El imponderable destino de los plebiscitos y las constituyentes

Por Luis Casado

La revolución ya estaba terminada cuando estalló: es un error creer que echó abajo la monarquía; no hizo sino dispersar las ruinas. (Chateaubriand. De la Vendée. 1819)

Quando Garibaldi è venuto, la demolizione era già fatta. (Marco Monnier – Garibaldi. 1861)

 

Aunque es de dominio público, pocos saben –o reparan en– que quien gatilló la Revolución Francesa fue el mismísimo Louis XVI. Entre las inevitables consecuencias del ejercicio del poder omnímodo de la monarquía absoluta estaban los desequilibrios financieros.

Louis XVI no derogó esa regla no escrita: los gastos del reino doblaban sistemáticamente la recaudación de los innumerables impuestos que pesaban sobre los pringaos. En este caso ‘pringaos’ quiere decir el tercer estado: los millones de súbditos que trabajaban: artesanos, obreros, siervos de la gleba, campesinos, medieros, pescadores, salineros, mercaderes, cocineros, alberguistas, pastores y embriones de empresarios, prestamistas, usureros, concesionarios y traficantes de todo tipo.

La nobleza y el clero no solo no trabajaban, sino que además cobraban: rentas, impuestos, diezmos, tasas, gabelas, tallas, capitaciones y letras. Por cierto no pagaban nada, privilegio que le debían a su condición de miembros del poder dominante.

En el Antiguo Régimen se verificaban, ¡y con qué brío!, las palabras de Voltaire: “El espíritu de una nación reside siempre en la minoría que hace trabajar a la mayoría, es alimentada por ella, y la gobierna.”

Por ‘espíritu’, en francés, tienes que entender ‘inteligencia’, ‘chispa’, ‘brillo’. Si me apuras un poco agregaría ‘pillería’. La nobleza y el clero eran unos pillines. Cada vez que sentían alguna necesidad urgente, algún capricho insatisfecho, un antojo súbito, un deseo inconfesable, inventaban un impuesto.

Frecuentemente, en su premura por gastar, le vendían el producto del recién creado impuesto a un financista que encontraba allí una jugosa oportunidad de negocio. Inútil precisar que el financista recuperaba con creces el avance que le hacía al rey, a la nobleza o al clero, transformándose en un despiadado cobrador ante los contribuyentes.

El mismo Voltaire agregaba: “Es una consecuencia natural de la desigualdad que las malas leyes crean entre las fortunas, y de esa gran cantidad de hombres que el culto religioso, una jurisprudencia complicada, un sistema fiscal absurdo y tiránico, el agio y la usura y la manía de los grandes ejércitos, obligan al pueblo a mantener a expensas de su trabajo”.

Cualquier parecido con el ‘modelo’ consolidado en nuestra incomparable modernidad no es pura coincidencia. Lo cierto es que, a pesar de tanto saqueo, las arcas reales estaban vacías y la deuda acumulada por el Antiguo Régimen se hacía insostenible. He ahí la razón por la que Louis XVI convocó los Estados Generales, reunión de una asamblea de representantes de los tres órdenes: nobleza, clero y tercer estado.

Dos detalles merecen especial atención.

a) el rey entendía obtener de los Estados Generales la aprobación de otra vuelta de tuerca impositiva para solventar el déficit monárquico. No había otro tema en la agenda de los convocados.

b) La elección de los diputados de cada orden fue inhabitualmente “libre”. Las comillas se justifican porque lo de “libre” se refiere a métodos que no se parecen en nada al sufragio universal.

Clero y nobleza eligieron 590 diputados, entre unos 200 mil electores. El tercer estado, que había obtenido del rey doblar su número de delegados, eligió a su vez 590 diputados que supuestamente representaban a 25 millones de pringaos.

En realidad se trató de un sufragio censitario: votaron solo los mayores de 25 años que pagasen al menos tres días de salario en impuestos. La elección misma tuvo tres o cuatro filtros: de asamblea primaria en asamblea parroquial o de corporaciones, hasta llegar a la asamblea general, hubo modo y tiempo de decantar a los futuros diputados.

Aun cuando nadie había tenido nunca la oportunidad de votar, el interés no fue muy grande. Sieyès, diputado de París, estimó una participación de 80 mil electores, o sea 20 a 30% de quienes tuvieron derecho a voto. Pero, –y es un gran pero–, todo el mundo ignoró las instrucciones reales, de modo que los elegidos no fueron los designados por el poder establecido. Talleyrand lamentó más tarde que el rey no hubiese limitado aun más el derecho a elegir y a ser elegido.

Los trucos para ganar las elecciones ex ante habían sido inventados, y descaradamente practicados, ya en la Edad Media. La Iglesia había concebido sistemas particularmente sofisticados a contar del Concilio de Nicea (325 de NE). Por alguna razón no fueron utilizados en la elección de los diputados del tercer estado, lo que llevó al conde de La Galissonière a deplorar que no se hubiese favorecido la elección de candidatos ligados a la monarquía, y a calificar ese fallo de “verdadera perfidia”.

Lo ocurrido en solo una semana, del 17 al 23 de junio de 1789, mostró a qué punto las inquietudes de Talleyrand y La Galissonière eran justificadas.

Los Estados Generales fueron inaugurados en presencia del rey, en una inmensa sala de un palacio de Versalles conocido como de los Menudos Placeres, el 5 de mayo de 1789. A partir de esa fecha los acontecimientos se precipitaron que fue un gusto.

El miércoles 17 de junio los diputados del tercer estado se constituyeron en Asamblea Nacional, lo que estaba a años luz del motivo de la convocatoria real.

El sábado 20 de junio los mismos diputados juraron no separarse hasta haberle dado una Constitución a Francia, y aunque las fuentes históricas no lo precisan cabe pensar que Louis XVI y sus ministros deben haber tragado saliva: los Estados Generales se transformaron, por voluntad de los diputados elegidos en las condiciones descritas más arriba, en Asamblea Constituyente.

El martes 23 de junio el rey admitió que los impuestos y los créditos fuesen aprobados por los Estados Generales, que establecerían el presupuesto del Estado. Louis XVI fue más lejos, y consintió la igualdad ante el impuesto, la libertad individual y a la libertad de prensa, dio su acuerdo para la reorganización de la Justicia y de las aduanas, y la abolición de la servidumbre. Su discurso ante la reunión de los Estados Generales terminó con las siguientes palabras:

“Si me abandonáis en esta empresa, yo haré solo la felicidad de mis pueblos. Os ordeno señores, que os separéis inmediatamente, y asistir mañana, cada uno en las salas afectadas a vuestro orden, para retomar las sesiones”.

La nobleza se retiró inmediatamente, pero el tercer estado y el clero no se movieron. Sorprendidos, algunos nobles se paseaban en el estrado. Los obreros comenzaron a desmontar los asientos.

Henri-Évrard de Dreux-Brézé, gran maestro de ceremonias, se dirigió a Bailly, decano de la Asamblea y del tercer estado, para recordarle la orden del rey. Bailly respondió: “La Nación reunida no puede recibir órdenes”. Entonces, avanzó Mirabeau para pronunciar las palabras que hicieron historia:

“Vaya a decirle a quienes le envían que estamos aquí por la voluntad del pueblo, y que de aquí no nos sacarán sino por la fuerza de las bayonetas”.

Louis XVI no se atrevió a enviar la tropa. De ese modo, entre el 17 y el 23 de junio de 1789 la monarquía hizo mutis por el foro. El Soberano, en adelante, fue el pueblo de Francia.

Como puede verse, –en eso Talleyrand y La Galissonière tenían razón–, no puedes dejarle a los pringaos ningún resquicio de libertad por la sencilla razón de que se la toman.

Sin retroceder ni un paso, la dictadura chilena –lección aprendida– juega a la democracia. La servidumbre política, por su parte, juega a derrotar tiranos con un lápiz. Los eruditos se complacen citando a Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, o más bien a su sobrino don Tancredi, cuando dice que todo debe cambiar para que todo siga igual.

Olvidan sin embargo dos elementos importantes del Gattopardo.

El primero, las palabras de su excelencia don Fabrizio al despedir a Chevally en Donnafugata, su residencia veraniega: cuando todo cambia para que todo siga igual, “los leones y los gatopardos son remplazados por los chacales y las hienas”. Estos últimos representados en la novela por don Calogero Sedara, el burdo, basto y vulgar nuevo rico, el ‘empresario’ que por sugerencia de don Fabrizio podría llegar al senado.

El segundo, el plebiscito de Donnafugata, en el que el Sí (o si prefieres el Apruebo) obtiene 512 votos y el No absolutamente ninguno, a pesar de que don Ciccio –al menos él– había votado No.

Ese plebiscito, efectuado realmente el 21 de octubre del año 1860 en la Sicilia liberada por el republicano Garibaldi del rey Francesco II de Borbón, aprobó unir la isla al reino de la Italia monárquica bajo la férula del rey Vittorio Emanuele II: así cambiaron un rey por otro.

Los ciudadanos inscritos con derecho a voto eran unos 575.000, de los cuales votaron 432.720. La unión de Sicilia a la Italia monárquica obtuvo 432.053 votos (99,85%), mientras que solo 667 votos rechazaron esa opción (0,15%). Stalin nunca lo hizo mejor. De ese modo todo cambió para seguir igual, y los chacales y las hienas se enseñorearon como había previsto don Fabrizio.

Estas históricas lecciones fueron muy bien aprendidas y de seguro inspiraron a quienes parieron el sistema electoral chileno. Para derrotar tiranos con un lápiz habría primero que abrogar el sistema electoral y dotarse de uno menos tramposo. No obstante, chacales y hienas defienden su dominio metro a metro, impidiendo que el pueblo recupere la Soberanía que por lo demás, en Chile, nunca fue suya.

A menos que surja algún Bailly, un Mirabeau…

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