Juan Pablo Cárdenas S. | Viernes 6 de diciembre 2019
El gran mérito del estallido social chileno es que obligó a la clase política a abrir las arcas fiscales celosamente selladas durante toda la posdictadura. De no ser por los millones de chilenos movilizados, Sebastián Piñera habría seguido en la senda de sus antecesores; esto es favoreciendo a esa ínfima cantidad de habitantes (el 1 o 2 por ciento) que vive en la más descarada opulencia, mientras la amplia mayoría de la población enfrenta todo tipo de carencias. Tanto así que vuelve a reconocerse que al menos un 20 por ciento permanece en la indigencia, en la precariedad más extrema.
En mérito de la rebelión popular, el Gobierno y el Parlamento están acordando reajustes en algunas pensiones, condonaciones de deudas y la entrega de bonos (como los que daba Michelle Bachelet), a fin de aplacar el descontento y enfrentar los costos que demandará la reconstrucción más urgente de la infraestructura pública y privada. A objeto de que el país recupere rápidamente su rostro exitista, cuanto para restablecer la confianza de los inversionistas privados y extranjeros.
Por cierto, se trata solo de discretos paliativos, algo así como un placebo para calmar las agitadas aguas de la irritación social. Nuestro Estado deberá endeudarse para cubrir esos gastos, lo que es absurdo e innecesario si se consideran las abultadas cifras de nuestras reservas en moneda dura en la banca estadounidense. Claro; por ningún motivo la Moneda acepta que recaiga en los grandes empresarios el costo de reparar las injusticias sociales y compensar la expoliación por tanto tiempo de nuestros recursos humanos y naturales. Ni siquiera porque algunos de ellos hayan aceptado su insensibilidad y manifestado la intención de apretarse algo el cinturón de sus acaudaladas barrigas a fin de que todo “vuelva a la normalidad“. Esto es al imperio del mercado, la codicia, la usura, la explotación laboral y las más diversas formas de discriminación.
Para vergüenza de los últimos gobiernos, el país comprueba que dinero había de sobra para satisfacer tantos derechos esenciales, como los de la educación, la salud, el salario digno y una pensión mínima decorosa. Que no había necesidad de transferirle a entidades extranjeras las empresas de servicio básicos que han encarecido tanto su suministro, que no habría que haber pactado contratos tan abusivos con las administradoras de las autopistas, del Metro y la locomoción colectiva. O que jamás debió implementarse un Crédito con Aval del Estado (CAE) para permitir el acceso de los jóvenes a las universidades y, de paso, lograr que pulularan entidades educacionales dispuestas a lucrar a expensas de los escuálidos ingresos de la clase media. Vulnerando el mismo Pinochet y los que lo sucedieron, la Ley que lo prohibía expresamente. Siempre con la anuencia cómplice de las superintendencias y tribunales.
Es indiscutible que Piñera paga por los platos rotos de los gobiernos y partidos supuestamente de centro izquierda, incluida su propia administración anterior. Repudiada ciertamente por la extrema derecha debido a sus similitudes y coincidencias con los gobiernos concertacionistas. Se entiende, entonces, que el actual mandatario le dé curso, ahora, a una agenda social cocinada a todo vapor con los parlamentarios oficialistas y de “oposición”, mutuamente interesados en que el descrédito no los arrastre a todos. Ello explica que proyectos de ley que dormían por años en el Congreso sean desempolvados rápidamente “antes que el malestar derive en revolución”, como la ha advertido Mike Pompeo desde la Casa Blanca.
No importa que el gobierno anterior haya contado con una amplia mayoría parlamentaria. Nada realmente se avanzó en lo que podría haber sido una agenda social acordada por los demócrata cristianos, socialistas de varios pelajes, liberales de izquierda y otra suerte de denominaciones. Ni siquiera se dieron pasos sustantivos respecto de una nueva Constitución y Asamblea Constituyente, cuando ahora solo en solo un día y una noche toda la coalición gobiernista y los nombrados arriban a un acuerdo en esa dirección. Aunque se trate de un contrato muy bullado pero con leonina “letra chica”, puesto que amarra a una mayoría de dos tercios cualquier reforma a nuestra institucionalidad, previo paso de preguntarle a los ciudadanos si, de verdad, quieren una nueva Carta Fundamental. Como si la masiva expresión callejera y las contundentes encuestas no les bastaran para asumir el deseo del pueblo.
Imagino la vergüenza que deben sentir los gobernantes concertacionistas y de la Nueva Mayoría por haberse excusado de cumplir lo prometido. Los imagino sonrojados por estar recibiendo a perpetuidad más de 12 millones de pesos mensuales. Esto es, más de 30 veces el salario mínimo que obtienen tantos millones de trabajadores.
Al menos uno de ellos ya no puede hablar, otro calla y ella está inhibida por su alto y bien remunerado cargo en las Naciones Unidas. Pero sí lo hace impúdicamente el promotor y autor del Transantiago, del CAE, de las concesionarias viales. Haciendo caso omiso de una gestión como la suya tan salpicada por los más graves escándalos de corrupción y falta de probidad administrativa. Por haber pretendido, también, engatusarnos con un Carta Básica (2005) que, en lo fundamental seguía siendo la misma de la Dictadura, salvo unos tenues retoques pactados con el Poder Legislativo.
¡Cómo se comprueba en estos días que los gobiernos del falso “Retorno a la Democracia” en realidad terminaron encantados con el régimen neoliberal responsable de tantas inequidades! Además de haberse dejado seducir por el mismo orden institucional heredado del Dictador, con el puño y letra del ultimado fundador de la UDI. El que en su hora se ufanaba de que el Texto Fundamental de 1980 estaba llamado a perpetuarse gracias a la serie de candados que se le amarraron a su redacción para que nunca más en Chile hubiera un gobierno siquiera progresista.
Felizmente, desde la misma clase política se escuchan algunas voces en cuanto a que los 5 mil millones de dólares del Fisco y otros pocos recursos más que se le inyectarán indefectiblemente al gasto social no serán para nada suficientes. Que no bastará con abrir tan frugalmente la billetera fiscal para aplacar la ira del pueblo y sus justas demandas. Que será necesario repatriar todavía muchos más recursos si se quiere elevar el indecente salario mínimo, garantizar una pensión justa, como sistemas públicos de salud y educación de calidad y gratuitos. Además de implementar una política que resuelva efectivamente la demanda de las organizaciones de los “sin casa”, de los gremios de pescadores, transportistas y tantas otras organizaciones sociales del Chile que ya despertó.
Posiblemente en su terror a ser desplazados del Gobierno, del Poder Legislativo, los municipios y de otros múltiples organismos públicos, los miembros de la clase política consentirán en otras migajas más del presupuesto fiscal para su agenda social, además de establecer algunos nuevos impuestos en beneficio de la recaudación fiscal. Pero, no hay que engañarse en esto: lo que hay que impulsar son reformas sustantivas, sino revolucionarias, al sistema económico social. Tales como proponerse la intervención de las administradoras de fondos previsionales (AFP), nacionalizar los servicios básicos (luz, agua gas), además de recuperar para satisfacción y recaudo de Chile la producción minera más estratégica, la propiedad de todas las reservas acuíferas, cuanto la soberanía económica del mar. Junto con cuestionarse la legitimidad de una serie de tratados de libre comercio francamente abusivos y agraviantes para nuestra dignidad patria, ratificados por gobiernos y legisladores abyectos.
Cuestiones todas en que el pueblo chileno tiene una gran oportunidad de alcanzar si es que sigue movilizado y sale a oponerse con fuerza a las decisiones que La Moneda y los parlamentarios están pactando para criminalizar sus protestas o para resguardarse de la furia policial. Una nueva ola de terrorismo de estado que no ha trepidado en matar, arrancar ojos, violar y consumar toda suerte de transgresiones a los Derechos Humanos. Lo peor sería bajar los brazos y ceder a las excusas de las autoridades, las que además son favorecidas por las acciones vandálicas que hemos conocido. Acometidas o estimuladas, como nos tememos, por los propios agentes policiales, tal cual lo hacían en el pasado.
Al respecto, cabe señalar que el país después de esta crisis debe ser capaz de cuestionarse la existencia del actual Cuerpo de Carabineros de Chile y promover el desarrollo, como en otros países, de distintas instancias de orden y seguridad, para que no todo quede centralizado en un solo mando. Menos después de comprobarse cómo su alta oficialidad ha incurrido en tantos actos de corrupción.
Que no nos digan más que no hay plata, cuando con las utilidades solo de las AFP se podrían financiar varias agendas sociales. Como, asimismo, con un alza al nivel de los impuestos que cobran los países de la OCDE a las empresas, se podría garantizar sueldos dignos y pensiones solidarias. Hay países mucho más pobres que el nuestro en que la salud y la educación, por ejemplo, están garantizados gratuitamente para todos. A condición, por supuesto, que se prohíba la extrema riqueza, el Estado deje de ser subsidiario y al capital extranjero se le prohíban sus prácticas abusivas.
En definitiva, tiene razón Mike Pompeo: la oportunidad nos llama a la “revolución”. Aunque este término irrite tanto hoy a la derecha y a los conversos o “reciclados políticos” que alguna vez fueron tan radicales como para motejar el ideario de Salvador Allende de “reformista”.