Juan Pablo Cárdenas S. | Lunes 12 de octubre 2020
Varios años atrás, el historiador Gonzalo Vial aseguró en un debate público que la derecha chilena nunca había sido democrática. Casi textualmente reconoció que cuando ésta obtenía buenos resultados en las elecciones, sus partidos y dirigentes se proclamaban demócratas, pero que de perder los comicios lo que hicieron siempre fue conspirar para derrocar a quienes los habían derrotado en las urnas. Justificando, incluso, el terrorismo de estado que en Chile ha ocasionado miles y miles de víctimas.
Tal aseveración, por supuesto, está completamente avalada por nuestra trayectoria republicana. Constan los numerosos cuartelazos militares alentados por los más poderosos enemigos del cambio. Entre cuyos episodios más dramáticos se considera el cruento Golpe Militar de 1973, en que la derecha no solo derribó por la violencia a Salvador a Allende, sino que se dispuso a gobernar con plena complacencia con Pinochet durante 17 años. Las excepciones fueron muy pocas, como recordamos.
La Constitución de 1980 (solo retocada posteriormente durante el gobierno de Ricardo Lagos) ha sido el gran bastión de las expresiones políticas reaccionarias y de la clase empresarial, por lo que durante treinta años prácticamente han cogobernado con la Concertación y la Nueva Mayoría, salvaguardando el sistema económico y social neoliberal e, incluso, logrando encantar con sus ideas a muchos centroizquierdistas de pasado vociferante. Y, hasta aquí, muy cómodos en el poder y las prebendas de la política.
El estallido social de hace un año fue producto del descontento nacional, de la frustración de quienes confiaron en que la “democracia” traería solución a la aguda inequidad y la grosera concentración de la riqueza. Millones de trabajadores y jóvenes irrumpieron en las calles de todo Chile con sus múltiples demandas, además de la exigencia de una nueva Carta Magna. Todos sabemos que fueron solo estas masivas y radicales protestas las que forzaron a la clase política a abrir un proceso institucional que tiene como importante hito el plebiscito del 25 de octubre próximo.
Derechistas y oportunistas de todos los pelajes partidarios se sometieron a la voluntad expresada por el pueblo, aunque de todas maneras se las arreglaron para ponerle a la próxima convención o asamblea constituyente una serie de trampas que podrían terminar abortando el proceso y, de seguro, agudizando la confrontación política y social. Pero este riesgo no parece inquietar mucho a la extrema derecha, confiada siempre en que el “caos” (como señalan) pueda conducir al país a un nuevo quiebre institucional administrado por ellos y los uniformados que siempre les han sido dóciles. Mal que mal, ya han pasado treinta años y muchos chilenos poco o nada se acuerdan de la fatídica Dictadura.
Con todo, los sectores oligárquicos y retardatarios expresan temor ante la eventualidad de que el “apruebo” en el Plebiscito resulte muy contundente y les dificulte torcer el itinerario que sigue en los dos años definidos para alcanzar la plena consolidación de un nuevo texto constitucional. Un temor algo infundado si consideramos que estamos en tiempo de pandemia, por el cual existe miedo de salir a votar, además de que la abstención electoral en todas las últimas contiendas electorales ha superado o empatado el número de electores efectivos. Agreguemos que el descontento con el conjunto de la política es tan severo, que existen sectores que abiertamente llaman a sustraerse del Plebiscito, en la idea de que solo la insurrección popular podría llevarnos a un gobierno que se proponga cambios reales.
En estas últimas semanas se ha manifestado en la derecha el deseo de que sea muy alta la abstención electoral. Asegurándose que si la concurrencia no supera ampliamente la mayoría absoluta este proceso constitucional carecería de legitimidad. Claramente, estos sectores saben que el rechazo a la nueva constitución va a ser minoritario, por lo que se refugian en la posibilidad de desacreditar el proceso ante una baja concurrencia de votantes.
Para ello se valen de nuevo de la emergencia sanitaria, tratando de convencer a los ciudadanos, y muy especialmente a los de mayor edad, a no salir de sus casas el 25 de octubre ante el riesgo de ser infectados con el Coronavirus. No importa cuántas sean las medidas adoptadas para garantizar durante el día de las elecciones el distanciamiento social, el uso estricto de mascarillas y otras varias prevenciones. Para tal propósito, incluso un editorial de El Mercurio (9 de octubre) fustiga a quienes persisten en realizar la consulta ciudadana, aludiendo en esta campaña del terror al propio gobierno de Sebastián Piñera por implementar una campaña publicitaria para favorecer la concurrencia a las urnas.
Lo raro es que estos temores ni El Mercurio, el Gran Empresariado o los políticos de ultra derecha los hayan manifestado respecto del retorno masivo del trabajo, la reapertura del comercio, el turismo y otras actividades. Por el contrario, lo que han hecho es celebrar la alta concurrencia de consumidores a las distintas ferias e hipermercados, con lo cual se estaría recuperando la actividad económica en general. Ciertamente con un riesgo mucho mayor que salir a votar el día del Plebiscito con todos los resguardos sanitarios ya definidos.
Obviamente que la derecha y la cuestionada clase política apuestan a una débil participación ciudadana para así alimentar las mismas razones que en el pasado esgrimieron para interrumpir otros procesos democráticos y reformas. Por lo mismo, hay quienes temen que los propios horrores cometidos por Carabineros buscan exacerbar los ánimos en la Araucanía y en las zonas de mayor descontento social.
De allí que los partidos y referentes sociales de genuina vocación democrática debieran estar muy alertas frente a quienes fomentan la violencia extrema, irracional y contraproducente, a fin de no darle luz verde a la conspiración ultraderechista ya en ejecución.