Juan Pablo Cárdenas S. | Jueves 22 de agosto 2019
Lo que más le ha reprochado el Gobierno a la diputada Camila Vallejo, por su propuesta de reducir la jornada laboral, es que su iniciativa escape a las normas constitucionales vigentes. Se le acusa de haber jurado respetar la Carta Fundamental de Pinochet, como deben hacer todos los parlamentarios que asumen en dichos cargos y, por supuesto, le advierte que recurrirá al Tribunal Constitucional en caso de que prospere su idea en el Poder Legislativo.
No se ataca el fondo de la propuesta. No se le entregan al país informaciones certeras respecto del impacto que podría ocasionar una reducción a 40 horas de trabajo y no a las 41 que propone el oficialismo, empeñado en que se le dé cumplimiento a una Constitución que acota a los integrantes del Congreso Nacional a aprobar o rechazar solo lo que proponga La Moneda en todo aquello que pueda comprometer el Presupuesto de la Nación.
Debates políticos como los que estamos observando en este tema son ilustrativos de la forma en que el conjunto de la llamada clase política (salvo contadas excepciones) ha sacralizado la Carta Fundamental de 1980 con las cosméticas modificaciones que se le hicieron durante la administración de Ricardo Lagos. Por supuesto que nos hubiera gustado en todos estos años de posdictadura que quienes prometieron una Asamblea Constituyente y una nueva Carta Fundamental se hubieran abstenido de jurar o prometer el apego en todos sus actos al texto todavía vigente y que tal parece perpetuarse. Con todo, son muchas la manifestaciones de nuestra historia en que los actores políticos, sociales y uniformados han violado la ley y la Constitución. De otra manera seguiríamos estancados en el siglo XIX o XX. ¡Vaya cómo saben de esto, por lo demás, los conspiradores y golpistas de derecha que ahora rasgan vestiduras por la irreverente actitud de la diputada Vallejo!
Lo que hay que afirmar con claridad es que los ideales de justicia social lo que necesitan, justamente, es derribar los obstáculos que se oponen a sus objetivos. Es posible que algunas transformaciones puedan materializarse con apego al ordenamiento constitucional, pero la historia es contundente en demostrar que, por lo general, los cambios necesitan de una justa rebelión ante lo establecido. Imponen pasar por alto las legislaciones construidas por los que quienes mantener sus privilegios versus las aspiraciones de los pueblos y, en particular, de los más oprimidos.
Ya demasiado tiempo ha pasado en Chile sin que se avance en favor de las equidad social, un salario mínimo digno, una previsión social justa, así como que el Estado se propongas realmente garantizar derechos tan fundamentales como el de la educación y salud. Por el contrario, todos sabemos que los gobiernos de los últimos años han venido acrecentando la brecha entre pobres y ricos, así como favorecido la concentración económica e hipotecado nuestro territorio ante las transnacionales y los inversionistas extranjeros. Los que se han convertido, incluso, en propietarios de un recurso tan fundamental como el agua. Además de nuestros yacimientos y empresas de servicios públicos.
El más emblemático de los establecimientos educacionales, el Instituto Nacional, nos ofrece en estos días el lamentable espectáculo de que sus estudiantes deban asistir a clase con los techos de su edificio poblado de carabineros fuertemente armados y bajo la condición de ingresar a sus aulas después de una insolente revisión de sus mochilas y otros enseres. Mientras la represión policial se enseñorea también en las calles a lo largo de todo Chile ante cualquiera que se anime a protestar y demandar justicia. “Hay que velar por nuestro estado de derecho”, nos dicen las autoridades, bajo el asentimiento cómplice de aquellos opositores y disidentes de ayer que se sienten cómodos con las granjerías que ofrece el sistema institucional a los legisladores cómplices, a los jueces abyectos y a los sindicalistas vendidos. Muy contentos, ahora, de ser considerados por los canales de televisión y entrevistados por esa cáfila de periodistas y animadores mediocres y estridentes que ofician en sus matinales y farándulas. Mientras los periodistas serios son excluidos o despedidos apenas ejercen la más mínima crítica al orden establecido.
El gobierno de Piñera estira la cuerda porque sabe que en apenas unas semanas más se va a dar inicio a un nuevo proceso electoral, en que la demagogia y el populismo colectivo de los contendientes invadirá los medios de comunicación y la propaganda política para otra vez llenarnos de promesas, asegurándole al país que, ahora sí, podrán los jubilados aspirar a una pensión digna, que los hospitales van a atender a todos los enfermos que se mueren por miles esperando una consulta médica o intervención quirúrgica. Que por fin será la hora de fortalecer la educación pública, que continua sufriendo invariablemente los estragos de un régimen que solo quiere favorecer a la instrucción pagada y elitista, las clínicas pagadas y a los inversionistas que nos traen pan para hoy y hambre para nuestro porvenir soberano.
Para que los mismos y unos cuantos más lleguen a los municipios y después al Parlamento o a La Moneda a jurar su fidelidad a la Constitución y a las leyes de la República, a fin de que todo siga igual mientras la rebeldía popular no se organice y movilice. Esto es, sin ambages, enfrentándose a la legislación que tantos prometieron cambiar y ahora los tiene apoltronados en el poder. Y nada, finalmente, harán en favor de la justicia, mientras se ufanan todos los días de nuestras multimillonarias reservas, abultado PIB y, por supuesto, le otorgan más y más recursos a los celadores del sistema: a los uniformados que, de fratricidas, han derivado en ladrones. Además de apuntar ahora a las cabezas de los escolares.