Juan Pablo Cárdenas S. | Lunes 16 de septiembre 2019
El mundo ha logrado alarmarse frente a los catastróficos pronósticos sobre el cambio climático. Para una o dos décadas más es posible concebir una calamidad universal de no cambiar drásticamente nuestras formas de producción y consumo a fin de ponerle freno al calentamiento global y la depredación de nuestros bosques, fuentes de agua y dispendio de materias primas. Pese a las guerras, catástrofes medioambientales y otros fenómenos que se suceden a diario, lo cierto es que la población mundial crece constantemente y el planeta empieza a colapsar en el abastecimiento de tantos millones de seres humanos.
Hace unos sesenta años, en París, un grupo de calificados científicos nos advertían que de continuar las formas de explotación capitalista de nuestra naturaleza, el mundo se condenaría a su destrucción y, aunque la advertencia nos sonaba entonces algo exagerada, la verdad es que ya podemos apreciar los nocivos efectos de la llamada sociedad de consumo, de los intereses ecocidas del ahora autodenominado neoliberalismo y de la creciente confrontación entre las grandes, medianas y pequeñas naciones para imponer su hegemonía al mundo o proteger sus reservas naturales. Por algo se dice que la próxima guerra mundial podría ser la del agua, ante su inminente agotamiento, cuando el acceso al petróleo ya ha ocasionado y seguirá produciendo graves conflictos mundiales.
Aunque tuvimos falsos profetas que nos auguraron el triunfo definitivo del capitalismo, por sobre todas las experiencias socialistas o comunistas, lo cierto es que la paz del mundo debiera revolucionar rápidamente las bases actuales del comercio mundial, prohibir la concentración económica y la extrema riqueza, además de rescatar a más de la mitad de los habitantes del mundo de la pobreza y el atraso. El mismo planeta ya no soporta tanta inequidad social y amenazas tan extremas y arriesgadas como la producción de armamentos de destrucción masiva o “disuasivas”. Asimismo, es preciso que los seres humanos se acostumbren a vivir con lo esencial y en equilibrio con su entorno natural, lo que supone sepultar necesariamente las ideas propiciadas por las naciones hegemónicas, la voracidad empresarial y el afán de los pueblos devenidos en simples consumidores y mano de obra de intereses ajenos.
Cada país y continente debe hacer frente a la catástrofe que se avecina y que se expresa tan locuazmente en el derretimiento de nuestros hielos, las múltiples inundaciones, los incendios forestales, los ciclones y otros fenómenos que ciertamente se vienen multiplicando y acentuando en intensidad. Entre las mayores iniciativas, ya se ha dicho, hay que descarbonizar y olvidarse de los recursos fósiles para producir nuestra energía industrial y familiar; adoptar las fuentes limpias que las naciones más conscientes están ya alentando, aunque todavía más acicateados por una nueva oportunidad de negocios que por un imperativo moral.
De la misma forma es que hay que variar nuestros hábitos alimenticios, adoptando el consumo de proteínas también limpias y no tan provenientes de la carne animal que, como se ha comprobado, es una de las principales causantes de la crisis hídrica, la deforestación e, incluso, de un sinnúmero de trastornos a la salud.
Lo cierto es que el colapso nos amenaza a todos y que esta vez los países y poblaciones más ricas no podrán escapar a sus consecuencias, porque ciertamente la ciencia y la tecnología no le darán tiempo para escapar de la Tierra y asentarse en otro lugar del universo como algunos han llegado a fantasear en su delirio y renuencia a cambiar sus formas de vida. Pero de todas maneras nos tememos que la tozudez del pensamiento de derecha, los intereses creados y la simple condición humana impidan o retrasen la llamada “revolución verde”, la conciliación del ser humano con la naturaleza y la adopción de formas solidarias de desarrollo entre los pueblos.
De allí que el progresismo universal tenga tantos deberes y posibilidades a partir de la hecatombe que se avecina. Que las llamadas o autodenominadas izquierdas puedan confluir en un imperativo ético y político, al mismo tiempo que se alejen de todas esas ideologías o caprichos mesiánicos que perdieron realmente vigencia en el mundo actual, no tanto por el fracaso de algunas de sus experiencias reales, sino por la irrupción de nuevos problemas y desafíos. Que ya no son de cada país, etnia y clase, sino de todos los habitantes del planeta.
En lo que más conocemos, el caso chileno, asumimos que la preocupación por el medio ambiente y nuestro frágil territorio ya ha entrado al debate público y ello ha estimulado implementar muchas y novedosas acciones a lo largo de todo el país en el desarrollo de la energía solar y geotérmica, la posibilidad de desalinizar nuestro mar o, incluso, considerar seriamente la idea de esa carretera hídrica que nos permitiría conducir nuestras abundantes aguas del sur hacia el centro y el norte del país. Sin embargo, muchas autoridades soslayan el hecho de que en las últimas décadas lo que se ha propiciado son más plantas de carbón, incluso por sobre las cuestionadas hidroeléctricas. Así como se comprueba la indolencia de todos nuestros últimos gobiernos al soslayar las inicuas depredaciones provocadas por la minería y la agroindustria, con sus criminales consecuencias contra la salud de varias ciudades y poblaciones. El envenenamiento de ríos mediante sus relaves y el agotamiento de nuestros manantiales subterráneos de Santiago al norte del país.
Realmente pensamos que, sin renunciar a objetivos tan nobles como los de la verdad y la justicia (que tanto compromete a algunos partidos y movimientos), todas las expresiones vanguardistas debieran avanzar hacia los nuevos objetivos y urgencias de los Derechos Humanos, tan conculcados por nuestras grandes empresas y la frivolidad de nuestros gobernantes. Felizmente, el agotamiento de ciertas ideologías y métodos de lucha tiene como feliz corolario la decepción del pueblo respecto de los partidos y otros referentes. Al mismo tiempo que crece el interés de nuestras poblaciones por las ideas de la ecología y las manifestaciones de defensa de la “casa de todos” y la igualdad social.
Debemos asumir necesariamente que es muy poco lo que puede hacer Chile frente a los desafíos de salvar el Planeta en un país cuyos verdaderos soberanos son las empresas transnacionales, con la Constitución y las leyes que inhiben la voluntad popular y democrática, como el poder del Estado. Pese a que somos una de las naciones más ricas del continente, con gigantescas reservas monetarias pero que solo pueden tocar el desmedido y absurdo gasto militar, como la incontinencia de una clase política que se hace pagar caro en su papel de cancerbera del orden institucional vigente y las inversiones foráneas.