Juan Pablo Cárdenas S.
*La democracia es imposible sin libertad de expresión y diversidad informativa.
*El buen periodismo es siempre de “compromiso”; la neutralidad no existe.
Con la fundación de las primeras escuelas de periodismo surgió la necesidad de definir los contenidos del plan de estudios de la que se instalaba como carrera universitaria, además de precisar la misión y el perfil profesional de sus egresados. Se trataba de ponerle cátedra a una de las actividades más antiguas de la historia, ejercida desde el pasado por personas de la más variada condición. Siempre en el propósito de difundir los acontecimientos con las destrezas necesarias para alcanzar y ser comprendido por un lector o auditor lo más amplio y heterogéneo posible.
Por cierto que en esta tarea de organizar el currículo académico de los nuevos comunicadores influyó mucho el acervo acumulado por los propios medios informativos. De hecho, hasta ahora existen escuelas de periodismo ligadas a ciertos periódicos, radios y canales de televisión que ven necesario formar ellos mismos a los que irán reemplazando a los periodistas autodidactas o “empíricos”, como se los denominaba entonces. Esto es, a aquellos comunicadores formados en el quehacer cotidiano que, al igual que muchos artistas, les costaba mucho conceptualizar lo que hacían o se proponían en su actividad y creaciones. Más allá de buscar el sustento personal y familiar.
Mucho se ha dicho y escrito respecto de los grandes escritores y artistas que no alcanzaron a conocer la importancia que el futuro la humanidad le asignaría a sus obras. Sabido es que el propio Cervantes no soñó, siquiera, el impacto de su Quijote de la Mancha, o el mismo Leonardo da Vinci con su Mona Lisa, tan solo para señalar dos casos conocidos y relevantes.
El legado de los grandes maestros
Lo que tenemos claro es que en la historia del periodismo la mayoría de sus más notables cultores no se propuso tanto informar sino promover las ideas que profesaban. Fray Camilo Henríquez, el fundador del periodismo chileno, lo que buscó, realmente, fue la emancipación de nuestros pueblos de la Corona Española. Alentar el esfuerzo de los activistas y revolucionarios independentistas, sin sospechar que alguna vez se le reconocería como el primero entre todos los que ejercemos esta bella profesión. Su intención fue política, más que periodística, por lo que su legado tampoco alcanzó a ser tan profuso como el de los grandes maestros que se desarrollaron durante nuestra República.
Lo mismo pensamos de esos primeros evangelistas empeñados en difundir la vida y obra del Mesías para las siguientes generaciones y cuyos registros históricos sin duda han logrado una vigencia extraordinariamente dilatada, si se la compara con lo efímero que pueden ser muchos de los escritos de quienes simplemente lograron “hacer noticia” en su tiempo y sin perseguir mayores pretensiones ideológicas o proselitistas.
Cualquier revisión del pasado nos indica que el primer género periodístico fue el “de opinión”. Esto es, la difusión y defensa documentada de ideas y valores mediante el correcto uso del idioma, ya sea mediante de la palabra escrita u oral. De esta forma, el periodismo se constituyó desde sus inicios en un ariete, en un empeño por convencer y ganar seguidores en las causas intelectuales y morales de quienes cultivan este género.
Los otros dos arquetipos del periodismo asoman muy posteriormente en la historia de nuestra actividad. Nos referimos al periodismo “informativo” y, luego, al que se le asignó el calificativo de “interpretativo”, modalidades que tienen mucha relación con los procesos industriales que afectaron a los medios de comunicación y se proponen imperativos como los de la competencia editorial y la necesidad de sumar lectores, auditores y telespectadores En una actividad que desgraciadamente ha sido más lucrativa que ideológica, en que la publicidad pagada y contratada se erige en el principal sostén de los grandes medios, de las cadenas informativas y las agencias de noticias.
Medios periodísticos que incluso buscaron aparentar un oficio aséptico para sumar audiencia y lectoría, además de cumplir con el imperativo de seleccionar, filtrar el enorme caudal de noticias que estimularos los avances de la ciencia y tecnología. Una transformación mundial derivada de la irrupción de la radio y la televisión luego de las grandes guerras mundiales, hasta ahora en que el internet y las redes sociales vienen desplazando a los medios tradicionales y han consolidado el mundo globalizado y la era de la información.
Algunos medios, como la revista estadounidense Time, hasta llegaron a procurar redactores que escribieran bajo un estilo común, casi uniforme, sin que sus lectores llegaran a sospechar la mano de quienes escribían sus notas y reportajes. Por lo mismo que éstas se difundían como anónimas y solo a algunos contados redactores se les permitía alcanzar notoriedad o fama dentro de sus páginas. Lo curioso es que esta impersonalidad se les imponía a solamente a los periodistas, especialmente a los recién egresados de las escuelas, a pesar de que éste y otros influyentes medios siempre tuvieron línea editorial, servían intenciones políticas o de otra índole, más fuera solamente para obtener grandes ganancias y asentar a sus editores y propietarios entre los más más acaudalados de la Tierra.
De esta forma, la “opinión” prácticamente quedaba reservada para los editores de los periódicos, su círculo de amigos y plumarios con quienes coincidían ideológicamente o les convenía fichar como columnistas para dar la impresión de que su medio era pluralista e independiente. Una impostura que se extiende hasta hoy, especialmente en los medios de derecha tan acostumbrados a reclutar a diversos intelectuales u opinólogos de izquierda para aparecer objetivos y pluralistas. Columnistas y redactores que –digamos de paso- casi siempre terminan asimilándose a las ideas de sus empleadores. En efecto, es corriente observar cómo algunos de los más radicales y jacobinos han acabado en las páginas de aquellos periódicos que más los habían censurado, fustigado y condenados en el pasado. ¡Qué duda cabe que la historia de la prensa nacional, por ejemplo, podemos registrar el caso de destacadas figuras vanguardistas que hoy enfilan sus plumas en aquellos medios que antes los tildaran de extremistas, alentando, incluso, su proscripción.
El ideal de un periodista
Si nos remontamos a la fundación y práctica de nuestras primeras escuelas de periodismo, podemos comprobar que se llegó a concebir como el ideal de periodista el que fuera capaz de constreñirse lo meramente informativo, es decir que hiciera de la “objetividad” su primer y hasta único propósito. Un profesional que, si tenía ideas filosóficas, religiosas y políticas, debía dejarlas fuera de la redacción o salas de prensa. Es así como hemos tenido varias generaciones de periodistas que hasta llegaron a cubrir guerras, golpes de estado y sucesivas pandemias (como las que hemos o estamos viviendo hoy) tratando de no fruncir el ceño frente al horror y las injusticias más extremas y fragrantes. Reporteros cuya tarea debía acotarse a responder las interrogantes primarias del periodismo (las cinco W, en inglés) que les instruyeran sus profesores como pauta estricta de sus escritos, tratando de soslayar las causas y las consecuencias previsibles de los acontecimientos a los cuales asistían y debían difundir. Esto es evitando plantearse los porqué y las posibles consecuencias de las noticias, especulaciones que debían ser propias de los expertos y no de los reporteros.
Se pensó en la necedad de que el periodista debía ser objetivo, libre de todo juicio y prejuicio, como si no estuviera en nuestra propia condición de género, edad, nivel educacional o social apreciar los acontecimientos de distinta manera, bajo nuestras propias ópticas y escala de valores. Por lo mismo es que algunos maestros, contrariando el propósito pedagógico declarado por algunas escuelas de periodismo, se demarcaban del rígido plan de estudios para hacernos comprobar cómo hasta un accidente del tránsito podía observarse y analizarse de muy distintas formas, de acuerdo a nuestra particular manera de ser y pensar. Por algo que la misma judicatura distingue como legítima la existencia de abogados defensores y fiscales, y hasta las sentencias definitivas dependan de la calidad, concepciones e intereses de los jueces y tribunales. Por lo que sus veredictos, nunca pueden asegurar que se tratan de plenos actos de justicia, incluso si consideraron adecuadamente los agravantes o atenuantes de todas las conductas criminales.
Por cierto que cualquier digresión en este sentido era penada en nuestras calificaciones académicas, tanto así que a los más rebeldes, a los que insistían en contar los hechos de forma diferente o cultivar un relato más personal, se los instaba muchas veces a que desistieran del periodismo o emigrasen a las escuelas de historia, sociología, psicología y otras disciplinas en que existía mayor tolerancia frente a la diversidad de pensamiento y óptica.
Sin embargo, estos absurdos propósitos de algunas escuelas y comunicadores hasta hoy le han hecho creer a parte importante de la población que el periodismo debe y puede ser “objetivo” como si esto en realidad fuera posible, sin que cultivemos el cinismo y nos convirtamos en seres insensibles o impertérritos. Hace poco, leímos una entrevista de un viejo banquero, pero también propietario de importantes medios de prensa chilenos, en la cual siguió propiciando la objetividad de sus periodistas, pese a ser el mismo un verdadero activista del sistema imperante, así como antes lo fue de la Dictadura y, ahora, se muestra encantado por la democracia chilena a medias. Desde siempre un empresario convencido del afán de lucro como motor de la economía, con lo que llegó en breve tiempo a convertirse en uno de los grandes millonarios del país.
Después de los largos años de aquel devenir de periodistas “asépticos” solo bien calificados para concurrir a las conferencias de prensa y reproducir lo más literalmente posible las opiniones de sus entrevistados, los propios acontecimientos llevaron a muchos comunicadores a practicar la denuncia, fustigar a las autoridades y asumir un férreo compromiso con los dolientes, discriminados y abusados. A muchos profesionales se les hizo intolerable, por supuesto, observar la realidad y limitarse a dar la versión oficial de los hechos, como defender la posición adoptada por los propietarios de sus medios.
Las violaciones de los DDHH, por ejemplo, fueron el detonante en Chile y otros países en el surgimiento del llamado periodismo comprometido. Dispuesto a servir realmente a la gran causa humana de comprender y cambiar el mundo, tanto como acabar con las injusticias y abusos flagrantes. De allí que con la dictadura de Pinochet se abriera otra de las páginas más brillantes del periodismo y la voluntad de numerosos periodistas jóvenes diera sustento a la prensa clandestina y disidente que tanto aportaría a la conciencia del pueblo, a su movilización social y legítima insurrección.
Corriendo severos riesgos, enfrentando toda suerte de persecuciones, estas jóvenes generaciones dieron tributo a las enseñanzas de los viejos maestros del periodismo en cuanto a que este oficio cuando más lúcido se muestra es en épocas de restricciones y persecuciones. En esta toma de conciencia sobre el deber ser de nuestra profesión debemos reconocer la influencia de algunas escuelas de periodismo católicas, alentadas por ciertos mensajes pastorales como el del Papa Pablo Sexto, particularmente por su Instrucción pastoral Communio et Progressio en la que instó a los comunicadores a hacer “voz de los sin voz” como a cumplir con la ley primordial de la honradez y sinceridad.
Las mismas escuelas de periodismo preocupadas de formar egresados “objetivos” y dotados de una cultura amplia pero de apenas “un centímetro de profundidad”(como se nos proponía) tuvieron que variar sus programas de estudio y reconocer el legado que en nuestro propio país habían dejado sus más notables cultores. Analistas políticos como Luis Hernández Parker y Mario Planet, o columnistas como Andrés Sabella, Tito Mundt, Ricardo Boizard y tantos otros que por su renombre tuvimos la suerte de tenerlos como maestros antes de que fallecieran, fueran exonerados o confinados en el extranjero por el Golpe de Estado de 1973.
De pronto los profesores y estudiantes empezamos a descubrir la pluma de un Ryszard Kapushinki, posiblemente el cultor más eximio de la crónica periodística, el más brillante y lúcido estilo de hacer periodismo, cuando se persigue difundir convicciones derivadas de la observación minuciosa y libre de la realidad. Allí están sus notables artículos y libros de viajes, un extraordinario aporte al conocimiento de países y regímenes que nos eran tan distantes, y respecto de los cuales a lo sumo teníamos erróneos prejuicios o sentimientos.
Pudimos conocer también las magníficas entrevistas de un Tibor Mende y, luego, de Oriana Fallaci, entre otros grandes periodistas que nos enseñaron a conocer en sus virtudes y miserias a los más renombrados gobernantes y líderes de la humanidad. Ciertamente que con su pluma hicieron gala de sus profundos conocimientos, como de su abnegada y sistemática investigación previa y arrojo para encarar situaciones de riesgo. Tanto que esta periodista italiana nos visitara durante la Dictadura y tratara inútilmente de entrevistar a Augusto Pinochet, quien rehusó recibirla, luego del fiasco que le hiciera pasar un equipo de la televisión alemana que burló a su guardia y le puso cámara y texto a su verdadera y funesta personalidad.
Con estas lecturas también accedimos a las magníficas crónicas de escritores continentales de la talla de Truman Capote, John Reed, Eduardo Galeano y Osvaldo Soriano que supieron conciliar perfectamente la ficción con el fiel relato de acontecimientos reales. Propósito que lograra tan plenamente nuestro querido Luis Sepúlveda, el mexicano Ignacio Taibo ll y tantos otros autores latinoamericanos. Con lo que se evidenció como tantas veces que la literatura cuando más brillante se manifiesta es también en los tiempos difíciles y de zozobra social. Isabel Allende, Elena Poniatowska, Gabriel García Márquez y tantos otros que oficiaron y siguen ejerciendo de periodistas a través de sus documentadas crónicas, donde han plasmado que no conciben un buen periodismo sin asumir compromiso y pasión por lo que se cree.
Por otro lado, no faltaron quienes quisieron convencernos de que la historia era oficio reservado para quienes fungían como historiadores. A quienes los periodistas, a los sumo, podríamos serviles como fuentes de datos, convencidos de que no se podía hacer seriamente historia de los acontecimiento muy recientes o contemporáneos; que necesariamente había que remitirse al pasado para conocer la trayectoria humana sobre la Tierra. Esto es, que cada historiador tenía que darse también un baño de profilaxis, prescindir del presente, para poder escribir “objetivamente” cuando los hechos quedaran muy atrás. Dispuestos a que nunca los traicionaran sus ideas y valores.
Tanto así que durante los horrores del genocidio nazi hubo historiadores que se negaron a tomar partido frente a lo sucedido, a fin de no contaminarse con la realidad y evitar toda influencia en ellos. Confiando en otros que más adelante contaran lo sucedido. Mantenerse Inmutables, como sabemos, frente a los espantos de la guerra, los genocidios y campos de tortura y exterminio. Impasibles, incluso, frente al asesinato de más de sesenta millones de personas, cifra que ha superado con creces todas las víctimas de pandemias y desastres medio ambientales de nuestra actual “civilización”. ¡Cómo no acordarnos que en nuestras escolares clases de historia solo podíamos llegar a enterarnos de lo que había pasado cincuenta, cien o muchos más años atrás, según las propias recomendaciones o exigencias del Ministerio de Educación.
Pienso que los libros de historia más exitosos son las biografías, mejor aun cuando estas carecen del propósito imposible de la objetividad. En este sentido, es lógico que en estos escritos se descubran las tendencias o puntos de vista de muchos narradores, las diametrales diferencias entre el relato de unos y otros frente a los mismos personajes y circunstancias. Y no nos referimos con ello a los mercenarios o plumarios de siempre contratados por los poderes fácticos para dar una versión antojadiza del pasado. Aludimos, más bien, a las mismas contradicciones que existen entre los distintos historiadores que, por más de proyectarse hacia un pasado remoto, se demuestran felizmente incapaces de sacudirse de sus ideas y valores del presente para juzgar lo que sucedió antes.
De allí es que figuras anotadas como héroes por algunos pueblos sean tan repudiados por otros. Muy difícil sería evaluar el aporte o la valía de personajes como Alejandro Magno, Carlo Magno, los papas Borgia, como de cada uno de nuestros conquistadores españoles o, incluso, los mismos líderes y caudillos de la gesta emancipadora. Hoy se reconoce, por ejemplo, que el pensamiento griego dejó muy pocos textos escritos por Heráclito, Platón, Aristóteles y otros, y que hasta de la historia de Cristo se conocen diversas y muchas veces contradictorias versiones. Las que no han llegado casi siempre de oídas y, naturalmente, vienen algo desfiguradas por el tiempo transcurrido.
Napoleón Bonaparte es un preciso ejemplo de lo que señalamos. Catalogado de genio y sublime estratega, como también tildado de ambicioso, jactancioso y déspota. Respecto de él no existe sin duda historiador “objetivo”; de allí que hace algunos años el mejor perfil que pudimos formarnos de él fue por un libro cuyo autor, Jean Savant, lo único que se propuso fue reproducir muchos testimonios de testigos relevantes y, también, comunes y corrientes que tuvieron la oportunidad de conocerlo y legarnos sus impresiones. Es decir, de lo que observaron del Emperador muchas veces en los pocos minutos que lo trataron y divisaron. Una rica diversidad de opiniones que constatan que El Emperador fue un personaje de suyo controvertido, cargado de luces y sombras, cuanto de aviesos propósitos y grandes realizaciones. Nada de ejemplar, sin duda, como para haberlo elevado a los mayores altares de la gloria francesa, sin negar obviamente su esplendor histórico.
“Odio a los indiferentes”, escribió Antonio Gramci. “Creo que vivir quiere decir tomar partido. La indiferencia y la abulia son parasitismo y bellaquería”, agregó. “La neutralidad es imposible o más bien es abominable” sentencia también el periodista valenciano Pascual Serrano. En su misma selección de las noticias, los editores y redactores ya toman partido, imponen un “criterio de subjetividad”. Lo que lleva a afirmar en estos días a la destacada periodista estadounidense Amy Goodman que “los periodistas deben ir donde está el silencio. Dar voz a quien ha sido olvidado, abandonado o golpeado por el poderoso”. El trabajo del periodista radica, como nos dice el mismo Kapuscinski, en que “el lector pueda entender el mundo que lo rodea, para enseñarle, para educarlo”.
El despropósito de la neutralidad
Podríamos asegurar que todos los grandes periodistas que recordamos se propusieron la misión de cambiar el mundo. Al contrario, asumimos que las estrellas que siempre cautivan por la TV y los medios esclavos del rating, son flores de un día y que difícilmente nos dejen algún legado. De allí lo que se repita dentro de los mismos canales de TV que si un periodista se propone decir algo significativo debe hacerlo a través de un libro…
Es evidente que los comunicadores que buscan ser neutrales u objetivos terminan dándonos una visión de la realidad finalmente errónea o farsante. Una caricatura del mundo cogido por los grandes intereses creados, los gobernantes y, hoy, los multimillonarios que dominan los medios informativos y los poderes del estado. De quienes se creen hasta benefactores del periodismo por sustentar la onerosa tarea de publicar un diario; cuando en realidad lo que arriesgan o pierden en ello habitualmente lo recuperan con creces en su connivencia con las autoridades y los poderes factuales que representan o temen.
Dispuesto a ejercer como corresponsal de guerra, el notable reportero Edgar Snow, conocido como el hombre que descubrió Asia a Occidente, llegó a abrazar la causa de la revolución china, a pesar de que los que lo enviaron a ese país tenían la intención de que sus escritos desacreditaran ese proceso que inquietaba o fastidiaba tanto a los Estados Unidos. Pues bien, con el tiempo Snow reconoció que se hizo antiimperialista y se dispuso “a combatir este fenómeno dondequiera asomara”. Por lo mismo que después la propia Unión Soviética lo acusara de ser un agente imperialista, irritado el régimen estalinista por lo que escribiera sobre la desaparecida Yugoslavia. ¡Vaya cuántos otros redactores y reporteros sufrieron persecuciones y desaires durante la Guerra Fría y los regímenes totalitarios! “Si no soy fiel a mí mismo, no puedo ser fiel a quienes me leen”, asegura el notable periodista y deontólogo Tomas Eloy Martínez.
De parte de los historiadores tradicionales en general existió un verdadero desprecio o menoscabo hacia los periodistas, hasta que en algunos de estos arrogantes críticos surgió la idea de convertirse en ”historiadores de lo contemporáneo”. Es decir, cuando empezaron a vindicar su derecho a escribir sobre el presente y arriesgar en sus escritos una falta de objetividad o ecuanimidad, renunciando, así, a ese proclamado distanciamiento de los hechos que siempre se defendieron. Ello mismo los llevó a convertirse en asiduos seguidores de la prensa, empezar a valorar el esfuerzo de reporteros y analistas. Sobre todo en este mundo tan interrelacionado y dependiente, donde resulta prácticamente imposible fraccionar la realidad de cualquier país, continente y suceso. Cuando es imposible o muy difícil entender cualquier fenómeno mundial sin extender también la mirada hacia el mundo, su pasado y circunstancias del presente.
Claro: por siglos las naciones y los continentes no tenían ninguna necesidad de mirar más allá de sus fronteras. Incluso muchos conquistadores y gobernantes no llegaron a pisar sus dominios de ultramar o siquiera traspasaron los accidentes geográficos que realmente separaban a los distintos pueblos que avasallaban. Pero hoy es imposible que las fluctuaciones de la moneda, el precio de las materias primas y las propias epidemias no tengan casi inmediata repercusión hasta en los lugares más recónditos del mundo. Sucede en la economía, la política, el fútbol y, qué decir, en la ciencia y el medio ambiente. Sin que antes se sospechara que un sismo en Japón podía ocasionar un maremoto en las costas de América. O que los despropósitos y mentiras de un presidente como Donald Trump pudieran habernos arriesgado a una nueva conflagración mundial. O que los atentados contra las torres gemelas en 2002 hayan sido concebidos en el Asia, al otro lado del orbe.
Si la Edad Media, la época del oscurantismo, se prolongó por tantos siglos se explica en lo aislados que vivían los pueblos y los seres humanos como en lo que tardaba el pensamiento en recorrer la Tierra. De allí que las ambiciones y agresiones imperiales demoren ahora tan breve tiempo en imponer hegemonía y disvalores. Que surgieran las dictaduras militares en América del Sur, por ejemplo, al toque de clarín de la Casa Blanca y del Pentágono. ¿Quién podría hoy descifrar la historia de uno de estos regímenes sin considerar a los agentes externos que los fomentaron, financiaron y ejecutaron y que, incluso, ellos mismos les pusieran fin, posteriormente?
Más absurdo aparece, entonces, que haya periodistas y medios de comunicación que se propongan ser objetivos sin servir de comparsa o hacerse cómplices de quienes los financian y manejan como instrumentos de sus intereses y privilegios. Empeñados en ejercer una falsa neutralidad que no tiene otro propósito que provocar el adormecimiento moral de las naciones, mediante la robotización de la inteligencia y la conducta humana.
La incompatibilidad entre el buen periodismo y los intereses del poder ha quedado de manifiesto en los últimos años con lo que le ha sucedido a Edward Snowden, un destacado experto en seguridad informática desde que se resolvió denunciar las operaciones secretas de espionaje de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) donde trabajaba en Estados Unidos, luego de ser un alto colaborador de la Central de Inteligencia Norteamericana (CIA). Convencido de la necesidad de dejar al descubierto estas ilegítimas acciones que indagaban hasta en la vida personal de un conjunto de gobernantes del mundo, supuestamente aliados del gobierno de su país. Un cometido que le ha significado convertir a Snowden en uno de los seres humanos más buscados y perseguidos por su país de origen, lo que lo obligó a buscar asilo en Rusia. Después de que varios de los gobernantes espiados por Estados Unidos le agradecieran su invaluable denuncia, pero finalmente les cerraran sus fronteras en el temor de afectar la relación o dependencia de sus países con la potencia imperial.
O el calvario vivido por el periodista australiano Julian Assange, el fundador de Wikileaks, quien difundiera un conjunto de archivos secretos estadounidenses con el propósito de “impedir que los poderosos sigan explotando a los seres humanos del mundo entero”, según advirtiera. Pues bien, las escalofriantes develaciones de Assange, aplaudidas desde todo el orbe, no le impidieron recibir el portazo posterior de muchas naciones y gobernantes para terminar asilado en la embajada de Ecuador en Londres y, ahora, tratar de salvar de aquellas calumniosas acusaciones que se le han presentado ante los tribunales ingleses y suecos a fin de confinarlo de por vida o remitirlo a Estados Unidos, país obsesionado con su captura. Acusaciones que no buscan desmentir lo que develó, por supuesto, sino desacreditarlo moralmente.
Los últimos gobiernos estadounidenses, incluido el de Barack Obama, han mantenido una misma actitud frente a estos dos personajes convertidos en verdaderos héroes de nuestro tiempo por renunciar a su neutralidad, rebelarse frente a la hegemonía norteamericana y entregarle al mundo el producto de sus investigaciones y descubrimientos. Qué duda cabe que ambos comunicadores renunciaron a sus excelentes posiciones, a su holgada forma de vida y estipendios para servir al derecho de información de los pueblos y ejercer su libertad individual, de la que tanto se jactan respetar Estados Unidos y sus aliados de occidente. Nada todavía se vislumbra qué pasará con ambos personajes, pero de lo que no tenemos duda es que, aunque sea después de muertos, van a ser reconocidos por la historia del periodismo como dos de sus más valientes y dignos profesionales.
Dicho sea de paso, ha sido doloroso comprobar la cobardía de tantos gobiernos y líderes mundiales que, junto con reconocer y agradecer en privado los méritos de Snowden y Assange, se han hecho cómplices de la mordaza que se les ha impuesto a objeto de no incomodar al país hegemónico.
Historiadores contemporáneos
Es un mérito reconocido el papel que cumplieron en Chile un puñado de medios de comunicación disidentes de la dictadura pinochetista y cuyos periodistas y colaboradores sufrieron las consecuencias de desafiar al poder absoluto y las normas que el régimen dictó para restringir la libertad de expresión. Revistas y algunas pocas radioemisoras que legaron un magnífico registro de lo sucedido durante diecisiete años especialmente en materia de violaciones de los Derechos Humanos, luctuosos acontecimientos que callara y, muchas veces, alentara la prensa adicta y uniformada.
El poder Judicial ha valorado mucho lo escrito en estas páginas libertarias para posteriormente reconstruir los múltiples episodios de horror padecidos por la población, señalar a los culpables y reivindicar a esos miles de chilenos que fueron ajusticiados, confinados en campos de tortura y exterminio, expulsados al exterior o relegados a distintas y apartadas zonas del país. En una realidad que convenciera a Juan Luis Cebrián, fundador del diario El País de España, en cuanto a que “en tiempos de dictadura el periodismo no puede ser neutral”.
Los reporteros y redactores de estos medios por cierto asumieron una tarea bajo el compromiso de servir a la información, comprometidos de seguro con sus valores éticos y una buena cuota de arrojo. Había entre ellos militantes políticos, agnósticos o seguidores de las más diversas ideologías, pero con el objetivo común de “poner luz en la oscuridad”, promover sin ambigüedades el término de la tiranía y contribuir al retorno de la democracia. Jóvenes generaciones que prefirieron permanecer el Chile para asumirse en verdaderos testigos de lo contemporáneo. La historia de cómo se desarrollaron estos medios, de cómo sortearon las múltiples y duras dificultades y de cómo la posdictadura después les cortó las alas daría para escribir muchos libros y ejemplares biografías.
Nadie podría haberse imaginado en ese tiempo que los que llegarían después de Pinochet a La Moneda se dieran a la tarea de alentar la recuperación de los diarios, radios y canales de televisión más espurios controlados y digitados por la Dictadura. Lo que se tradujo que se les condonaran millonarias deudas con el aval del Estado y garantizarles la impunidad completa a sus principales plumarios. Al mismo tiempo, los gobiernos de la Concertación destinaron enormes recursos para impedir la reaparición, por ejemplo, del diario El Clarín, cuyas propiedades e imprenta fueran confiscadas por el Régimen Militar. O el insólito desenlace de cada una de las revistas y diarios disidentes que fueran víctimas de una política de exterminio mediático patrocinada por el gobierno de Patricio Aylwin, pero con el silencio y complicidad de la nueva clase política chilena que, ciertamente, no quiso arriesgarse a la observación y crítica de los medios informativos. Prefirieron, de esta forma, llevar a cabo una estrategia de “encantamiento” hacia los poderosos medios de comunicación adictos a la Dictadura.
Por supuesto, los nuevos moradores de La Moneda cumplieron con la encomienda hecha por el Departamento de Estado, las empresas transnacionales y los propios militares. Arreglos que los llevarían a cometer aquellos pecados que hoy se descubren y, muy especialmente, en el respeto irrestricto por más de tres décadas con la Constitución de 1980 que antes juraron suprimir. Junto con darle continuidad a un modelo económico social tan cargado de inequidades y seguir cometiendo nuevos horrores contra los Derechos Humanos. Tanto que hoy los más eminentes cientistas sociales del mundo señalan al Chile como la experiencia más extrema y feroz del capitalismo que se haya dado en la historia.
Cuando se admite y se proclama que uno de los pilares de la Democracia es la “diversidad informativa”, no hay duda de que en nuestro país la deuda al respecto es enorme, si no fuera por el compromiso de algunos medios y periodistas que, especialmente por el internet y las redes sociales, siguen empeñados en combatir las lacras vigentes del pinochetismo. Además de las perversiones del régimen que lo sucediera por más de tres décadas.
¡Vaya que habría sido hipócrita apelar a la objetividad periodística después del aquel bombardeo a La Moneda, el magnicidio del presidente constitucional y la violación programada y masiva de los derechos humanos! ¡Vaya que resulta abominable que ahora se siga apelando a tal neutralidad, cuando ella el único dividendo que traería sería la continuidad en el poder de una clase política y empresarial completamente desacreditada pero, sobre todo, ilegítima. Si consideramos nada más que prácticamente la mitad de los ciudadanos ni siquiera sufraga y que el daño social provocado por el sistema imperante es tanto o más letal que todas las pandemias que nos han golpeado en las últimas décadas. Porque el sistema en que vivimos lo cierto es que ampara la pavorosa voracidad de los poderosos y de sus representantes en el poder.
Vaya que resulta absurda la propuesta académica de ciertas escuelas de periodismo cuando se proponen formar profesionales “objetivos”, cuando en realidad la mayoría de sus egresados resultan ignorantes e indolentes con cartón universitario, como se puede observar patéticamente en los noticiarios de la televisión. Donde hacen gala, en realidad, de un nivel cultural de “un centímetro de profundidad”. O si observamos cuántos de sus egresados tienen como destino integrarse a las planillas mercenarias de las autoridades públicas , de los partidos políticos y de la burocracia estatal.
Ser “voz de los sin voz” continúa siendo un gran imperativo ético. Propósito que le deja espacio solamente a la independencia que el periodismo debe mantener respecto de los consabidos poderes fácticos que siempre buscan someterlo o neutralizarlo. Ya sea en dictadura o bajo las abominables democracias que realmente no lo son.