Juan Pablo Cárdenas S.
Al mismo tiempo que se admite que el periodismo cumple con una gran labor educacional y tiene enorme influencia en el pensamiento y las conductas de la población, debemos exigir su responsabilidad social, cuanto la necesidad de que los comunicadores se formen adecuadamente, demuestren solvencia ética y una auténtica vocación de servicio público. Asimismo, se hace imprescindible abogar en favor de que esta actividad esté plenamente garantizada y salvaguardada por la Constitución y las leyes. De igual manera que lo exigido hoy para los establecimientos propiamente educacionales, los medios informativos nunca más debieran estar regidos por el “mercado”, el afán de lucro o los dictados de la publicidad.
Cada día va queda más en evidencia que el régimen democrático es el que mejor puede velar por el cumplimiento de la misión del periodismo que, entre otros propósitos, debe colaborar al fortalecimiento de nuestra identidad nacional, como a la preservación y divulgación de los valores culturales de cada nación. Europa es hoy es un continente ampliamente integrado, con un pasaporte común, una misma moneda, como con un amplio y regulado mercado regional; sin embargo cada una de las naciones del viejo continente protege efectivamente a sus propios medios de difusión y los disuade de conformar asociaciones más allá de sus fronteras. Aunque nada es absoluto, por supuesto, las empresas periodísticas de cada país constriñen sus inversiones al interior de sus fronteras y no salen a adquirir medios de comunicación más allá de ellas. Cuando casi en todo lo demás las inversiones circulan y se asocian libremente dentro de toda esta comunidad de naciones.
No se explicaría en Europa que los más poderosos empresarios de la comunicación tuvieran, por ejemplo, licencia para comprar radios, periódicos y canales de televisión en cualquier otra nación del Continente. De allí que la empresa española Prisa escogiera a Chile, al otro lado del mundo, para adquirir más del 30 por ciento de todo nuestro espectro radial. Por cierto que sin la idea siquiera de consolidar un buen negocio comunicacional, sino para oponerse (como muchos sospechamos) al evento de que las millonarias inversiones españolas en Chile pudieran ser recuperadas por nuestro país, luego de las privatizaciones y extranjerizaciones propiciadas por la Dictadura y los gobiernos que la siguieron. Se sabe que en estas operaciones la empresa del diario El País pagó muy por encima de lo que realmente valían estas radios, por lo que se supone que en estas operaciones de compra existen capitales sumergidos y aportados por los poderosos inversionistas españoles que, algún día, podrían necesitar defensa mediática.
Dificulto que nuestros poderosos diarios latinoamericanos pudieran circular tan rampantes en los países europeos, tal como lo hacen las distintas ediciones de este diario español en algunos países de América Latina. De esta forma es como actúa el neo colonialismo español en nuestras naciones, no solo clavando sus picas en la producción y el comercio, sino también en la difusión de sus ideas e intereses. No es para sorprenderse, por tanto, de la forma en que El País colabora al desprestigio y desestabilización de los regímenes más progresistas de América Latina empeñados en recuperar sus recursos y empresas estratégicas, o en seducir a inversionistas de otros países del mundo.
Más difícil de explicarse es, sin duda, que algunas resoluciones de la Real Academia de la Lengua hayan sido asumidas tan raudamente por nuestras propias entidades idiomáticas y hasta que los propios medios informativos acogieran sin remilgos varias enmiendas gramaticales que francamente han venido a empobrecer nuestra forma de escribir y comunicarnos.
Diversidad e independencia
Es relevante que los primeros medios diarios y revistas hayan nacido para servir, justamente, a las ideas de la Emancipación, lo que nos indica que los medios de comunicación nunca se propusieron una actividad aséptica, destinada a informar “objetivamente”, como algunos lo auspician. Cuando se sabe que nunca es posible observar la realidad de la misma forma; con los mismos ojos y oídos. D esta forma es que pensamos que la libertad de prensa no debe proponerse esta pretendida objetividad, sino más bien una auténtica diversidad mediática. La posibilidad de que se manifiesten los distintos puntos de vista a través de una pluralidad de medios informativos.
Antes de la Dictadura, nuestro país era uno de los más respetados del Continente por el amplio y fecundo ejercicio de sus libertades de expresión y de prensa. Lo cual no significaba que nuestros medios dijeran necesariamente la “verdad” y se mostraran siempre objetivos. Lo que existía realmente era un rico pluralismo en los medios, los cuales eran acogidos por una población ávida de información, aunque la mayoría de las veces viniera marcada por la subjetividad o los intereses, precisamente, de sus sostenedores.
Matutinos y vespertinos que superaban los 300 mil ejemplares de venta diaria certificada, cuando la población nacional no llegaba todavía los ocho o nueve millones de habitantes. Muy por el contrario de lo que ocurre ahora con los periódicos del duopolio El Mercurio- La Tercera que, sumados, no alcanzan las cifras de circulación de antaño, ahora que casi se ha duplicado nuestra población. Ya se sabe que la propia televisión pública y universitaria cumplió un papel mucho más destacado e influyente que los canales hoy postrados por el raiting y las condiciones que les imponen sus avisadores. Y cuya pobre programación no fuera capaz de reciclarse debidamente, ni sobreponerse a la irrupción del internet y las redes sociales.
Desde antes, incluso, que las Naciones Unidas establecieran las condiciones de la libertad de expresión, la deontología periodística ya definía nuestra actividad como un oficio o profesión destinada a servir al derecho y cometido humano de comprender y transformar el mundo, en cuanto somos la única especie viva que puede hacer historia y ejercer una libertad tal capaz de provocar incluso despropósitos que pueden amenazar la subsistencia misma de nuestro planeta. En efecto, hoy es asumido que no se hace periodismo sólo para informar; nuestra obligación, también, es la de interpretar o traducir la compleja realidad nacional y mundial, así como opinar y difundir nuestras propias ideas. De esta manera, los periodistas no estamos para servir a nuestros medios de comunicación sino para valernos de ellos y de los adelantos tecnológicos para este gran objetivo cultural. Para remecer conciencias, despertar los derechos sociales y contribuir a la igualdad social y al progreso de todos. Desde el momento en que el derecho internacional también nos reconoce a todos los habitantes del mundo como idénticos en dignidad, derechos y obligaciones.
De esto se deduce que el buen periodismo es siempre reformador, contestatario y rebelde, como que las mejores páginas de nuestro quehacer se hayan escrito justamente ante la adversidad, en medio de los regímenes opresivos y la injusticia. Al mismo tiempo que siempre el periodismo abyecto o aséptico resulte tan despreciable siempre para la historia. Entre las grandes impunidades de nuestro país es lamentable que los medios de comunicación que fueron instigadores y cómplices de la Dictadura no han sido sancionados debidamente y que, por el contrario, los gobiernos que le siguieron al de Pinochet los hayan rescatado, perdonado sus deudas bancarias y favorecido con la publicidad estatal. Mientras, sin pudor, durante el gobierno de Patricio Aylwin se ponía en ejercicio un plan de exterminio de aquella prensa que luchó contra la opresión y denunció cada uno de los horrores del régimen cívico militar. Cuestión que solo se explica en las negociaciones secretas de los militares y sus sucesores en La Moneda.
La experiencia de las últimas décadas nos demuestra que la promoción de un periodismo “objetivo” fue una gran trampa de los medios y agencias informativas para dar como verídicas e indesmentibles sus interesadas visiones, cuando ya en la propia selección o jerarquización de las noticias ejercían contrabando ideológico. En la invisibilidad que le daban y le sigue dando, por ejemplo, a tantos países y fenómenos, así como en la abierta o encubierta forma de sacralizar y demonizar las distintas realidades. Una “objetividad” que siempre es imposible cuando un mismo acontecimiento, por simple que parezca, nunca podemos percibirlo igual los jóvenes y los viejos; los hombres y las mujeres, los ricos y los pobres, los que vivimos en un continente u otro. En las aulas universitarias, muchas veces se ha probado que una misma observación es muy disímilmente asumida y transmitida incluso por los estudiantes de periodismo de una misma generación o condición social.
De esta forma es que resultó finalmente inútil y agraviante la exigencia de algunos medios estadounidenses para que sus periodistas escribieran bajo un mismo léxico y una casi idéntica construcción gramatical y estilo. Felizmente hoy, la diversidad de plataformas comunicacionales, cuanto la recuperación de géneros (como la crónica o el ensayo periodístico), nos han liberado de ese fatídica “pirámide invertida” y de otros cerrojos puestos en contra de nuestra libertad, como en desmedro de los talentos individuales para expresar ideas y sentimientos, sin los cuales el discurso periodístico se hace pobre, rígido y rutinario. Vaya que ha sido fecunda la posibilidad deliberarnos de aquellas reglas y métricas que por años se le impusieron a nuestro trabajo, cuando las formas llegaron a ser más importantes que los contenidos en un oficio que debiera ser siempre creativo y sensible a la personalidad de sus cultores.
Me cuento entre los que estiman que la práctica del periodismo se hace más necesaria y responsable que nunca. Entre los que piensan que, a pesar de haberse ampliado las posibilidades para cualquier ser humano de transmitir lo que observa y piensa, la existencia de los profesionales de la información es cada vez más indispensable e insustituible. Al menos en el ejercicio de interpretar la realidad, es decir darle explicación y sentido a todo lo que acontece y en que, por lo general, se exige trabajar con las herramientas de la investigación, un adecuado nivel cultural y, sobre todo, una sólida formación ética. Probado está, también, que la enorme profusión de noticias, como la incontrolable y desregulada acción de las redes sociales, pueden llegar a producirnos más confusión, incertidumbres y deformaciones sin la acción de periodistas y analistas que puedan separarnos lo que es relevante de lo superfluo, lo trascendente de lo insignificante. Siempre dentro de la diversidad que propiciamos.
Lo que se debe inculcar a las próximas generaciones de periodistas no es la objetividad, sino la honestidad. Que cuando hablemos o escribamos seamos realmente consecuentes con lo que pensamos, observamos y transmitimos. Que no nos traicionen nuestros prejuicios, ni menos los intereses de nuestros empleadores y de las organizaciones que formamos parte o valoramos. Por mucho tiempo quedaron ocultos los escándalos de pedofilia de sacerdotes y obispos porque se instaba a periodistas y feligreses a ocultar los hechos para proteger la integridad de la fe. Tal como tantas veces se ha ocultado los despropósitos políticos para salvar el “estado de derecho”, la ideología y hasta la revolución. Sería por lo mismo inaceptable imputar los escándalos que remecen a los regímenes de izquierda de América Latina a una acción concertada de calumnias desde los Estados Unidos o la prensa de derecha internacional, aunque éstos se solacen de la fragilidad moral de nuestros gobernantes.
Por otro lado, en un mundo en que la política y los referentes morales han caído a tan altos grados de descrédito, es evidente que la “opinión” gana mucho más credibilidad en los periodistas que en aquellos analistas u “opinólogos” que desgraciadamente abundan en nuestros medios, especialmente en la televisión. Y no porque seamos más objetivos, sino únicamente porque solemos ser más independientes y críticos que los plumarios y mercenarios de los partidos políticos y entidades factuales. Es decir que, aunque tengamos convicciones ideológicas o religiosas podemos, en nuestra autonomía, prescindir de ellas en alto grado al momento de comprometer nuestros análisis.
Formación integral del periodista
De lo anterior, debemos deducir la importancia de las escuelas de periodismo, la urgencia de que éstas actualicen oportunamente sus mallas curriculares y, por sobre todo, se propongan formar periodistas cultos y éticamente macizos. Desde hace tiempo, muchos pensamos que la enseñanza del periodismo debe orientarse a quienes hayan alcanzado algún pregrado disciplinar y que nuestro título académico se consolide más como una especialización, un magister o doctorado. En la necesidad que tienen nuestros medios de contar con comunicadores cada vez más especializados en economía, en las disciplinas científicas, las artes y otras.
Nada más pernicioso para la formación de los periodistas que aquellas carreras que consumen su esfuerzo en el mero adiestramiento para el mero uso de las técnicas del oficio, otorgándole tan poca importancia, por ejemplo, a la historia, la filosofía, la estética y la sociología, entre otras materias tan necesarias de impartirse. En circunstancia que ciertas destrezas se logran mucho mejor y más rápido en la práctica misma de los medios de comunicación. Así como resulta aberrante que bajo un mismo plan de estudios se forme a periodistas, publicistas y relacionadores públicos, cuyas actividades difieren tanto entre sí.
Después de las experiencias privatizadores en el ámbito educacional, del surgimiento de tantos establecimientos motivados por el afán de lucro y la ausencia de una debida supervisión, se consolida ahora la idea de recuperar el papel del Estado para garantizarles a todos sus niños y jóvenes el acceso a colegios, universidades e institutos de formación técnica. En el convencimiento que la educación es un derecho humano universal y que resulta inaceptable que en este proceso las sociedades discriminen y segreguen en la formación que todos se merecen.
En este mismo sentido, y cuando se asume la misión educadora del periodismo, es bochornosa la realidad de nuestro quehacer, cuando desde el Estado mismo se le ponen tantas cortapisas a la publicación y lectura, a las radios de baja cobertura, a la televisión cultural. Cuando se sabe que la enorme mayoría de los hogares chilenos, por ejemplo, están condenados a acceder solo la televisión abierta y exponerse a la enorme concentración radial. Impedidos de comprar un diario, concurrir con una mínima regularidad al cine y a otras manifestaciones culturales. Mucho más limitados, todavía, a crear y sostener sus propios medios de comunicación, después de que en nuestra época propiamente republicana Chile fuera un ejemplo de esa infinidad de medios sostenidos por los sindicatos, las federaciones de estudiantes y toda suerte de expresiones sociales. Además de los conocidos medios políticos y proselitistas.
Al respecto, insistimos en lo inexplicable que se mantenga un gravamen como el IVA a la circulación de libros, cuando países mucho más pobres que el nuestro lo que hacen es subsidiar las publicaciones de papel, disponer líneas crediticias para los comunicadores y repartir adecuadamente el avisaje estatal a fin de servir a la diversidad informativa. Cuando en los estados democráticos propiamente tal se financian canales de TV y emisoras públicas para contrarrestar la influencia de los medios comerciales y mejorar la calidad informativa, además de potenciar la creación y transmisión de espacios culturales.
De la misma forma en que en nuestro país se ha restringido o desalentado el afán de lucro en la educación, también nuestros legisladores podrían imponerle las mismas restricciones a estas masivas aulas constituidas por los medios informativos masivos. Además de destinar presupuestos fiscales para apoyar toda suerte de iniciativas en materia comunicacional o, al menos, dictar leyes que prohíban la concentración mediática, le garanticen a todos los chilenos el acceso a la Red y, por qué no, les impidan a las empresas otorgar espacios de publicidad a los medios con el afán de cooptarlos, determinar sus pautas informativas y sobornar a sus realizadores. Que se castigue tan ejemplarmente a los políticos corruptos como aquellos periodistas y medios que sometan su trabajo a los intereses de quienes los sostienen. Por lo que sería tan justo y eficiente, en este sentido, fomentar la iniciativa empresarial de los propios comunicadores.
Pero los que mejor pueden velar por la dignidad de su profesión son los propios periodistas. Ciertamente que con la posibilidad de organizarse en sindicatos, ejercer la negociación colectiva luego, por fin, de la reforma laboral con la que los trabajadores del país han recuperado en algo los derechos sindicales que fueran conculcados por la Dictadura y durante, también, la prolongada posdictadura.
En este sentido, creo que nuestro propio Colegio de Periodistas está en deuda con la enorme gravitación que tuvo en el pasado, cuando la colegiación era obligatoria y tanto hizo por romper el bloqueo informativo impuesto por el régimen cívico militar de Pinochet. Antes, sinceramente, que esta organización derivara en un coto de caza de los partidos políticos siempre renuentes a aceptar la autonomía de los referentes sociales.
Nos animaría mucho que nuestros líderes gremiales se propusieran interlocutar con las decenas de periodistas de todos los medios, a fin de instarlos a sindicalizarse y actuar de consuno en la defensa de nuestra dignidad profesional e independencia. Pero, sobre todo, en favor del derecho del pueblo a estar debidamente informado dentro de la diversidad cultural y en el pluralismo ideológico.