con sus ideas, en 1727 publicó un libro titulado Modesta Apología de las Casas de Putas, traducido inmediatamente al francés como Venus la Popular. Voltaire se lo regalaba a sus amigos. Allí Mandeville prevé la cantidad optima de los burdeles necesarios en Londres, un centenar, regentados por 100 cabronas, y albergando 2 mil mujeres repartidas en cuatro clases: “ocho señoritas que tendrían derecho a exigir treinta soles”, “seis personas a las que se les pagaría un escudo”, cuatro a “media guinea”, “y la primera clase (…) con dos señoritas a las que se las pagaría una guinea por tan delicado manjar” (sic).
Cada burdel tendría una enfermería con médicos y cirujanos para controlar la buena salud de las hetairas y de los niños nacidos de los encuentros venales, bajo la supervisión de “comisarios y bajo la autoridad de un augusto cuerpo compuesto de eclesiásticos y seculares”. Se ve que Mandeville pensaba en la creación de empleo (a mi modo de ver, Mario Vargas Llosa, autor de Pantaleón y las visitadoras, le debe un puñado a Mandeville).
Así, precisa Dany-Robert Dufour a quien le debo buena parte de las referencias aquí utilizadas, “Dios, en su inmensa bondad, previó todo: Los hombres no deben reprocharse sus vicios, muy por el contrario, deben vivirlos sin vergüenza, sin empacho, puesto que de sus bajezas nacerá una nueva virtud. La que permitirá, por fin, salir de la penuria para acceder al mundo de la riqueza y de la abundancia.”
El utilitarismo inglés afirmará que el carácter justo o injusto de cada acción está determinado por el carácter bueno o malo, útil o no, de sus consecuencias. Jeremy Bentham –economista utilitarista– pudo afirmar (Deontología – 1834) que “el principio que defendía (Mandeville) no era otro (…) que el de la maximización de la felicidad.” La felicidad, según el utilitarismo inglés, es la maximización de los vicios privados.
En Francia, Jean-Baptiste Say (1767 – 1832) fundó el liberalismo económico moderno en torno a su receta mágica del laissez-faire (haz lo que te de la gana), la desregulación. En la era de nuestra admirable modernidad el liberalismo puede resumirse en la frase: “Hay que dejar actuar las pasiones humanas, especialmente el egoísmo con el que cada cual defiende sus intereses privados.”
En una entrevista a la revista Women’s Own de octubre de 1987, Margaret Thatcher pudo declarar que la sociedad no existe (there is no such thing as society). Solo existe el individuo, practicando sus pulsiones y pasiones, su concupiscencia y sus libidos, su amor de sí mismo, su egoísmo, libremente, habida cuenta que de los vicios privados surge el bienestar público.
El puritanismo, el ascetismo, el rigor, la austeridad, la sobriedad y la moderación que según Weber presiden la acción del capitalista no son sino un cuento. Entre robar y no robar, más vale robar, sobre todo si –como demuestra el premio Nobel de economía Gary Becker– robar es rentable. Su premio Nobel, Gary Becker se lo debe, entre otras cosas, a ese admirable descubrimiento.
La corrupción, el dolo, la estafa, el vicio, la prevaricación, el robo, la agresión, la trata de blancas e incluso la pedofilia, forman parte de la masa de actos que contribuyen al desarrollo de la riqueza y de la abundancia para todos.
Gozar o no gozar no es un dilema. Es una orden. A San Agustín le pueden dar morcilla.