Por Sergio Rodríguez Gelfenstein
Al igual que en las décadas de los 70 y los 80 del siglo pasado cuando América Latina y el Caribe luchaban por sacudirse de las dictaduras de seguridad nacional made in Washington, el movimiento popular de la región se debate en torno a la orientación política e ideológica que habrán de tener los combates contra el neoliberalismo y el imperialismo. Hay que decir que esto es mucho más que un debate teórico.
Aunque ahora la situación es distinta, habida cuenta del desarrollo dialectico de los acontecimientos, una vez más las fuerzas revolucionarias se ven enfrentadas a la búsqueda de salidas reformistas a la crisis. Este pensamiento se agrupa bajo las ideas de hacer política “en la medida de lo posible” o la satisfacción por haber llevado al poder al “mal menor”.
Una y otra esconden la incapacidad de los sectores políticos más avanzados de la sociedad de encumbrarse por encima de las dificultades que conducen a construir una alternativa popular y revolucionaria. Nadie podrá decir que ello ocurre por el abandono de los pueblos de su lucha por la democracia, la paz y la equidad. Es muy fácil culpar a los pueblos cuando en realidad han sido algunas élites políticas las que han paralizado los procesos. Incluso, a la vista está lo ocurrido en años recientes en la región cuando organizaciones de izquierda, una vez obtenido el gobierno, han priorizado las alianzas con la burguesía y la derecha, desplazando a los sectores populares a un marginal papel de “objeto” de las medidas de gobierno, cuando en realidad debió haberse aprovechado la cuota de poder obtenido para transformar al pueblo en sujeto del cambio de la sociedad.
En el caso del golpe de Estado contra Dilma Rousseff en Brasil, esta situación fue más que evidente. Tras el alejamiento del movimiento popular por parte de la presidenta, nadie salió a defender al PT, a su gobierno ni a ella misma cuando fu defenestrada.
Un elemento fundamental que marca la diferencia entre el siglo pasado y éste, es que aquellas luchas se desarrollaban en el marco de la guerra fría y el mundo bipolar en los que el patrón ideológico era el que ordenaba la política y por tanto las relaciones internacionales. Hoy, han emergido una gran cantidad de movimientos sociales que luchan por reivindicaciones sectoriales haciendo suponer que ya no tiene relevancia la necesidad de transformación radical de la estructura social que oprime y excluye a las mayorías.
En el plano internacional, la política de principios -propia de la guerra fría- que emanaba de una orientación ideológica de los gobiernos, dio paso al interés nacional (que en algunos casos se ha convertido en necesidad de sobrevivencia) para definir la actuación internacional de algunos países.
Así, en la transición de las dictaduras a los sistemas de democracia representativa de corte neoliberal, en la mayoría de los cuales sigue presente en gran medida –sino en su totalidad- la doctrina de seguridad nacional como instrumento de dominación y control del poder por parte de las élites, salieron triunfadores los sectores reformistas, iniciándose procesos de persecución de sindicatos, prensa libre, organizaciones sociales y partidos políticos, bajo el supuesto de la necesidad de defensa del status negociado, aceptado y establecido que se ha dado en llamar “Estado de derecho”, solo que éste funciona solo para un sector de la ciudadanía.
En gran medida, ello fue posible por la domesticación de otrora líderes populares, de izquierda y revolucionarios que sucumbieron ante los encantos de la social democracia y la democracia cristiana europea que los convirtió en sus arietes para la destrucción de todo lo que oliera a revolución y socialismo. En la segunda mitad de la década de los 80, Washington descubrió con agrado el trabajo que habían hecho estos partidos europeos y acogió con satisfacción la posibilidad de salir de las ya desprestigiadas dictaduras para dar paso a opciones gatopardianas que mantuvieran incólume sus intereses. En esa medida, dio su beneplácito a las transiciones e incluso las apoyó fervientemente, aplacando la posibilidad de salidas populares a la crisis de la democracia que había cubierto casi toda la región.
Vale decir que en medio de esta complicada y difícil situación, Cuba se mantuvo enhiesta, defendiendo su proceso revolucionario y consiguiendo –lo digo sin retórica alguna- ser un faro que irradiaba luz para los que luchaban a lo largo y ancho de la región, incluyendo a los conversos domesticados en Europa que sin pudor usufructuaron de la solidaridad de la isla del Caribe.
La implantación de gobiernos neoliberales agudizó los conflictos de la sociedad toda vez que el capitalismo no era capaz de solucionar las más elementales necesidades de los ciudadanos. El “caracazo” de 1989 en Venezuela y el alzamiento zapatista de 1994 en México –dos países que no estuvieron bajo presión de la bota militar en el gobierno- fueron expresión clara de que el neoliberalismo no sólo podía asociarse al dominio directo de las fuerzas armadas en el poder sino a todo el entramado jurídico y político que entraña la sociedad capitalista.
En esas condiciones emergió Hugo Chávez como expresión del pueblo y de sectores militares hastiados de ser usados para la represión y el sostenimiento del orden de las élites. La victoria electoral de 1998 fue el detonante que hizo explotar un sentimiento y una voluntad de transformación que la historia hizo coincidir en liderazgos de dirigentes que en varios países al decir de Cristina Kirchner “se parecen más a sus pueblos”.
Los evidentes éxitos en materia social que en mayor o menor medida obtuvieron estos gobiernos y que en conjunto permitieron a la región avanzar hacia procesos integracionistas que le aseguraban presencia y protagonismo en el mundo del siglo XXI, despertaron -una vez más- la preocupación de la Casa Blanca que movilizando a las oligarquías regionales, a la institucionalidad mercenaria que no fue removida, a los grandes medios transnacionales de la incomunicación y a las mentes subordinadas de la derecha, logaron transitoriamente detener el proceso iniciado en los últimos años del siglo pasado. Esta vez no fue necesario recurrir a las fuerzas armadas, bastó poner a funcionar a los medios de comunicación, a la “justicia” mientras se exacerbaban conflictos internos entre los sectores populares para dar al traste con todo lo que se había logrado avanzar en los primeros tres lustros de este siglo.
Pero el influjo neoliberal que regresó al poder de la mano de Macri, Áñez, Bolsonaro, Lenin Moreno, Piñera y otros personajes de similar calaña no han tenido solidez, toda vez que se sustentan en el aval y apoyo de Estados Unidos en lo internacional y en el soporte que le da el manejo de los medios de comunicación para construir falsas verdades por una parte, además del peso de los militares y policías que actúan como gendarmes, por otra. En la medida del aprendizaje de los pueblos, de su toma de conciencia y en su superior (aunque aún insuficiente) capacidad de organización el retorno al momento de flujo ha sido mucho más corto que el que medió entre la caída en combate de Allende en 1973 y la victoria electoral de Chávez en 1998.
Expresión de esto ha sido en los últimos años la victoria electoral de Andrés Manuel López Obrador en México, el regreso de los peronistas al gobierno en Argentina y del MAS en Bolivia, las victorias de candidatos progresistas en Perú, Honduras y Santa Lucía, la derrota del neofascismo en Chile, al mismo tiempo que Barbados se desprendía de la subordinación poscolonial de Gran Bretaña, transformándose en república y designando a Sandra Mason como su primera presidenta. En la misma lógica se podría agregar que Lula en Brasil y Petro en Colombia, candidatos de la oposición progresista lideran las encuestas de cara a las elecciones que este año se realizarán en ambos países.
Vale decir –y quiero reiterarlo- que todo ello ha sido posible por la resistencia al dominio imperial de los pueblos de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Si estos países hubieran caído, la avalancha imperial hubiera pasado sin compasión por encima de América Latina y el Caribe. Esto me recuerda a José Martí cuando el 18 de mayo de 1895 en víspera del combate que lo llevó a su muerte, en carta a Manuel Mercado le decía: “Ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber -puesto que lo entiendo y tengo fuerzas con qué realizarlo- de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”. Más de 125 años después la situación es la misma aunque ahora Cuba no está sola.
Pero he aquí que la derecha y sobre todo Estados Unidos también han aprendido, también sacan cuentas y también mueven sus cartas. Así, están trabajando por dividir a la izquierda y separarla a fin de facilitar su tarea que en el plano estratégico está orientada a impedir que América Latina y el Caribe puedan configurar un bloque de poder mundial.
En esa medida, un nuevo peligro acecha a los pueblos de la región. Al igual que en el siglo pasado se busca la mediatización de la lucha de los pueblos para que sus éxitos no superen los cambios cosméticos que permitan a las elites continuar ostentado el poder, mientras ciertos sectores arropados con un discurso de izquierda puedan seguir haciendo política “en la medida de lo posible”.
Ello se desprende del artículo escrito por Andrés Oppenheimer, vocero de la extrema derecha estadounidense, publicado en el Nuevo Herald de Miami el pasado 25 de diciembre y en el que bajo el título de: ¿Liderará Gabriel Boric una nueva izquierda latinoamericana? El autor cita a Heraldo Muñoz inefable canciller del gobierno de Michelle Bachelet -a quien el autor ubica en la cercanía de Boric- quien habría afirmado que Boric “se ha referido al régimen de Venezuela como una dictadura y ha sido crítico del fraude electoral de Nicaragua”, agregando que: “Tiene convicciones bastante sólidas en materia de democracia y derechos humanos”. Listo, Estados Unidos y la derecha chilena han certificado el papel que habrá de jugar el nuevo presidente de ese país, ya no solo en el plano interno, más allá, en el internacional.
Más adelante el artículo señala: “Boric deberá mostrar independencia del Partido Comunista. Sus críticos lo han pintado como un joven inexperto que será controlado por el Partido Comunista. Boric perdería a muchos de sus votantes más moderados si resulta ser un pelele de un partido de la izquierda jurásica”.
El discurso que apunta a crear una “nueva izquierda” alejada de Cuba, Nicaragua y Venezuela ha ido cobrando fuerza, incluso en sectores “progresistas” de la región. Desde autores de orientación “socialista” como el chileno Roberto Pizarro hasta intelectuales como el brasileño Emir Sader de quien no puede haber ninguna duda respecto de su honorabilidad intelectual, han escrito artículos en los que se apresuran a visualizar una izquierda latinoamericana desprendida de Cuba, Nicaragua y Venezuela.
La irrupción del “progresismo” como idea de liberación, aunque no es nueva, ha recobrado fuerza en tiempos recientes. La Internacional Progresista aupada por los sectores del “imperialismo de izquierda” de Estados Unidos que aspiran a que su país retome la senda de la “democracia” y la justicia social, a fin de hacer que el imperio sea más eficiente en su intención de avasallar al mundo, ha asumido la batuta de esta corriente.
No hay que olvidar que la idea de progreso emergió de la posibilidad que se le confiere a la transformación de la sociedad de forma paulatina. En realidad el progreso debe conducir a la liberación total del ser humano de las fuerzas que lo oprimen. En tanto no se propongan esto, resulta un concepto hueco y engañoso. La Internacional Progresista ha tenido su contraparte en América Latina y el Caribe en el “Grupo de Puebla”, en el que aunque participan destacados y honorables dirigentes políticos de la región, genera dudas por ser conducido por un mercenario chileno de muy dudosa reputación que ha hecho del “progresismo” un negocio y que de igual manera tiene cercana amistad con altos líderes del chavismo como con el ex presidente Mauricio Macri. Sospechosamente, en ninguna de las dos instancias participan cubanos, venezolanos o nicaragüenses.
Una vez más está planteada la disputa ideológica en torno al camino que habrá de recorrer América Latina y el Caribe. Nos conformamos con el “mal menor” o somos capaces de construir una fuerza política y social que produzca los cambios profundos que la sociedad necesita. En vez de contentarse con lo que se pueda hacer “en la medida de lo posible”, se debe trabajar para transformar lo imposible en realidad. Como dije en un artículo anterior citando a un amigo, al “mal menor” hay que oponerle el “bien mayor”.
Eso significa que nuestro esfuerzo debe ir encaminado a jugar en nuestra cancha, no en la que el enemigo nos imponga. En momentos en que muchos no quieren asumir posición y la política se pretende definir entre centroderecha, centroizquierda o centro, es responsabilidad de los sectores más avanzados de la sociedad de construir el nuevo escenario de combate como ha ocurrido en las calles de Chile y de Colombia.
No está en el progresismo el futuro liberador de los pueblos. Está y seguirá estando en la revolución. Entiendo que en el camino de la victoria se deben hacer alianzas tácticas para sumar esfuerzos, pero ellas solo tendrán ese carácter si se asumen desde la hegemonía y el poder. Cualquier alianza construida desde la debilidad o la subordinación, conduce a supeditar los intereses populares a otros, de sectores o grupos minoritarios.
Es de esperar que quienes asumen estas posiciones mediadoras entiendan la diferencia entre los conceptos de estrategia y táctica y los apliquen correctamente sin olvidar que equivocarse en la aplicación de los mismos, conduce a errores dolorosos y de dimensiones impensadas para el movimiento popular.