Por Luis Casado
Armen Kouyoumdjian, hermano, amigo, qué falta que nos haces…
Como decía Tuco en ‘El bueno, el malo y el feo’: “El mundo se divide en dos categorías”. Los escasos privilegiados como yo que conocemos el Duduk, y la inmensa mayoría de la humanidad que ignora incluso de qué va el tema.
Hace unos días, después de disfrutar un concierto de órgano del gran intérprete Vladimir Skomorokhov, le dije a Olya: “Esta se le fue a Pink Floyd. Ni David Gilmour, ni Rogers Waters, ni Syd Barret, ni Richard Wright tuvieron nunca la idea –que yo sepa– de integrar en sus composiciones musicales un órgano como se pide. El resultado hubiese sido excepcional.”
Ayer, a eso de las 18:30 hrs., Olya, en una de sus características movidas de urgencia, me dijo: “Prepárate: nos vamos a ver un concierto de Duduk”. ¿De quién?, atiné a preguntar mientras ataba mis gruesos Zamberlan Gore-Tex necesarios para caminar en el frío siberiano. Su risa me hizo comprender que servidor no había comprendido nada…
El concierto comenzaba a las 19:00 hrs., de modo que fue necesaria toda la locura de mi conductora siberiana, –habituada a las osadas figuras que es imposible realizar con un coche en el entorno urbano pero que un ruso normalmente constituido efectúa con un desparpajo digno de Steve Mc Queen en Bullit–, para llegar a la hora y tener tiempo de aparcar y comprar las entradas.
Duduk no es una persona, sino un instrumento de viento. Una suerte de pequeño oboe de alma cilíndrica, un instrumento popular, –“étnico” precisó Argishty, el concertista–, tomándose el tiempo de explicar el origen de su profundo amor por la música y por este símbolo de la música armenia.
Argishty, más apañao que Pink Floyd, imaginó un concierto en dúo con órgano, acompañado de un notable organista: Dmitri Uchakov. Mis delirios musicales no andaban pues tan descarriados, y las primeras notas me pusieron en órbita sin necesidad de ningún Soyuz.
Unas notas embriagadoras, orientales, que uno dijese acompasadas al cansino caminar de dromedarios, me puso inmediatamente los pelos de punta: raras veces he tenido la ocasión de escuchar algo tan bello. La entrada del poderoso órgano terminó de tirarme de espaldas, desaparecida ya cualquier inimaginable resistencia a la belleza celestial.
Cuando ambos músicos dejaron atrás un par de melodías armenias y alguna cosilla de Ravel y de Vivaldi, le sacaron lágrimas de felicidad al respetable interpretando el Ave María de Charles Gounod como nunca lo había escuchado.
Eso no se hace. Pillarte desprevenido, sin defensa, para saturarte los miolos de gloria, de elevación del alma a niveles en los que me viene el cabreo que arrastro desde niño, cuando descubrí que el peor defecto de Dios consiste en no existir.
Para colmo de males, Uchakov atacó sin pausa ninguna la Tocata y Fuga en re menor de Bach, y entonces fue Troya. O Stalingrad, si la quieres jugar en plan Gran Guerra Patria. La última vez que había tenido la ocasión de escucharla, fue hace años en El Escorial.
Danilo me llevó allí, y en una de esas coincidencias que te hacen pensar que tu ángel de la guarda está de imaginaria, al penetrar en la Catedral vacía, sonaron los primeros acordes de la célebre obra de Johannes Sebastian Bach… Inolvidable. Y ahora, acá, in the middle of nowhere, la versión para órgano y Duduk.
Lo de la sonoridad oriental del Duduk trajo a mi memoria las enseñanzas de Armen Kouyoumdjian. “El primer pueblo cristiano en la Historia, me dijo Armen, fue el pueblo armenio”.
Tu lo miras como quieras, el nacimiento de la religión cristiana, como una suerte de patchwork de religiones más antiguas, y aun más orientales, hilvanando retazos de religiones politeístas mediterráneas (greco-romanas) con recortes de creencias de la India, Persia y aun otras regiones del mundo, sin olvidar mitologías diversas y variadas que vinieron a ponerle color al asunto, define raíces orientales.
De ahí que cuando leo la muy usada muletilla sobre “la civilización cristiano-occidental” no resisto la tentación de denunciar el oxímoron: en buen romance es como escribir “La civilización orientalo-occidental”. De allá y de acá, con algo más de allá que de acá.
Basta con mirar como iban vestidos Jesús y los apóstoles. Como digo por estas tierras: “¡Esos tíos no vienen de Novgorod!”
De modo que las vibraciones orientales del Duduk, y su asociación con el órgano, instrumento cuyo origen remonta a 270 años ANTES de nuestra era (la tradición le atribuye su invención al ingeniero griego Ctesibios, en Alejandría, que dicho sea de paso no estaba precisamente al lado de New York), nos prodigaron una encantadora velada, una de las más felices que en la memoria pueblan mi red de sinopsis neuronales.
Música oriental.
Si quieres saber en qué están los rusos, están en esto. En la cultura. Es lo que veo. Es lo que vivo. Y toda la hiel que vierten sobre esta gran nación los plumíferos “occidentales” vale гриб (si quieres saber lo que quiere decir en castellano, acércate a la embajada rusa en Santiago, o en otro sitio).
Es la hora de pedirle a mis coterráneos sanfernandinos (Colchagua) un señalado favor.
Corred hasta la casa del Profesor Benavides. Me dicen que aun vive allí una apacible vida lejos del fragor de la enseñanza pública, laica y gratuita. Decidle por favor que Tchaikowski no ha muerto. Que Rimsky Korsakov está sentado frente al Teatro Marinsky en San Petersburgo mirando a los patriotas que van a escuchar sus obras. Que el Concierto para la mano izquierda de Ravel, que escuché por la primera vez en la Escuela 5 y 8 de San Fernando cuando aún era un escuincle, sigue de moda. Que Claude Debussy y su melena en plan Beatles resisten. Que Saint-Saëns, Bizet y Satie siguen deleitándonos. Que sus lecciones en el Liceo no se perdieron del todo, que perduran en nuestra memoria. Que definitivamente ¡el reggaeton no pasará!
Uds., como yo, saben que en la plazoleta situada frente a la Iglesia San Francisco (de cúpula oriental) se irgue un monumento a Manuel Rodríguez. Una frase inscrita en el bronce, pronunciada por el guerrillero heroico, lo dice todo:
¡Aun tenemos Duduk ciudadanos!