Por Sergio Rodríguez Gelfenstein
Tal vez el mayor error cometido por el Libertador Simón Bolívar fue –inspirado en la idea de Miranda- denominar “Colombia” al nuevo Estado que la fuerza de sus convicciones y la eficiencia de su espada hizo nacer. Pero no es su culpa. Como dijo el filósofo español José Ortega y Gasset “el hombre es él y sus circunstancias”.
La República de Colombia creada en el Congreso de Angostura estaba formada por Venezuela, Quito y la Nueva Granada que después de la batalla de Boyacá pasó a llamarse Cundinamarca. Tal vez, lo único positivo para los venezolanos de la disolución en 1830 de la original República de Colombia, fue desprendernos de la ignominia que significa llevar como gentilicio, el apellido del mal llamado “descubridor”, cuyas estatuas son derribadas hoy en Estados Unidos.
Desde la simiente, venezolanos y neogranadinos tenían diferencias marcadas que solo el genio de Bolívar pudo complementar para evitar que se transformaran en un conflicto que no obstante eso, permeó sus sociedades hasta llevar a la disolución de la obra del Libertador en 1830.
Ya en marzo de 1816 el general Pablo Morillo, jefe del ejército español en Venezuela y Nueva Granada había percibido tales características. En una misiva dirigida al rey de España le dice: “…El habitante de Santa Fe se ha mostrado tímido; el de Venezuela, audaz, malvado y sanguinario. En el virreinato se escribe mucho, y los jueces están abrumados de trabajo; en Caracas, al contrario, se terminan las disputas por medio de la espada. De aquí la diversa clase de resistencia que hemos encontrado en los países; aunque en una cosa se parecen ambos, que es la disimulación y la perfidia” agregando que: “Probablemente los habitantes del virreinato no nos habrían resistido con tanta obstinación si no hubieran estado ayudados por los venezolanos”.
Así, se hizo la fama de que la Colombia de hoy se construyó en base a la fuerza del derecho y el conocimiento y Venezuela en la de las armas. Esta opinión sobre Venezuela es en parte certera, solo que en cualquier situación, el valor de las armas viene dado por el corazón, el espíritu y las manos de quienes las empuñan bajo la consideración superior de que deben estar dispuestas a ser usadas en defensa de la patria amenazada. Así ha sido siempre y así seguirá siendo si alguien –por muy poderoso que sea- osara atacar nuestro territorio. Por cierto, esa virtud no oculta falencias y debilidades, una de ellas, la institucional. No hay que olvidar que por casi 150 años desde su independencia –con pequeños interregnos- el país tuvo gobiernos militares que llegaron al poder por la vía de las armas, dando paso apenas en 1958 a una democracia de fantasía construida para servir a un sector minoritario de la ciudadanía.
Pero, en el caso de Colombia, sus supuestas características de civilidad, apego a las leyes y a las instituciones no han sido más que una mascarada para sostener el poder. En la antípoda de Venezuela, las élites colombianas fueron capaces de construir el modelo oligárquico más exitoso para sus intereses de toda América Latina. Ni siquiera fue necesario recurrir a las fuerzas armadas en un país en el que todavía hoy – en el siglo XXI- al revisar las páginas sociales de cualquier periódico bogotano se podrá descubrir que los apellidos de las familias de abolengo están presentes en el pináculo de la política, las fuerzas armadas y el clero. Incluso si se es un poco más minucioso y se examinan los matrimonios de estas estirpes, se podrá ver como se cruzan, manteniendo como una telaraña, las redes del poder.
Son esas élites las que han sostenido para sí la civilidad, las leyes y las instituciones, excluyendo al pueblo de cualquier posibilidad de acceso a una vida digna. Llegaron incluso a firmar en 1956 un pacto entre conservadores y liberales para turnarse en la presidencia y repartirse el gobierno a partes iguales, afinando de esa manera una práctica que transformó en acuerdo lo que de hecho había estado ocurriendo desde la independencia cuando comenzaron a usufructuar el poder primero con diferentes denominaciones y desde 1849 ya abiertamente como liberales y conservadores (también con pequeñas interrupciones a fines el siglo XIX).
Durante todo el siglo XX, salvo durante la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla de 1953 a 1957, liberales y conservadores lucraron con el poder. Fue tan “perfecto” el reaccionario bipartidismo colombiano que a diferencia de todo el resto de América Latina, casi no tuvieron que usar a los militares para controlar la administración del país en su provecho. Sólo alias “el matarife”, es decir el actual senador Álvaro Uribe en su desmedida ambición de poder y estableciendo una fuerte alianza con narcotraficantes y paramilitares pudo desbancar – nominalmente- a liberales y conservadores del gobierno para comenzar a construir un nuevo Estado proclive al desarrollo, fomento e institucionalización de las actividades ilegales como base de una nueva estructura jurídica del poder a favor de las bandas criminales.
Este es el país que se está comenzando a desmoronar ahora. Las noticias en ese sentido se acumulan y comienzan a ser abrumadoras. En un reciente artículo publicado el pasado 5 de julio en el portal “Cuarto de hora”, el senador Gustavo Petro hizo un amplio análisis de cómo se construyó el fraude electoral que llevó a Iván Duque a la presidencia. Petro afirma que al producirse la derrota de Duque en primera vuelta en los departamentos del Caribe, en Santander y en Antioquia se puso en marcha una operación dirigida por el narcotráfico para comprar un millón de votos que necesitaba el candidato Duque para “ganar” las elecciones en el repechaje.
El senador de la “Colombia Humana” expone con espeluznante precisión todo el entramado de fraude montado sobre las instituciones del Estado colombiano, aseverando que “adicionalmente a la posibilidad de modificar el cómputo de votos, tanto en actas como en el conteo, los organizadores del fraude sabían que la mafia era necesaria para garantizar el triunfo de Duque”. Por ello, asegura que “Duque ganó solo con el fraude y las pruebas están en los nuevos audios que su amigo el Fiscal, buscó rápidamente esconder y manipular”.
Ya durante el gobierno de Juan Manuel Santos, al elaborarse una propuesta de “paz” se generaron contradicciones al interior de la élite que se manifestaron como posiciones diferentes entre el gobierno y un sector que no veía “con buenos ojos” que la guerrilla de la Farc hiciera política desde la legalidad. La paz no era un buen negocio, toda vez que se dejaría de generar la ganancia que produce la guerra en beneficio de un sector parásito que vive de ella, además, suprimiría para el sector corrupto de las fuerzas armadas los inmensos recursos económicos provenientes de la “cooperación” de Estados Unidos.
En este contexto, el uribismo recurrió a toda clase de subterfugios y maniobras para evitar que el Sí ganara en el referéndum que debía aprobar los acuerdos de La Habana, incluso llegaron a infiltrar y sabotear las conversaciones para hacerlas fracasar desde adentro. Así mismo, con la ayuda de la gran prensa desprestigiaron a los actores que llamaban a la paz, estableciendo una mirada única respecto de aquellos que se ubicaban a uno u otro lado del espectro político de la derecha, todo lo cual condujo a una fractura indetenible de las fuerzas militares en Colombia.
La victoria electoral de Iván Duque con el apoyo de la derecha más recalcitrante del país agrupada bajo las banderas del uribismo y con recursos del narcotráfico y el paramilitarismo -como se ha hecho público recientemente- se propuso aislar y sacar a los militares involucrados en la búsqueda de la paz bajo la acusación de ser traidores a la patria.
El analista colombiano residente en Venezuela Juan Carlos Tanus opina que en las fuerzas armadas colombianas subsisten contradicciones entre tres sectores: uno que vive de la guerra contra el narcotráfico, otro que vive del narcotráfico y un tercer sector institucional minoritario pero en crecimiento que está siendo golpeado por su afán de sanear la institución.
Por ello, al llegar al gobierno, Duque cambió toda la cúpula militar y policial sin cumplir los protocolos y tiempos establecidos a fin de instalar en los principales mandos al sector vinculado al narcotráfico con el fin de darle campo libre para hacer sus fechorías y pagar las deudas que lo llevaron a la presidencia.
En esa tónica, nombro a Guillermo Botero, un empresario sin ninguna sintonía con las fuerzas militares como ministro de defensa. Éste, tuvo que renunciar tras el escándalo producido por el ocultamiento durante 8 meses del asesinato de niños realizado en el bombardeo de un supuesto campamento de las FARC.
Este hecho recrudeció las pugnas al interior de las fuerzas militares trayendo como consecuencia que unas facciones recurrieran a hacer públicas ciertas actuaciones ilegales de los miembros de los otros grupos. En esto se inscribe el seguimiento a dirigentes políticos y periodistas incluyendo comunicadores estadounidenses y de otras nacionalidades utilizando para ello dinero proporcionado por Estados Unidos, lo que ha generado fuertes reacciones desde Washington.
En la misma lógica se han conocido las últimas y escandalosas revelaciones de violaciones de niñas indígenas –lo que siempre ha ocurrido- y que ahora están quedando al descubierto en medio de esta crisis.
Por otra parte, parece indetenible el asesinato de líderes sociales, defensores de derechos humanos y de comunidades indígenas, sobre todo en aquellos departamentos donde hay mayor presencia militar como Cauca, Nariño Putumayo y Norte de Santander. Tal vez nada caracterice mejor lo que está ocurriendo en este ámbito que lo afirmado por el arzobispo de Cali, monseñor Darío de Jesús Monsalve Mejía, quien durante la V asamblea virtual de la Comisión Étnica para la Paz y Defensa de los Derechos Territoriales, opinó que en el país se está produciendo una “venganza genocida con el proceso del ELN y [las] Farc”.
Todo esto ha llevado a que tras un año de desenfrenos, la opinión de los colombianos sobre sus fuerzas armadas, institución sobre la que se asentaba el pilar más sólido del modelo de dominación oligárquico del país, se haya desplomado abruptamente. Según una encuesta realizada por la empresa Gallup y publicada por el periódico “El Espectador” de Bogotá en la primera semana de julio, la opinión de los colombianos sobre sus soldados cayó del 85% en abril al 48% en junio, la cifra más baja desde que se tiene registro.
La debacle de las fuerzas armadas en el último año llevó a que el presidente Duque se viera obligado a destituir hace un año a 4 generales investigados por corrupción y por el renacimiento de la política de los falsos positivos que ha permeado a una institución ávida de obtener mayor cantidad de recursos a partir de objetivos trazados y metas cumplidas que al no ser obtenidas se recurre a medios ilegales y al asesinato de inocentes como instrumentos de fabricación de números que muestren el “éxito” y permitan proporcionar tales recursos.
El propio jefe actual del ejército, general Nicacio Martínez ha sido señalado de haber dirigido en el pasado una brigada acusada de matar a 283 civiles en ejecuciones extrajudiciales entre octubre de 2004 y enero de 2006 en los departamentos del Cesar y la Guajira como lo reporta el periodista Francesco Manetto corresponsal del periódico “El País” de Madrid.
La salida obligada de Guillermo Botero del ministerio de defensa, llevó a que el presidente Duque tuviera que nombrar a su canciller Carlos Holmes Trujillo en sustitución de Botero. Holmes que no oculta sus intenciones de acceder a la presidencia de la mano de alias “el matarife”, se ha propuesto como dinámica de campaña prestarse a todo tipo de provocaciones por parte de Estados Unidos contra Venezuela, suponiendo que el liderazgo en la ejecución de esas acciones ilegales le va a proporcionar el deseado apoyo de Washington para sus ambiciones.
Para sustituir a Holmes Trujillo en la cancillería, Duque nombró a Claudia Blum, una conocida travesti de la política que se ha asociado a todos los partidos de la derecha colombiana en pro de un cargo en el gobierno. Según la información reportada en la plataforma Cuentas Claras, del Consejo Nacional Electoral (CNE), durante la última campaña, Blum, “fue una de las principales aportantes a la campaña presidencial de Iván Duque en la primera vuelta de 2018, con una donación de 80 millones de pesos” (unos 25 mil dólares). Cifra similar dispensó su esposo, el empresario José Francisco Barbieri.
En este contexto, un analista colombiano consultado para esta nota, afirmó que para Blum la Cancillería era solo una “beca” recibida a cambio de la inversión que ella y su familia hicieron para la campaña de Duque, toda vez que sus múltiples vínculos personales con empresas y países, la han inhabilitado para actuar en alrededor del 80% de sus funciones como ministra de relaciones exteriores, en las que existe colusión con sus actividades privadas.
En esta situación de ausencia de conducción de la cancillería y en medio de la más completa orfandad, Duque se vio obligado en marzo de este año a designar a Carlos Holmes Trujillo como ministro de Relaciones Exteriores Ad Hoc, así que ahora, éste comparte tales funciones con las de ministro de defensa. En una situación risible, este insólito nombramiento “Ad Hoc” de Holmes se hizo para que no pudiera recibir dos sueldos, lo cual sería manifestación de un hecho de corrupción.
Esta amplia situación de desgobierno y el fraude electoral sobre el que se construyó, llevaron al senador Petro a preguntarse: ¿Que pasa al tener un presidente elegido sobre la base del delito? Él mismo dio la respuesta: “Sobre la base del delito ningún gobierno es legítimo” agregando que: “No puede haber legitimidad en una democracia si su mandatario no fue elegido legítimamente. No puede haber legalidad en el gobierno de la legalidad si su propia fuente de legitimidad no es el voto libre de los ciudadanos, sino una alianza delictiva con los integrantes del narcotráfico para torcer la voluntad popular y los resultados de la elección”.