Juan Pablo Cárdenas S. | Lunes 26 de octubre 2020
Chile abrió una nueva página de su historia el 18 de octubre del año pasado. Cuando un contundente estallido social se verificó a lo largo de todo su territorio, exigiendo el fin de la Constitución Pinochetista y el modelo económico y social impuesto por la Dictadura, como extendido por todos los gobiernos que la sucedieron. Treinta años de espera para que por fin la clase política fuera forzada a escuchar al pueblo, como allanarse a convocar a un plebiscito destinado a aquietar los encendidos ánimos de la población y salvar la institucionalidad a punto de precipitarse por las demandas democráticas, la exigencia de un régimen de equidad social y respeto a los Derechos Humanos conculcados sistemáticamente por la larga era neoliberal que hoy da inequívocos síntomas de extinción.
Sabemos, sin embargo, que fue el obligado confinamiento a causa del Coronavirus el que ocasionó el repliegue de la protesta masiva, pero ahora estamos seguros que son muchos más los que han comprobado la horrible desigualdad nacional, el cúmulo de discriminaciones y la certeza de que eran muchos millones más los pobres e indigentes en nuestro país. Explotados por los poderes del Estado, la concentración escandalosa de la riqueza y el periodismo abyecto. De esta forma es que en el miedo a ser derribados, de la noche a la mañana, el Ejecutivo y el Parlamento convinieron la consulta ciudadana que acaba de realizarse y cuyos resultados no alcanzaron a imaginar realmente.
Los escrutinios de este proceso electoral nos señalan que casi el ochenta por ciento de los ciudadanos quiere una nueva Carta Magna redactada únicamente por representantes elegidos por el pueblo, esto es sin presencia e intermediación alguna de las autoridades todavía en ejercicio. Los que propusieron, incluso, un mecanismo como la convención mixta en el ánimo de mitigar el ejercicio de la soberanía popular, así como para evitar aquellos acuerdos macizos en pro de un régimen institucional en dirección a una democracia participativa, la recuperación de nuestras riquezas naturales y empresas estratégicas. Además de una reforma drástica de nuestro sistema económico que signifique convertir al Estado en agente y garante principal del crecimiento y el bienestar de todos los chilenos.
El único ganador efectivo es el pueblo que concurrió a las urnas venciendo los temores propios de la pandemia y la horrible represión descargada contra los jóvenes, los trabajadores y todos los hombres y mujeres concertados sin la tutela de los partidos políticos y los demás intereses fácticos. Ganaron, por cierto, en esta jornada cívica los trabajadores, los jóvenes, los pensionados y todos los que han sembrado por tanto tiempo la necesidad de proteger nuestros ecosistemas, ponerle freno a la economía consumista y advertirnos de la codicia y corrupción del gran empresariado. Es decir, de ese puñado de multimillonarios que tiene cooptado a los gobernantes y legisladores dejados seducir por los grandes capitales nacionales y foráneos. Ciertamente, empoderados en nuestros yacimientos mineros, la actividad pesquera y forestal, y en aquellos servicios públicos tan estratégicos como el suministro del agua potable, la producción de energía, las concesiones viales y la banca. Porque lo que ya no tiene Chile a causa del Régimen Militar y de todos los gobiernos que le sucedieron es soberanía alguna en las altas cumbres, en el mar, en sus valles y manantiales.
Perdieron, también, los partidos políticos coludidos de derecha a izquierda para beneficiarse de los altos estipendios que dispone el mal llamado servicio público, cuyas cifras superan el ingreso de los legisladores norteamericanos y europeos. De allí que en las masivas celebraciones de la victoria del domingo siguieran ausentes sus banderas, pendones y otros distintivos, mientras se desplegaba con entusiasmo el pabellón nacional, la bandera mapuche y los emblemas de las más diversas organizaciones sociales, artísticas y culturales. Qué triste fue comprobar en estos meses la falta de coherencia ideológica de las colectividades partidistas, así como la extrema deserción de sus militantes y simpatizantes.
Ni siquiera con toda la cobertura que la prensa uniformada le dio a las cúpulas políticas, éstas lograron obtener algún dividendo electoral, teniendo que rumiar la noche del domingo su completa frustración. Atónitas todas ante los resultados, salvo, por supuesto, un cínico Sebastián Piñera, que tuvo la desvergüenza de incluir a su gobierno como uno de los ganadores del Plebiscito. Postura que incluso avergonzó a los propios ministros que lo acompañaban muy bien parapetados sus rostros tras las mascarillas sanitarias que su Presidente echó al bolsillo. Desparpajo que también tuvo la presidenta de la UDI que se atribuyó como apoyo a su partido ese 20 por ciento que quiso darle continuidad a la Constitución de 1980, en el que también concurrieron otros sectores de la ultraderecha.
En cualquier democracia seria y real, este descalabro electoral ya tendría a gobernantes y parlamentarios desalojados del poder. Sin embargo aquí, cuando todavía no se cerraban todas las urnas, los derrotados ya sacaban cuentas alegres de lo que serían los próximos comicios para elegir gobernadores, integrar la Comisión redactora de la nueva Constitución y aquel nuevo plebiscito con el cual la Carta Magna será refrendada por el voto ciudadano.
Por lo mismo es que el pueblo no debe descuidarse. Deberá permanecer en las calles para impedir que nuevos conciliábulos cupulares intenten torcer la voluntad soberana, exigiendo durante los dos años que siguen, la materialización de las reformas educacionales, previsionales y otras que han sido constantemente burladas por La Moneda. Es evidente que solo la masiva expresión callejera puede obtener los cambios radicales que necesita nuestra convivencia política y social, además de ejercer la justa presión a los miembros de la Constituyente, susceptibles de ser engañados, sobornados y amenazados, como lo han sido antes los diputados y senadores, con las honrosas excepciones que confirman la transversal corrupción política.
La victoria debe ser atribuida a las viejas y nuevas generaciones de chilenos dignos y valerosos. A quienes perdieron sus vidas o quedaron mutilados con la represión policial y militar, es decir por los cancerberos del que llaman “estado de derecho”. El pueblo debe exigir con fuerza, ahora, la liberación de los centenares de presos políticos imputados por los Tribunales. Asimismo como las demandas de la Araucanía deben ser respaldadas por todo el pueblo discriminado y abusado a lo largo del país.
Una revisión simple de los resultados nos indica quiénes son y dónde viven los que se oponen a la justicia social y ejercen sus arrogantes privilegios. Pero con esta victoria popular del pueblo unido y movilizado todos debemos proponernos conquistar a esa mitad de chilenos que se resiste a votar, que marcó de nuevo una altísima abstención electoral, aunque esta vez la misma Pandemia, la extrema marginación social y otras causas explican más plenamente su decisión de no acercarse a los lugares de votación. Asumiendo que las trampas impuestas por los gobernantes y legisladores a muchos los ha llevado a desconfiar de la vía electoral y optar por otras formas de lucha. Aunque sabemos que concuerdan con los anhelos ampliamente mayoritarios en la población chilena.