Juan Pablo Cárdenas S. | Domingo 12 de septiembre 2021
El engaño perpetrado por un constituyente, que para resultar elegido hizo creer al electorado que tenía un cáncer terminal, y hasta anduvo disfrazado de paciente grave, es, sin duda, uno de los más severos bochornos de nuestra política. Rodrigo Rojas Vade, además de mentir, cometió una serie de otros delitos que, esperamos, la justicia investigue concienzudamente.
Pero no sabemos si algún día este impostor será sancionado por los Tribunales porque, como nos consta, las causas judiciales que afectan a las autoridades corrientemente quedan impunes o reciben sanciones muy discretas. Paralelo a este escándalo, un candidato de la derecha pretende ahora llegar al Senado de la República después de haber sido condenado, incluso, por fraude al fisco. Y lo más increíble es que ninguno de los dos, descubiertas sus incompetencias y faltas de idoneidad, han renunciado o “dado un paso al costado”, como se dice ahora.
Lo que hoy observamos ha sido continuo en toda la posdictadura. Pinochet mismo jamás debió haberse constituido como senador y con él un alto número de parlamentarios involucrados en los más deleznables episodios de la Dictadura, lo que incluye a ministros y subsecretarios del Régimen Militar, altos funcionarios públicos y empresarios que se enriquecieron ilícitamente durante el período en que los chilenos estuvimos interdictos respecto de nuestros derechos cívicos.
Mucho antes de los despropósitos de este constituyente y militante de la llamada Lista del Pueblo hubo muchos que asumieron el disfraz de demócratas especialmente promovidos por los partidos de derecha, pero con el asentimiento cómplice de las organizaciones políticas que formaron parte de los gobiernos de la Concertación y de la Nueva Mayoría. Ya en el mundo causó mucha extrañeza que el primer presidente de la República después del Dictador haya sido uno de los principales promotores del Golpe de Estado de 1973 y, por largo tiempo, un férreo defensor de la legitimidad del cruento alzamiento militar.
A la Moneda y a los distintos poderes del Estado han llegado muchos personajes corruptos o al menos cómplices de las sistemáticas violaciones de los Derechos Humanos, además de ejecutores de una política económica criminal que dio origen a la más pavorosa concentración de la riqueza, la desnacionalización de nuestros recursos naturales y, como corolario, la más aguda inequidad social de toda nuestra historia republicana.
Todo esto dio existencia, por lo demás, a la clase política, casta integrada por dirigentes y partidos de todo el espectro ideológico representado en el actual Poder Legislativo. Es decir, desde la extrema derecha hasta la izquierda más radical. Aunque en estos últimos meses estén destacando figuras que están más allá del perímetro que abarca a todos los gobernantes. Muchos de los cuales también quisieran integrarse a esta clase o casta y ¡vaya que hacen méritos para ser aceptados por esta al comprobar que pueden ser tan corruptos e impostores como aquellos! Si consideramos el episodio de Rojas Vade y la forma en los numerosos militantes de la Lista del Pueblo en menos de dos meses se desafilian de esta entidad e intentan formar o integrarse a otros referentes.
Lo mismo ha ocurrido en la derecha con las postulaciones al nuevo Parlamento de varias figuras que antes se situaron en Renovación Nacional y la UDI y que ahora buscan acomodo en otras expresiones que hoy les puedan aportar más votos que los alicaídos partidos digitados todavía por Sebastián Piñera. Deserciones que también han sido habituales en la Democracia Cristiana, el Partido Socialista y el Partido por la Democracia y dentro de la montonera cantidad de referentes de la Izquierda Unida, primero, y, después, Frente Amplio y Apruebo Dignidad.
El Servicio Electoral desgraciadamente solo tiene atribuciones para dejar fuera de las cartillas de postulantes a quienes incurran en errores u omisiones de procedimiento, dejando en evidencia, de paso, la falta de rigurosidad y pulcritud de los partidos para encarar las mínimas exigencias electorales bajo las leyes que estos mismos han aprobado.
Desgraciadamente no tenemos en nuestra institucionalidad algo así como un Tribunal de Honor que tenga facultades para impugnar a los que por su trayectoria política debieran quedar de por vida ausentes de las prácticas y contiendas democráticas, sobre todo si no han cumplido sentencia alguna de parte de los jueces, muchos de los cuales también destacan por su falta de probidad.
Se supone que los partidos políticos tienen tribunales de disciplina y de honor para evaluar la solvencia ideológica y ética de sus militantes y candidatos. Sin embargo, estas instancias están desahuciadas de hecho donde reina el caciquismo y se imponen los parentescos y el dinero que sean capaces de aportar de su propio peculio, de los favores que le hacen al gran empresariado chileno, como de su fluida relación con gobiernos y partidos extranjeros.
Todos los vicios que se descubren a diario dan cuenta de la complicidad mutua que existe dentro de la clase política para tolerarlos, lo cual implica la pérdida del perfil ideológico, doctrinario y programático de los partidos. Y, de allí, el encantamiento tan amplio con las políticas neoliberales, como el rápido y solapado acuerdo parlamentario para imponer trampas a la Convención Constituyente, las cuales ya empiezan a exteriorizarse.
Muchas dudas nos quedan respecto de las posibilidades que tengan los constituyentes para arribar a una nueva Constitución y que esta llegue a ser refrendada por el pueblo. Ya sabemos que el pinochetismo seguirá velando para que se renueven los preceptos de la Constitución de 1980, buscando alianzas con otros sectores del centrismo político. Pero lo que sí hay que reconocer es que los tropiezos de la Convención, hasta aquí, han sido provocados fundamentalmente por el desorden, falta de unidad y solvencia ética de los sectores de la izquierda y de los movimientos sociales que fueron encomendados para proponernos una nueva Carta Magna.