¿Una hoja en blanco?

Juan Pablo Cárdenas S. | Domingo 22 de noviembre 2020

A veces nos parece que el absurdo se ha posesionado de los debates de la clase política chilena, como que hay quienes piensan que la nueva Constitución debe escribirse en una “hoja en blanco” y se discute majadera y distractivamente sin asumir que desde la Creación del Universo nada ha partido de cero. Que todo es evolución y los hechos históricos están completamente concatenados entre sí, sus causas y efectos. 

En nuestro proceso constituyente el desafío de definir una Nueva Carta Magna no puede zafarse, aunque quisiera, de las ilegítimas constituciones de 1833, 1925 y 1980, las que nunca fueron aprobadas por el pueblo y ciudadanos. La institucionalidad que ahora nos demos expresará necesariamente  lo que conservemos del pasado y lo que resolvamos transformar y fundar. La famosa “hoja en blanco”, por lo tanto, es un recurso retórico de quienes esperan que Chile se transforme sustancialmente a partir de una Convención Constituyente que realmente tenga facultades soberanas y represente genuinamente nuestra diversidad, complejidad y especificidades políticas, sociales y culturales.

Desde luego, vemos poco probable que haya quienes vayan a postular un régimen monárquico o la idea de que es mejor no tener andamiaje institucional alguno. Sería impensable y absurdo definir cualquier cosa sin tener en cuenta al menos las tres últimas constituciones de nuestra República. O  pasando por alto aquellos valores e intenciones claramente manifestados en el reciente plebiscito, donde casi un ochenta por ciento de la población optó en favor de una nueva Carta Magna. Tampoco sería viable que Chile se acotara a su propia trayectoria histórica, se ensimismara  y dejara de mirar al mundo para ilustrarse sobre los diversos regímenes institucionales en vigencia.

Existen no pocos acuerdos compartidos. Una amplia mayoría quiere que sigamos siendo república, que edifiquemos una mejor democracia e impongamos soberanía nacional sobre nuestro territorio, recursos naturales y bienes de la más distinta índole. Casi todos, asimismo, creemos que deben prevalecer los tres poderes del Estado, aunque muchos podríamos postular la necesidad de que sean más independientes, como el establecimiento de otra instancia que consagre más explícitamente el poder de pueblo y de sus organizaciones sociales. Para que tengan igual o mayor injerencia en las decisiones del país, igual o mayor autoridad que los partidos políticos. En los tiempos que vivimos, parece ya consensuado que se establezca la paridad de género como razón de estado, que se reconozca efectivamente la igualdad ante la Ley y el respeto a los Derechos Humanos establecidos internacionalmente.

Pocos van a atreverse a postular la eliminación de las Fuerzas Armadas, pero seguramente se hará clamor que el Estado rebaje sustantivamente los presupuestos militares y, en especial, renuncie a la carrera armamentista. Además, sería peregrina la posibilidad de acabar con las policías, aunque lo más loable sería, como ocurre en  otros países, que se sumen otras instituciones a las tareas de seguridad, atendiendo a la especificidad que exige hoy la protección de las personas, las calles y los bienes públicos y privados. Con lo cual podría restringirse el abuso policial y la corrupción de sus altos mandos.

De todas maneras, nuestro futuro Estado debiera perpetuar ciertos logros como la existencia de entidades autónomas como la Contraloría General de la República y las superintendencias. Así como vemos muy difícil que una Asamblea o Convención Constituyente vaya a borrar de un plumazo la educación particular o las clínicas y administradoras de salud privada, más allá de prohibir en serio el afán de lucro por administrar estos servicios públicos. Pero es muy poco probable que, conforme a lo que ha sido nuestra experiencia, vayan a continuar prosperando  privatizaciones en áreas tan sensibles como el uso de las autopistas y la explotación de recursos naturales estratégicos como el agua, el cobre y el litio.

Ojalá que nuestra constitución redefina claramente las áreas de nuestra economía, regule las concesiones y los términos de la inversión extranjera, de tal manera de evitar lo que ya es un secreto a voces: la extranjerización de lo que queda de nuestras empresas de electricidad y gas, que nos están dejando a merced de algunas superpotencias, las cuales serán  prácticamente imposibles de recuperar si el interés nacional lo exigiera algún día. En la posibilidad, por ejemplo, de que las empresas sanitarias vayan a ser adquiridas por China, ¿no se haría prácticamente imposible nacionalizarlas si se considera que esta potencia asiática es nuestro principal destino para el cobre y otros productos?

Y, claro,  podríamos continuar lentamente exponiendo nuestras coincidencias y diferencias entre lo que quiere la inmensa mayoría de nuestra población versus una ínfima minoría que nunca ha tenido convicciones democráticas y siempre ha hecho todo en política para beneficiarse y servir a los intereses foráneos y de las más inescrupulosas empresas y entidades financieras, como las AFP y las isapres. Políticos y gerentes que le han dado reiterados manotazos a nuestra institucionalidad, que jamás han dejado de conspirar contra el orden establecido, como lo sucedido contra los presidentes Balmaceda y Allende. Instigando posteriormente la represión y el terrorismo de Estado.

Se trata de los mismos personajes que lograron hace algunos meses, con la complicidad de casi todo el arcoíris político cupular, del Ejecutivo y el Parlamento, dejar maniatada la voluntad de quienes integren próximamente la Convención Constituyente, estableciendo un quórum de dos tercios para aprobar cualquier artículo o inciso de nuestra nueva Carta Magna. Con lo cual se proponen, descaradamente, abortar todo el proceso constituyente y encender nuevamente la ira del país a objeto de alentar un nuevo Golpe de Estado. Confiados en el apoyo, como siempre,  de los militares, policías y los onerosos recursos acumulados por ese uno o dos por ciento de multimillonarios, tan representados en la actualidad en la patética figura de Sebastián Piñera.

De esta forma, es que estamos de nuevo frente a una situación extremadamente crítica, donde lo peor sería avanzar en el llamado proceso constituyente sin que, antes, se deroguen esos leoninos quórum que le impedirán al pueblo quedar bien representado en lo que debiera ser una auténtica Constituyente que defina un texto respaldado nada más que por la mayoría absoluta de sus integrantes. Para conjurar aquel solapado Congreso Nacional Paralelo que se propone hacer muy difícil o imposible la elección de constituyentes independientes o sin partido, así como de representantes del mundo social y las diferentes etnias.

Para desbaratar estos espurios intentos, no tenemos duda que requerimos de movilización social constante, ejercer presión hacia los poderes del Estado y mantener el país activo en las calles y regiones del país. Exigiendo, en realidad, una ruta nítida para que la Constituyente resulte realmente ciudadana y soberana.

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