Juan Pablo Cárdenas S.
Si se reconoce que los medios de comunicación cumplen un rol muy importante en la formación cultural de la población, como en la determinación de sus conductas, es preciso que sus actividades tampoco estén determinadas por el mercado y sometidas al negocio publicitario. Incluidos la libertad de expresión y de prensa entre los derechos humanos fundamentales, lo cierto es que los estados democráticos debieran impedir que la televisión, los diarios, las radios y otros medios estén regidos por el lucro, esto es por el afán de obtener beneficios de un importante servicio público , de un derecho, que debiera estar al alcance de todos y no solo a los que pueden pagarlo.
En la realidad cotidiana de los noticiarios periodísticos son recurrentes los casos en que la información se emite, se omite o se manipula conforme a la posibilidad de obtener publicidad pagada. Muchos recordamos cómo en Chile fue silenciada en pocas horas la denuncia periodística a una empresa de comida rápida que comercializaba alimentos descompuestos, así como a los pocos días los medios que callaron fueron “premiados” por esta empresa con sendos avisos comerciales. De la misma forma en que la empresa Hidroaysén se tomó las tandas publicitarias de los medios y hasta llegó a comprar las portadas de algunos medios electrónicos que incluso venían oponiéndose a sus despropósitos medios ambientales.
Sabido es que una sola empresa española ha adquirido parte importante de las radioemisoras nacionales para asegurarse la defensa de las cuestionadas inversiones de ese país en áreas estratégicas de nuestra economía. Operaciones, por cierto, que serían imposibles en Europa donde cada país es celoso en resguardar sus medios y preservar su identidad cultural a pesar de haber convenido un mismo pasaporte, una moneda común, como un amplia integración económica. En Chile, nos consta que no pocas radios y publicaciones fundan su existencia hasta en la oportunidad de lucrar con las campañas electorales, cuando el dinero y los medios juegan un papel tan importante en el ejercicio ciudadano.
Muy contrario a lo que se afirma, en Chile aparecen y desaparecen medios informativos que, pese a su calidad profesional, independencia y sentido crítico, simplemente son bloqueados por las publicitarias y las grandes empresas que prefieren favorecer a los medios afines al sistema económico y social. Es sabido la enorme circulación que registraban algunas revistas y diarios al término de la Dictadura, pero que luego se forzaron a cerrar en la imposibilidad de obtener publicidad. Fenómeno que corrió paralelo al gran perdonazo que le otorgaron las nuevas autoridades a las deudas millonarias de El Mercurio y La Tercera, junto con amarrar para el futuro la publicidad estatal con estos medios. A cambio, como se aseguró, de “seducirlos”, más que responsabilizarlos por su flagrante responsabilidad en el ocultamiento de las graves violaciones a los Derechos Humanos de la Dictadura Militar. Sistemáticamente los gobiernos de la Concertación hasta conspiraron para provocar el cierre de los medios democráticos que decidieron mantener su independencia en la Transición negociada con los empresarios, la Derecha política y los propios uniformados. En las dos décadas que siguieron al término de la administración pinochetista, ninguno de los medios que le fueron adicta han enfrentado zozobras económicas: por el contrario, además de su impunidad, han consolidado plenamente sus ganancias, pese a tener bajas cifras de circulación. Al tiempo que desde La Moneda se le bloqueaba cualquier posibilidad al dueño del diario El Clarín de recuperar sus bienes confiscados, aunque un tribunal arbitral internacional terminó reconociéndole sus derechos , pero solo obligando al estado chileno a pagarle una tardía y discreta indemnización.
LAS MENTIRAS DEL MERCADO
Pocas falacias son más contundentes que aquella que señala que “el mercado” habría acabado con varios medios de comunicación, cuando se sabe lo decisivo que fue para algunos de éstos ser favorecidos por la publicidad estatal, a cambio –como se dijo- de seducirlos o neutralizarlos durante la Transición. Aunque a esta altura ya se dé por caducado el maridaje con los gobiernos de turno, no cabe duda de que las más poderosas empresas periodísticas le deben su existencia al salvataje propiciado por las administraciones de la Concertación.
Tal como el lucro de las universidades privadas fue alentado por los ingentes recursos que recibieron del erario fiscal, los grandes medios de comunicación también se han beneficiado de estas erogaciones políticas, aunque en lo principal el grueso de sus recursos proviene de la publicidad de las empresas que discriminan ideológicamente a quien apoyar y a quien negarle espacio. Aunque sea el propio “mercado”, justamente, el que les señale la conveniencia de publicitar en otros medios de mayor alcance e influencia.
Cualquier democracia seria asume que la libertad informativa solo se garantiza en la diversidad mediática. Así como en esta última radica la posibilidad de tener un ciudadano informado al momento de sufragar y plantear sus demandas. De allí es que en tantos países lo que se han sucedido en los últimos años son leyes que prohíben la concentración mediática y discriminan positivamente en favor de medios alternativos al momento de asignar la publicidad estatal. En nuestro país, en cambio, la acumulación de medios en pocas manos ha sido un proceso pavoroso, además de mantenerle tozudamente un IVA del 19 por ciento a la comercialización de diarios y libros y, con ello, inhibir la creación de nuevos medios.
Desde la misión deontológica del periodismo, así como desde el imperativo ético de los comunicadores sociales se deriva la necesidad de prohibir, tal cual que en la educación, las prácticas del lucro. ¿Por qué podrían prohibírseles a las universidades y a los establecimientos escolares la posibilidad de lucrar para mantenérsela a los medios que son también tan determinantes en la formación de opinión pública? No sería también la hora de formular y propender a una profunda reforma mediática en nuestro país a objeto de procurar un pueblo informado, libre y culto. ¿No tendría, al menos, el Estado que definir una política de comunicaciones que impida la concentración en pocas manos de nuestros medios? ¿No debiera, asimismo, fomentar y apoyar la existencia de nuevos medios de comunicación públicos, y sin fines de lucro, así como se propone sostener la educación estatal y bloquear la posibilidad de que los dueños de los establecimientos educacionales particulares sigan lucrando con la tarea social que realizan? ¿No debiera también, como en otros países, subsidiar el papel, eliminar los tributos e, incluso, fomentar el otorgamiento de créditos blandos para el desarrollo de la diversidad informativa que es tan consustancial a una verdadera democracia?
No cabe duda que un presidente de la República de derecha, como fue Jorge Alessandri Rodríguez, tuvo mucha más visión que nuestros gobernantes actuales cuando decidió entregarle a las universidades chilenas la concesión de los primeros canales de televisión. Consciente, como estuvo, de que estos se convertirían en los principales agentes de formación del pueblo chileno. Sin embargo, esta visionaria actitud del Mandatario fue luego desbaratada por el proceso privatizador emprendido por la Dictadura, y mantenido después de ésta, así como se desafiliaron del Estado los establecimientos escolares y las empresas más estratégicas del país, al entregar a las inversiones transnacionales nuestros más ricos yacimientos cupríferos, como alentar la multiplicación de las universidades privadas. De esta forma es que los principales canales de televisión hoy pertenecen en la práctica a un grupo muy acotado de empresarios, así como la propia estación del Estado –Televisión Nacional- debe financiarse de igual modo que todos los demás canales. Es decir, vendiendo avisos y relegando para las horas de baja audiencia los contenidos culturales y educacionales.
UN ESTADO ACTIVO Y DEMOCRÁTICO
En un país tan cooptado por las ideas de neoliberalismo podría parecer estridente o demasiado audaz plantear el carácter social y cultural de los medios de comunicación y, por lo mismo, exigir que éstos simplemente no lucren de una necesidad tan fundamental de la población, como es la de estar debidamente informada y poder ejercer a través de los medios su derecho a opinar e influir en las decisiones de la política, de la economía y otras materias. De esta forma, así como nuestro Estado en un momento nacionalizó a nuestra principal empresa del cobre, también podría expropiar a las empresas periodísticas enseñoreadas en un servicio destinado a informar y en el que, como se asume, se manifiestan prácticas monopólicas y discriminatorias.
No se trata, por cierto, de arrebatarles estas empresas a sus propietarios, pero sí al menos impedir que alimenten utilidades con los recursos fiscales. No aspiramos, tampoco, a consolidar empresas que estén digitadas por los gobiernos de turno, sino más bien de disponer recursos e incentivos claros en favor del pluralismo del sistema comunicacional. Entregando, por ejemplo, concesiones radiales y televisivas a quienes, desde sus reconocidas instituciones y agrupaciones, quieran involucrarse en esta actividad sin ánimo de lucrar, pero haciendo posible la diversidad que tanto nos falta ahora en el país. Sobre todo cuando recordamos el alto reconocimiento que tuvo antes la libertad de expresión en Chile, gracias a esa infinidad de medios que sostenían los sindicatos, los gremios, las universidades, los clubes, las asociaciones culturales, las iglesias y hasta los partidos políticos para difundir sus distintas visiones y demandas ante el país.
De igual manera y como sucede en otras naciones, es perfectamente plausible en Chile que los medios privados se obliguen a cumplir con normas más explícitas respecto del derecho a réplica de auditores, telespectadores y lectores. Que dispongan espacios para el disenso y les garanticen a sus propios periodistas y colaboradores la independencia y dignidad necesaria para expresarse. Nuevamente es el desempeño de las grandes empresas de radio y TV en Francia, Holanda y otras naciones la que nos indican que es perfectamente posible desarrollar medios de comunicación legitimados y vigilados por la población, exigidos por la calidad de sus emisiones, así como por altos grados de autonomía, pese a ser solventados por el erario nacional, por los impuestos de todos. En un proceso que indudablemente es transparente y supervisado.
En efecto, lo que nos cabe en el objetivo de profundizar nuestra democracia y formación cultural de la población es propiciar una injerencia mayor del Estado en favor de la diversidad informativa, en contra de la concentración mediática y por liberar a los medios del afán de lucro que en esta actividad suele ser más pernicioso todavía que en la educación formal. A mediados del siglo pasado destacaron incluso empresarios que estuvieron propicios a que las utilidades de las empresas se destinaran únicamente a expandir sus actividades, mejorar las condiciones de trabajo, cuanto a elevar salarios y cortar las brechas salariales tan pronunciadas en nuestros ingresos. Se llegó a estimar, entonces, que toda forma de lucro personal era un robo, un despojo a los operarios, profesionales y técnicos. Se llegó a propiciar que los dueños de una empresa debían solo remunerarse adecuadamente por su aporte de capital y dedicación, más que retener para sí los beneficios del esfuerzo laboral.
En la actualidad, sin embargo, el sistema que vivimos favorece, antes que nada, las ganancias de los inversionistas, más que el justo salario de los que trabajan. Se llega a justificar, incluso, la necesidad de mantener un sueldo mínimo de hambre con tal de no desincentivar la inversión y las utilidades de las empresas. Al extremo de que en plena “desaceleración” de nuestra economía, los bancos, las universidades privadas, las asociaciones e pensiones y las administradoras privadas de salud están obteniendo los mayores dividendos de su historia. En este sentido, se ha llegado a calificar como “sostenedores” de la educación privada a sus inversionistas y no a sus docentes, escolares o padres y apoderados.
Por lo mismo es que al sistema que impera en Chile le conviene una realidad informativa digitada y alimentada por los grandes empresarios, que sus medios se propongan, al igual que ellos, lucrar de las necesidades y el consumo de la población, aunque su tarea sea tan determinante para servir a la tarea humana de comprender y cambiar el mundo. Por ello es que a los libros y a todos los impresos se les mantiene tozudamente el IVA y con ello la posibilidad de que nuestra juventud y los pobres no puedan acceder a los peligrosos textos que siempre se escriben a fin de que solo se conformen con la basura gratuita de la farándula comunicacional.
Los detractores de cualquier cambio y progreso social saben mucho mejor que los políticos que la concentración informativa y la dependencia económica de los medios son sus mejores aliados. Un recurso incluso mejor invertido y seguro que financiar las campañas electorales. Donde de vez en cuando puede surgir un parlamentario o un alcalde díscolo que se proponga morder la mano de sus verdaderos amos.