¿Quiénes realmente son los violentistas?

Juan Pablo Cárdenas S. | Viernes 22 de noviembre 2019

Compelidos como hemos estado a condenar “la violencia venga de donde venga”, en realidad creemos justo repudiar, primero que todo, la violencia del régimen neoliberal que provocó el desenlace que hoy a todos nos conmueve. Es decir, aquella que se ejerce en la cotidiana explotación de los grandes empresarios a sus trabajadores, vulnerando sus derechos laborales; la que provoca el desparpajo de los políticos enriquecidos y ensoberbecidos en la perpetuación de sus cargos públicos y groseros estipendios. O la impunidad institucionalizada en favor de los delincuentes de cuello y corbata,  de los que usurpan desde las AFP y las isapres las cotizaciones de los trabajadores. La violencia que generan los bullados casos de corrupción ventilados ante la opinión pública y que crónicamente deja impunes a sus responsables y cómplices. La violenta discriminación sufrida por nuestro principal pueblo autóctono, como las criminales acciones descargadas día y noche contra sus familias y hogares. De manos, habitualmente, de carabineros digitados por los empresarios forestales de la Araucanía que los despojaron de sus propiedades ancestrales. Todo con la complacencia de La Moneda, ahora, y por los gobiernos precedentes.

En efecto, violencia continua y sistemática justificada por los gobiernos, dícese progresistas, y los políticos de derecha, dícese católicos y amantes del “estado de derecho”.

Sin ignorar, tampoco, el saqueo fiscal y bancario en contra de los estudiantes. De esos cientos de miles de jóvenes que seguirán endeudados por varias décadas más, si es que no se les condona lo que deben. Una deuda lacerante para cientos de miles de familias que fuera fomentada por el gobierno de Ricardo Lagos quien, paralelamente, le puso un abusivo peaje al libre tránsito por las autopistas. Por quien incluso intentó pasar como obra suya la mismísima Constitución de Pinochet, con solo algunos retoques negociados con el Parlamento, para ahora tener el cinismo de sumarse a la demanda popular por una nueva Carta Fundamental.

Cómo olvidarnos de la ultrajante violencia que significó la negativa del Presidente Frei a recibir durante todo su mandato a los familiares de los detenidos desaparecidos de la Dictadura. O la burla que le propinó al país la señora Bachelet con su falso proceso constituyente. El que, por supuesto, no condujo a nada, salvo frustrar las esperanzas que de nuevo se agitan en las protestas, después de que le entregara la banda presidencial por segunda vez al principal defraudador de los derechos del pueblo. Un multimillonario engreído, insensible y sin capacidad alguna de autocrítica y pudor. Cuya permanencia en La Moneda violenta y crispa todos los días a la población que lo repudia tan contundentemente. 

Imposible pasar por alto la violencia ejercida por el sistema todavía vigente contra los sin casa o los deudores hipotecarios, estrangulados todos por las entidades financieras y constructoras. La violencia que significa que el sueldo mínimo recibido por millones de trabajadores no les alcance para llegar a fin de mes, como lo hemos podido constatar en esos estremecedores testimonios de ancianos, viudas, pensionados, como de tantos jóvenes impelidos a delinquir para comer y llevar algo a casa.

Por la violenta e insensata actitud de los principales medios de comunicación circundados por la farándula y la frivolidad, ignorantes de la realidad nacional y mundial y cuyos rostros ahora lloran “lágrimas de cocodrilo” al descubrir nuestro país real. Con sus noticiarios y programas tan lacerantes a la conciencia pública, la dignidad de los pobres y de la propia clase media. Como si no fuera terriblemente violento, también, el constante atentado en contra de la soberanía nacional, mediante la inicua explotación de nuestros recursos naturales, el saqueo cotidiano de millones de toneladas de cobre, litio y otros productos desde las entrañas de nuestro territorio.  O los mismos incendios provocados en nuestras reservas forestales a fin de proveer terreno a las empresas constructoras y a aquellas que buscan reforestar nuestro paisaje con especies de mayor y más rápida plus valía, sin importarles si éstas agotan los manantiales y aguas subterráneas en desmedro de la agricultura y del agua potable en tantos pueblos y ciudades del país.

Ciertamente que duele ver un templo en llamas o la destrucción de monumentos patrimoniales, pero todo eso se puede volver a reconstruir o reparar. No así nuestros vandalizados yacimientos del norte y de las altas cumbres cordilleranas. Pero no nos equivoquemos: para sujetos como Piñera, la destrucción callejera puede ser incluso una oportunidad de negocio para las empresas constructoras e importadoras, como para las mismas compañías de seguros. Ya un hábil alcalde y algunos “emprendedores” en cosa de horas discurrieron semáforos portátiles; de la misma forma como algunos poderosos del retail se proponen, después de cobrar sus pólizas por incendio,  reemplazar estos hipermercados por grandes condominios de viviendas bien cercadas y más inexpugnables.

Qué duda cabe que la promesa de un plebiscito y de una asamblea constituyente (con leoninos quórum  para aprobar cualquier cambio sustancial de la actual Carta Magna) busca también apaciguar las demandas sociales y convertirse en un placebo para los ansiosos de cambio. ¡Qué violento contubernio es el ejecutado por el Ejecutivo y los parlamentarios para, en cosa de horas, levantar un acuerdo y prometer una agenda social que ha sido burlada o postergada por tanto tiempo! Si hasta tenían preparado aquel enorme lienzo blanco que cubrió la plaza Baquedano para hacernos creer que la batalla terminaba y que el orden se restablecía. Desconociendo el hecho de que la protesta no solo se alzó contra el Gobierno sino contra toda la indolente clase política.

Por ello que abandonar la calle y “volver a la normalidad”, como se nos sugiere, sería realmente fatal para un país que merece mayor equidad y una paz fundada en la justicia y no en la quietud de los cementerios. ¿O es que acaso algún cambio de época y transformación de nuestra historia no ha supuesto la ira popular y episodios inevitables de insurrección?  

Violencia nunca comparable, en todo caso, con la ejercida por los vencedores de Concón y Placilla que conspiraron contra el presidente Balmaceda y derivaron en la organización de turbas que salieron a saquear las casas de los derrotados? O la de los bombardeos de La Moneda en 1973, seguidos por los campos de tortura y exterminio; como los asesinatos masivos de campesinos en Ranquil y otras localidades rurales. Tal como años antes se ultimó en Santiago, por instrucción presidencial, a los estudiantes en el Seguro Obrero, o en otras masacres a centenares de mineros. Como la misma “pacificación” de la Araucanía que ya nadie discute que se trató de un brutal genocidio contra nuestro pueblo aborigen. Por cierto impune, como otras aberraciones.

Es inaudita la hipocresía de quienes hoy apelan a un armisticio exigiendo que los humillados por el sistema abandonen sus protestas, piedras y palos, mientras los policías disparan con armas letales a los manifestantes, y les arrancan los ojos a los jóvenes. Y, por supuesto, le siguen poniendo todo tipo de cortapisas al reajuste digno de los salarios y pensiones. Cuanto a la misma posibilidad de una Asamblea Popular Constituyente, donde lo que mande sea el sufragio mayoritario de sus integrantes y no los intereses de esa minoría cobijada en un acuerdo y quórum espurio. Convenido, como vimos, a espaldas del pueblo movilizado.

¿Es que acaso Piñera pactó con el pueblo y sus organizaciones tan alto despropósito? 

¿Es que existe algún antecedente en Chile y en el mundo en que los acuerdos de paz se firmen solo entre los mismos aliados?

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