Chile y el trabajo esclavo

Juan Pablo Cárdenas S. | Viernes 9 de agosto 2019

La clase política chilena discurrió discutir ahora sobre una eventual disminución de la jornada de trabajo. Lo que se persigue es que las personas y las familias puedan contar con más tiempo para su convivencia, cuando se asume que es demasiado el que dedican los trabajadores a sus ocupaciones y a movilizarse hacia y desde sus fuentes laborales. Hay quienes sostienen que rebajar la jornada de 45 horas semanales a 40 o 41 podría, incluso, incrementar la productividad, la que en Chile manifiesta cifras precarias en relación a la de otros países.

Sin mayores estudios que avalen el impacto de una reforma en tal sentido, tanto el Gobierno como la oposición se muestran favorables a esta idea y el Congreso Nacional se dispone a legislar al respecto, ya sea acogiendo la iniciativa de La Moneda o apoyando la posición de algunos parlamentarios comunistas que también tienen su propia propuesta. Como ocurre a menudo en nuestro país, se discute sin consultar todavía el parecer de los trabajadores, de sus sindicatos y referentes gremiales. Pero ya en la víspera de nuevos procesos eleccionarios, el oficialismo y sus detractores buscan cosechar dividendos electorales con una propuesta que seguramente puede alcanzar gran arraigo popular. Aunque sea bien poco probable que pueda concretarse en ley próximamente, cuando ya se insinúan los reparos que pondrá el gran empresariado, siempre renuente a elevar las contrataciones o los sueldos de sus empleados.

A la luz de cualquier observación mínimamente rigurosa se puede concluir que los trabajadores que pudiesen acortar su jornada de trabajo no son más que los que pertenecen a la administración pública y en aquellas empresas reguladas que están al día con sus obligaciones salariales y previsionales. Que se hará muy difícil que una ley pueda ser acogida por los cientos de miles de trabajadores independientes e informales que tanto abundan en nuestro mercado laboral, así como aquellos que se desempeñan en el agro, la minería y otras actividades en que es prácticamente imposible imponer una rígida jornada de trabajo.

Al respecto, es pavorosa y sobrecogedora la reacción que se produce cuando los medios de comunicación, especialmente las radios, deciden consultar la voz de la población, para constatar que hay millones de trabajadores que exceden con creces sus 45 horas de trabajo semanal, forzados a trabajar hasta 16 o 17 horas al día para poder recaudar ingresos mínima o medianamente dignos, como ocurre con tantos transportistas, comerciantes y esos miles de dependientes de las grandes, medianas y pequeñas tiendas. Incluso con los llamados “coleros”, por ejemplo, constituidos por esos numerosos vendedores ambulantes que se suman a las ferias libres para vender ropa usada y todo tipo de enseres de segunda mano, a fin de lograr un salario muy variable pero corrientemente muy por debajo del mínimo establecido por la Ley.

Sin desconocer los buenos propósitos de una nueva legislación laboral, llama atención que esta idea se plantee cuando estamos en medio de un nuevo incremento del desempleo, cuando se sabe también del aumento explosivo de los trabajadores sin seguridad social alguna. Y cuando nada o muy poco han logrado las acciones contra la delincuencia común que justamente se intensifica cuando la población no abriga expectativas laborales justamente remuneradas. Sobre todo en un país sindicado como uno de los más desiguales del planeta, pese a su enorme producto interno bruto que, por sobre todo, favorece a la extrema riqueza, a los sectores más pudientes.

Una discusión es estimulada por los medios de comunicación abyectos al sistema económico, que poco dan cuenta, por ejemplo, de las decenas de periodistas y funcionarios que son despedidos cotidianamente, especialmente de los faranduleros canales de televisión. O cuando se reconoce que muchos de los inmigrantes llegados al país son explotados inicuamente en labores pésimamente remuneradas, con jornadas de trabajo agobiantes y riesgosas que igualmente exceden las horas de la jornada legal actual. Cuando se cuentan ya por decenas de miles los haitianos, colombianos, ecuatorianos y otros condenados a un trabajo prácticamente esclavo que es bien aprovechado por algunos inescrupulosos contratistas agrícolas, de la construcción y de los servicios, que pagan salarios a sus dependientes que apenas les cubren los arriendos de sus viviendas hacinadas como su precaria alimentación. Realidad que cualquiera puede observar en las ciudades y pueblos de norte a sur del país.

Son francamente absurdas o cínicas las referencias que se hacen a la realidad laboral de Alemania, los países escandinavos y otras naciones europeas en que los derechos de los trabajadores están resguardados debidamente y la población activa cuenta con instrumentos sindicales y políticos que defienden realmente sus intereses. Cuando también existe en ellas una clase patronal mucho más justa y democrática que la nuestra tan acostumbrada aquí no solo a vulnerar la legislación y los tratados internacionales, sino experta en coludirse incesantemente para violar las leyes de la libre competencia y los derechos de los consumidores. Como ha ocurrido con los propietarios y empleadores de los laboratorios médicos, las farmacias, las grandes tiendas y de los servicios públicos en Chile completamente privatizados y extranjerizados.

Suscribiendo totalmente la necesidad de que los chilenos puedan dedicar más horas del día a sus hogares, a la cultura y el esparcimiento, el Gobierno y los parlamentarios chilenos debieran, primero, procurarnos leyes y ejercer supervisión a fin de que se remunere decentemente a los trabajadores, se les paguen sus horas extraordinarias, se cumpla con sus cotizaciones previsionales y puedan desempeñarse en condiciones de trabajo decentes. Mucho más urgente que rebajar las horas de trabajo o flexibilizarlas (término muy críptico y ambiguo) sería corregir los sistemas de seguridad en el trabajo y acceso a la salud y otros derechos humanos. En un país en que anualmente, como se reconoce, mueren entre seis y siete mil personas en las listas de espera hospitalarias en la esperanza de recibir cirugías y tratamientos médicos. Cuando, además, centenares de niños pierden sus vidas anualmente en las calles al estar obligados a trabajar o delinquir para su subsistencia.

No vaya a ocurrir que al final los únicos favorecidos con una rebaja en las horas de trabajo sean los propios legisladores y altos funcionarios de la administración pública. Y decimos “altos” porque también se sabe que en la propia administración del Estado existe un elevado número de empleados a honorarios y contrata, sin estabilidad laboral y, por supuesto, con sueldos muy inferiores a los de sus jefes, especialmente si éstos son de la confianza de los gobiernos de turno. Es decir, de los que administran el botín fiscal.

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