Juan Pablo Cárdenas S. | Martes 14 de junio 2022
Uno de los refranes más certeros es aquel que dice que “el hábito no hace al monje”. Nada asegura que por su forma de vestir una persona pueda ser definida en tal o cual sentido. De hecho, en las últimas décadas, muchos sacerdotes escondían debajo de sus atuendos las más graves perversiones en contra de la moral que predicaban. La destacada teleserie ofrecida por Netflix acerca de la monarquía británica le dio conciencia al mundo de que la fastuosidad de los reyes, príncipes y princesas disimula los más horrendos crímenes de la política y de las castas que se creen privilegiadas y con derecho a burlarse de la candidez de los pueblos.
La forma de vestir, sin embargo, bien puede caracterizar a los jóvenes y los viejos, diferenciar a los pobres de los ricos, a las mujeres de los hombres. Aunque en este último caso, las diferencias no suelen ser ahora muy convincentes: menos todavía cuando la especie humana suele manifestarse en éstos y otros géneros o condiciones sexuales.
La humanidad es muy rica y diversa en cuanto a hábitos y vestuarios. Los más destacados creadores, intelectuales y artistas generalmente no toman los hábitos de la gente común, aunque a veces la presión de los protocolos obligue a los que reciben el premio Nobel, por ejemplo, a vestirse de “etiqueta”, a ponerse atuendos que nunca más en sus vidas usarán. Resulta francamente ridículo observar a los indios de México y otros países cubrirse de trajes y vestidos propios de las clases altas, como se puede comprobar en sus matrimonios y bautizos tan habituales y en que estas ceremonias han llegado a constituir un atractivo turístico, más que religioso.
Ya se ve que el boato de los papas poco se restringió con el pontífice argentino, quien ya no calza tan espléndidamente como su antecesor, pero sigue vistiéndose de brillos y colores conforme a las estaciones litúrgicas de la Iglesia. Todo esto a pesar de que los sacerdotes y prácticamente colgaron sus sotanas, acabaron con su tonsura y ahora pueden pasar inadvertidos.
Es absurdo que las costumbres europeas en cuanto a modas y vestimentas sigan tan arraigadas en nuestro Continente, Especialmente, son muy pocos los jefes de estado sin chaqueta y corbata, aunque en algunas pocas reuniones cumbres adopten el uso de guayaberas y otras prendas más autóctonas. Evo Morales, en este sentido, fue un revolucionario en su forma de vestir, asumiendo su condición social y cultural. Ahora, es el presidente Boric el que ha decidido despojarle la corbata a su alta investidura, aunque en lo demás continué con la chaqueta y otras prendas que, incluso, muy poco se amoldan a su contextura física. Asimismo, las mujeres que conforman su gabinete podríamos decir que están rompiendo todos los moldes tradicionales en materia de colorido, escotes y vestimentas. Cualquiera sea la ocasión, las vemos de pantalones, vestidos cortos y largos, a pesar de que ya no se les aprecian sombreros y muchas joyas. Sus labios de rojo encendido parecen ganar terreno en las ministras, posiblemente más por sus convicciones que por otras causas.
En África y Asia es donde mejor se pueden apreciar las enormes diferencias en la forma en que lucen sus autoridades y pueblos. Allí tenemos de todo, a pesar de que algunos mandatarios parecen dichosos al ponerse trajes y abrigos propios de Europa, sobre todos entre los más abyectos al Primer Mundo, a sus antiguos colonizadores. Pero en general, es muy entretenido asistir a ceremonias, banquetes y otros en que se luce tanta diversidad y hasta en lo culinario se imponen formas distintas de degustar y celebrar.
Recuerdo que en Argelia asistimos a varias manifestaciones en que el alcohol nunca se hizo presente y los brindis tenían gusto a limonadas. De todas maneras, los visitantes de Occidente pudieron tomar tragos y hasta emborrachase dentro del Hotel Hilton como, seguramente, dentro de las embajadas occidentales.
En el cabello suelen haber más diferencias entre quienes son conservadores y rebeldes, aunque ahora la calvicie y el pelo rapado empiezan a imponerse entre los varones, así como en las mujeres la rubiedad es adoptada hasta por las afroamericanas, como también por los futbolistas. Tal como los tatuajes se pueden apreciar ahora en los brazos y piernas de muchas autoridades, cruzando también toda la escala social de sus pueblos. Aquí en Chile, en privado una dirigente oficialista se lamenta de haberse tatuado hasta sus partes más visibles, cuando jamás pensó que pudiera escalar tan alto en el poder. Nos preguntamos si por casualidad la propia reina Isabel, cuya vida cruza tantas generaciones, no tiene por ahí en un tobillo o pantorrilla algunas de estas marcas que parecen indelebles.
Conozco a gente que critica con acidez a nuestro Presidente por haberse despojado de la corbata, pero al mismo tiempo mostrarse muy complacido de colgarse la banda presidencial y hasta la piocha de O´Higgins, símbolos de un tiempo ido y que hablan más de la legitimidad que de la autoridad de nuestros gobernantes. Al respecto, se dice que líderes como Mandela, Gandhi, Fidel Castro y tantos otros pudieron vestirse de cualquier manera, incluso estrafalariamente, sin perder nunca su dignidad.
Recuerdo que, en tiempos de Allende, hubo quienes se escandalizaban de la vestimenta de algunos de sus ministros de estado y los acusaban de faltarle el respeto con ello al Primer Mandatario. Con esta actitud, argumentaban, muy luego, alentarían la insubordinación de aquellos uniformados siempre tan recargados de colores, charreteras. Sin los cuales pasan rápidamente por personas comunes y corrientes.
Recuerdo que un querido y elegante pariente mío asistió a una reunión en La Moneda con Jorge Alessandri, sufriendo la ingrata experiencia de ser reconvenido por el Presidente al presentarse en Palacio con un terno gris claro. Advirtiéndole que ante el Jefe de Estado solo se puede llegar con traje negro o azul, por lo que lo conminó a volver a su casa para cambiarse el traje. En la Universidad Católica de Chile no sabemos si todavía los estudiantes de derecho asisten a clases con corbata, si éstas todavía deben lucirlas en su juramento profesional ante a la Corte Suprema, cuanto en sus alegatos frente a los altos tribunales.
Siempre resultó curioso que a Allende lo tildaran de “pije” por lo elegante que vestía tanto en el Senado de la República como posteriormente en La Moneda. Incluso sus vestimentas deportivas o de fin de semana distinguían por su calidad y buen gusto. Sin embargo, de lo que no se puede dudar es que políticamente fue un verdadero revolucionario, un hombre de izquierda a cabalidad. En efecto, sus refinados gustos nunca desafiaron sus ideas vanguardistas, así como su probada y heroica disposición a perder la vida por defender el estado de derecho. A un melenudo dirigente estudiantil que por esos años le espetó ser solo un “reformista”, el extinto mandatario le dijo que él ya era revolucionario cuando todavía quien lo increpaba no aprendía a “sonarse los mocos”.
Eran tiempos en que los políticos de Izquierda, más allá de cómo vistieran, luchaban por nacionalizar el cobre y sus principales yacimientos, además de propiciar una drástica reforma agraria. Las ideas vanguardistas ejecutaban también iniciativas profundas en favor de un enorme cambio en la salud pública, la construcción de viviendas populares, el acceso universal a la educación, entre tantas otras acciones de justicia social e igualdad. Todo muy en contraste con lo que hoy tenemos: una autocalificada “nueva izquierda” rendida a los mercados internacionales y que se empeña en seducir a la inversión extranjera.