Por Sergio Rodríguez Gelfenstein
Durante mi reciente visita a Argentina y Uruguay, las instituciones auspiciantes de mi viaje organizaron una gira en la que hubo 14 presentaciones del libro “La OTAN contra el mundo” que escribimos junto a Jorge Elbaum. Así mismo, se realizaron 7 charlas y conferencias sobre el tema. En no pocas de ellas, los asistentes reiteraron la consulta acerca de por qué el libro tiene el subtítulo que ahora uso en este artículo: “El conflicto en Ucrania como expresión del cambio de época”, y pedían que se abundara sobre el asunto.
Precisamente, para Jorge y para mí, fue prioritario dar a conocer en el libro algunos apuntes que explicaban porque habíamos llegado a la conclusión de que más allá de los resultados que se obtuvieran del desarrollo bélico del conflicto, en realidad lo más trascendente era que la principal consecuencia de éste era la verificación del inicio de aquel cambio de época del que hablara el expresidente ecuatoriano Rafael Correa hace unos años atrás.
De la misma manera, asumimos que esta consecuencia era la que le daba carácter global a la confrontación, toda vez que sus secuelas iban a impactar en todo el planeta. Así, el trance era mucho más que un enfrentamiento de Ucrania contra Rusia e incluso de Estados Unidos y la OTAN contra Rusia.
En este sentido, a diferencia de la segunda guerra mundial cuando Estados Unidos esperó hasta el final por una debacle de la Unión Soviética frente al ejército nazi antes de irrumpir a mediados de 1944 cuando era indiscutible y categórico el resultado final del conflicto tras la victoria soviética en Stalingrado en febrero de 1943, ahora el “nuevo Desembarco de Normandía” expresado como apoyo al golpe de Estado en Ucrania en 2014, fue el detonador de una guerra de expansión que ya dura 8 años.
En el transcurso, Estados Unidos no sólo apoyó el exterminio de la población ruso parlante del este de Ucrania, sino que cooperó en el descabezamiento de las fuerzas armadas de ese país para transformarla en un órgano de ejecución bajo mandato de las organizaciones nazis que, con el apoyo del gobierno de ese país, comenzaron la “otanización” de ese componente armado para convertirlo en un ariete de la expansión de la OTAN, estructura militar terrorista que amenaza a toda la humanidad.
La obligada respuesta rusa en salvaguarda de la integridad física de los habitantes de los territorios oprimidos agregó además como objetivos la desnazificación y la desmilitarización de Ucrania, emulando de esa manera los objetivos acordados por las potencias triunfantes en la segunda guerra mundial respecto de Alemania, cuando se reunieron en la ciudad alemana de Potsdam entre el 17 de julio y el 2 de agosto de 1945.
Al finalizar el evento, el presidente de Estados Unidos se apresuró en regresar a Washington para -tan solo 4 días después- ordenar el lanzamiento de una bomba atómica en la inerte ciudad de Hiroshima cuando ya Japón se había rendido. De esa manera, subordinó -por vía del hecho más horrible acontecido en la historia de la humanidad- al imperio japonés rendido y desarmado, que hasta hoy ha permanecido acoplado al dispositivo militar y político de Estados Unidos.
Con Europa, Estados Unidos fue más sutil: recurrió a la compra de las voluntades de las élites europeas creando para ello el llamado Plan Marshall, instrumento más susceptible que la bomba atómica para ser divulgado por Hollywood como expresión de los “valores cooperativos” estadounidenses. Pero la finalidad fue la misma, así Europa se transformó en herramienta útil del afán de Washington por dominar el mundo.
El sistema que se comenzó a configurar después de la derrota nazi en Stalingrado, y que se acordó en las conferencias cumbres de Teherán (1943), Yalta, Unión Soviética y Potsdam (1945) tuvo el sello de la impronta estadounidense a partir de Hiroshima y Nagasaki. La arquitectura financiera del mundo de la posguerra se acordó en Dumbarton Oaks, Estados Unidos en el verano de 1944 mientras que el sistema político vio luz en San Francisco, también en Estados Unidos en octubre de 1945.
Este es el mundo que se está derrumbando ahora porque no ha sido capaz de garantizar paz, equidad ni justicia para todos los pueblos del planeta. Al contrario, ha sido incapaz de evitar que todavía haya 2.800 millones de pobres, el 35% de la población mundial, al mismo tiempo que 2.200 millones de ciudadanos (27,8%) no tienen acceso al agua y 1.800 millones (22,7%) que carecen de vivienda. Todo ello en un mundo que gasta anualmente 2,11 billones de dólares en armas, de los cuales 46,4% corresponde a Estados Unidos.
Tales recursos sobrarían para solucionar esas tres lacras existenciales de la humanidad (carencia de alimentación, agua y vivienda) que sin embargo fueron consagradas como derechos en la Carta de la ONU. Ni siquiera fue posible coordinar esfuerzos para combatir la pandemia de Covid19, un enemigo unificado que afectó y atacó a toda la humanidad. Primaron los intereses capitalistas de lucro, ganancia y riqueza como valor absoluto, incluso superior a la salvaguarda de la propia vida humana. Un sistema de estas características no debe seguir existiendo, debe ser suprimido y superado.
Desde hace cinco siglos, el Océano Atlántico y en particular Europa ha sido el espacio donde se ha concentrado el poder mundial. La irrupción de Estados Unidos como potencia con vocación imperialista a finales del siglo XIX comenzó a redimensionar este dominio. En las dos orillas del Atlántico Norte se estableció el lugar donde se tomaban las decisiones. Ello quedó definitivamente constituido tras la compra de Europa por Estados Unidos como se dijo antes.
Pero a diferencia de los ámbitos político y económico en los que pareció haberse llegado a un consenso en la posguerra, en el militar y de seguridad no lo hubo por lo que Estados Unidos creó la Organización del Atlántico Norte (OTAN) en 1949 que significó la ocupación militar de Europa por vía pacífica y la obligación de los países del Viejo Continente de pagarle a Washington para que fuera éste quien le diera seguridad. En los hechos, Europa se transformó en un continente ocupado por las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. Así permanece hasta hoy.
Pero tras la desaparición de la Unión Soviética, Estados Unidos -y su instrumento la OTAN- no detuvo sus ímpetus de dominio mundial y comenzó a expandirse primero hacia el este de Europa y más recientemente al Asia Pacífico y América Latina usando para ello el territorio colombiano, tras la debacle que significó para Washington el fin del control de la Zona del Canal de Panamá y el desmantelamiento del Comando Sur en esa área en cumplimiento de los acuerdos Torrijos-Carter que lo obligó a retirar sus soldados del istmo a más tardar el 31 de diciembre de 1999.
Ese proceso de expansión, control y dominio mundial que ya sin el contrapeso de la existencia de la Unión Soviética se ejecutó sin pausas durante las tres últimas décadas, tuvo un tope cuando Occidente amenazó directamente la seguridad de Rusia, otra potencia nuclear que no podía permitir que el establecimiento de la OTAN en sus fronteras, la transformación de Ucrania -dirigida por un gobierno nazi sionista- en utensilio punzante de esa política y la intención de instalar armas atómicas en este territorio, pusiera en peligro su integridad y su soberanía. Para cumplir la tarea encomendada por Washington, el gobierno ucraniano se abocó a exterminar la población ruso parlante que habitaba en los territorios colindantes con Rusia y que rechazó el golpe de Estado de 2014 iniciando una guerra de resistencia en favor de su sobrevivencia sin que Europa, la ONU ni el “sistema internacional” manifestara ningún rechazo a lo que evidentemente era un genocidio.
La inevitable respuesta del 24 de febrero de este año por parte de Rusia ha terminado de configurar la dinámica generada por los hechos acaecidos a partir de 2014 cuando la OTAN comenzó a crear las condiciones para una guerra contra Rusia. Como represalia, Occidente ha acordado ocho rondas de sanciones a pesar de que ya desde las primeras, se produjeron peores repercusiones para los sancionadores que para los sancionados.
Es en este contexto que se está configurando la nueva época y el nuevo mundo del que hablamos. En primer lugar, el principal ámbito de poder mundial está dejando de ser el Atlántico Norte para comenzar a establecerse en el gran espacio terrestre euroasiático en el que Estados Unidos no tiene injerencia. Lo intentó en 2001 al invadir militarmente Afganistán con el subterfugio de la “guerra contra el terrorismo” pero tras 20 años de ocupación de ese país, se vio obligado a huir derrotado de forma vergonzosa, al igual que en Vietnam 46 años antes. Más recientemente pretendió dar un golpe de Estado en Kazajistán en abril de este año y fracasó de la misma manera que cuando utilizó similar expediente en enero de 2021 en Kirguistán. Ahora, recurre al azuzamiento de conflictos entre países que pertenecieron a la Unión Soviética que no se preocuparon de delimitar con precisión sus límites cuando formaban parte del gran Estado euroasiático.
No obstante a eso, Eurasia avanza en la construcción de instrumentos de cooperación e integración sin injerencia estadounidense y utilizando formas y métodos que no pretenden el avasallamiento y el subdesarrollo al mismo tiempo que garantizan la paz a partir del respeto a la autodeterminación y la soberanía. Instrumento emblemático ha sido la Ruta y el Cinturón de la Seda, pero también la Unión Económica Euroasiática (UEE), el Foro Económico del Oriente, el Corredor Internacional de Transporte Norte-Sur (INSTC) en lo económico; así como la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) y la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC) en el ámbito de la seguridad, y la Comunidad de Estados Independientes (CEI) en lo político. En ninguna de ellas tiene presencia Estados Unidos, mientras que la más abarcadora de todas, la Ruta de la Seda, ya está integrada por casi 100 países de todos los continentes.
En un contexto más amplio, los BRICS (que ya tienen un PIB superior al del G-7, el conglomerado que agrupa a las 7 mayores economías capitalistas) ha recibido manifestaciones de la voluntad de 11 países para incorporarse, varios de ellos fuertes aliados de Estados Unidos, incluyendo a Turquía, país miembro de la OTAN. En este sentido, Estados Unidos ni siquiera pudo obtener una resolución de rechazo a la operación militar rusa en Ucrania en el seno de la reunión ministerial del G-20 realizada en Bali, Indonesia durante el pasado mes de julio, que concluyó sin declaración final como expresión de la división existente en esta organización cuasi controlada por Estados Unidos en el pasado.
Por otra parte, varias naciones aliadas de Estados Unidos, algunos con peso político y/o económico importante a nivel global como Brasil, Egipto, Indonesia, Araba Saudí, Turquía, Malasia, Catar, los Emiratos Árabes Unidos y México entre otros se han negado a acatar la política de sanciones de occidente contra Rusia.
Tal vez, como noticia relevante de última hora que expresa este cambio de época, valdría decir que Rusia y Arabia Saudita llegaron a un acuerdo para contrarrestar el límite de precios del petróleo decidido por la Unión Europea (UE) a raíz de lo cual la OPEP+ recortará la producción en 2 millones de barriles diarios para aumentar el precio y así compensar ese tope decretado por la UE como parte de su octavo paquete de sanciones contra Rusia por su operativo militar en Ucrania. Como muestra de la incapacidad de Washington por seguir sentando las bases de funcionamiento del planeta es menester citar la declaración del gobierno de Estados Unidos en respuesta al hecho antes referido: “El presidente [Biden] está decepcionado por la decisión corta de miras [sic] de la OPEP+ de recortar sus cuotas de producción mientras la economía global está lidiando con el continuo impacto negativo de la invasión de Putin en Ucrania”.
Sobran las palabras, mientras Biden se decepciona y los pueblos de Europa sufren por las consecuencias de las sanciones que sus gobiernos han acordado contra Rusia, el mundo avanza hacia una nueva configuración. Una vez más como en la segunda guerra mundial le ha correspondido a Rusia asumir la principal responsabilidad en tal hecho, una vez más el pueblo ruso -en los campos de batalla- está sacrificando la vida de sus mejores hombres y mujeres para salvar a la humanidad del fascismo, el nazismo y la expansión imperialista.
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