Por Luis Casado
Conociendo al personal, sé que estás pensando en la magnífica obra de Roy Lewis “Por qué me comí a mi padre”.
Para quienes no se deciden a entrar en el prolífico estudio del Pleistoceno, nunca fueron a clases de Antropología, confunden el Eón Hádico con un weón sádico, y la Era Paleoproterozoica con la aparición en política de Ricardo Lagos (hay un par de años de diferencia), debo decir que el libro de Lewis ofrece una irónica mirada del advenimiento del progreso tecnológico a una tribu prehistórica, y de los hitos que marcaron la evolución de los homínidos, empezando con la domesticación del fuego.
Tales virguerías trajeron consecuencias no siempre positivas, incluyendo el desastre de haber convertido a los humanos en la especie dominante del planeta. Con humor irreverente, Lewis construye una ucronía de carácter antropológico, y cuestiona ‘valores’ de la sociedad del siglo XX que todavía son vigentes hoy en día, en pleno siglo XXI.
Edward, homínido precursor, hombre mono visionario, está decidido a dejar atrás los duros y peligrosos tiempos del Pleistoceno. Convencido de que el progreso y la adaptación al medio mejorarán la vida de su horda, convirtiéndola incluso en tribu, dominará el fuego salvaje para convertirlo en una amable fogata que aleja la oscuridad de la noche y a los depredadores de la especie. Edward instala a su gente en una caverna de lo más acogedora (sin cobrarles alquiler), mejora las técnicas de fabricación de herramientas, propicia una mayor productividad en la caza, y fomenta los primeros intercambios del excedente, una suerte de desarrollo hacia mercados externos.
No todo resulta perfecto, por supuesto. El progreso lleva asociada una generosa ración de problemas, –malversaciones, tráfico de influencias, nepotismo, incuria… – y siempre hay quien se opone a las innovaciones. Ese es el tío Vania, hermano de Edward, un ‘arcaico’ convencido de que el mejor camino consiste en regresar a la seguridad de los árboles. Back to the trees! es su lema. Pero Edward no ceja en su empeño. Salir del Pleistoceno depende de ello, aunque una de sus consecuencias haga que Edward termine en calidad de choripán por razones que leerás en el libro.
Pero no. En realidad no. No me refería a este tío Vania, sino al personaje de Anton Pavlovich Tchekhov, el que en su obra de teatro homónima la juega en plan irónicamente reaccionario. En el curso del Primer Acto Sonia declara, a propósito de los árboles:
“…es absolutamente apasionante. Mikhail Lvovitch replanta cada año, y ya le han enviado una medalla de bronce y un diploma. Él lucha para que no destruyan los viejos árboles. Si Ud. lo escucha compartirá su punto de vista. Dice que los bosques adornan la Tierra, le enseñan al hombre a comprender la belleza, y le inspiran altos pensamientos. Los bosques suavizan el rigor del clima. En los países en que el clima es suave se emplean menos esfuerzos para luchar con la Naturaleza, el hombre es más gentil, más tierno. Los hombres de esos países son bellos, flexibles, se conmueven fácilmente. Su forma de hablar es elegante, sus movimientos son gráciles. En ellos florecen la ciencia y el arte. Su filosofía no es triste. Sus relaciones con las mujeres están llenas de nobleza.”
Voinitski, o sea el tío Vania, se cachondea cuando interviene, riendo:
“¡Bravo! ¡bravo ! Todo eso es encantador, pero no es convincente. De modo que (dirigiéndose a Astrov), amigo mío, permíteme calentar mis chimeneas con leña y construir mis hangares de madera.”
La respuesta de Astrov merece recordar que “El tío Vania” fue publicado en 1898. Con esto quiero decir que en mi serie “No hemos inventado nada”, Tchekhov ocupa un lugar destacado. Y tanto, que los miserables del Municipio de Las Condes… ¡le han censurado! ¿Sabrán en Las Condes, –lugar que alguna vez disfrazaron con los perendengues de pueblito amistoso con el forastero–, quien fue Tchekhov? Hay que joderse…
Como quiera que sea, Tchekhov pone en boca de Astrov, esta réplica al tío Vania:
“Puedes calentar tus chimeneas con turba y construir tus hangares con piedra. En fin, corta bosques por necesidad… ¿pero porqué destruirlos? Los bosques rusos sufren bajo el hacha. Miles de millones de árboles mueren. Se destruye el hogar de animales y pájaros. Los ríos llevan menos agua y se secan. Magníficos paisajes desaparecen para siempre. Y todo porque el hombre perezoso no tiene el coraje de inclinarse para recoger su calefacción de la tierra. (hablándole a Elena Andreievna) ¿No es así Señora? Hay que ser un bárbaro insensato para quemar esta belleza en su chimenea, destruir lo que no podemos crear. El hombre está dotado de razón y fuerza creadora para aumentar lo que le fue dado, pero, hasta ahora no ha creado; solo ha destruido. Cada vez hay menos bosques. Los animales de caza desaparecieron. El clima se ha degradado y cada día la tierra deviene más pobre y más fea. (al tío Vania) Y tú me miras irónicamente, y todo lo que te digo no te parece serio. Y… mira… puede ser una manía, pero cuando paso delante de los bosques campestres que salvé de la masacre, o cuando escucho susurrar un bosque joven que planté con mis manos, soy consciente de que el clima depende un poco de mí, y que si, dentro de mil años, el hombre es feliz, será un poco gracias a mí. Cuando planto un abedul y lo veo verdecer y balancearse al viento, mi alma se llena de orgullo…”
Anda a saber porqué pensé en los nuestros, bosques digo, que ahora son suyos, de los que lucran con la Naturaleza. Y que destruyen, o ya destruyeron, y sustituyeron por esencias foráneas que a su vez arrasan la tierra cuya fertilidad desaparece. Y pensé en el discurso acomodaticio de ciertos ecologistas comprensivos con el gran capital, y pensé en los ‘subsidios’ gubernamentales al saqueo y el pillaje.
Anton Pavlovich Tchekhov, hermano, amigo, nos separa mucho más de un siglo, porque viviste en una época en la que la palabra ‘ecología’ ni siquiera había sido inventada, pero tú ya habías alertado a propósito del despropósito: el carácter destructor del progreso inhumano.
No era la intención de Roy Lewis, pero a veces me pongo del lado del otro tío Vania, el hermano de Edward, el que convirtieron en jamón de Jabugo antes de la hora. Y siento nacer en mi vientre ese grito improbable, ese lema retrógrado, esa consigna cáustica y definitiva que proclama el retorno a la Naturaleza: Back to the trees!