Juan Pablo Cárdenas S. | Viernes 31 de mayo 2019
Ya se ha acreditado que la clase política chilena está en el último lugar en cuanto a credibilidad y reputación pública. Particularmente, la Cámara de Diputados es ahora la institución que genera más desconfianza en la población, dentro del alarmante desprestigio que afecta a gran parte las instituciones del país.
Muy cerca de esta pésima evaluación están las instituciones empresariales y del conjunto de los llamados “hombres de negocios”. Los abusos cometidos por las grandes tiendas, la colusión de las farmacias y laboratorios, el cohecho practicado por algunos banqueros, los atentados que cometen ciertos “emprendimientos” contra nuestro medio ambiente y de la salud de la población han consolidado la idea de que los grandes empresarios chilenos están reñidos con la ética y solo les anima acaudalar riquezas a cualquier costo. También opera ahora en este descrédito la práctica de los sobornos y el tráfico de influencias empresariales para garantizarse el favor de los legisladores y gobernantes; delitos que están salvando impunes en los Tribunales de Justicia, pese a los bullados casos de corrupción develados por la prensa. Episodios en que se ha burlado a los consumidores nacionales, pero también al propio Servicio de Impuestos Internos en lo que respecta a prácticas como la evasión y elusión.
En todos estos largos años de posdictadura no ha prosperado reforma tributaria alguna que se proponga realmente una mayor equidad social, a no ser por algunas reformas cosméticas que de todas maneras siguen descargando los mayores impuestos en la clase media y los trabajadores, mientras que algunos sectores vinculados, por ejemplo, a la construcción y al transporte siempre mantienen sus agraviantes privilegios. Ni qué decir la forma en que el empresariado se favorece del sistema previsional, convertido en el principal negocio del país sobre la base del capital generado por los cotizantes de las AFPs, un puñado de instituciones que lucran negándole a los jubilados una pensión digna. A esta altura, es indiscutible que la política chilena se sostiene en los aportes de una clase empresarial favorecida por el sistema económico vigente, en personas y entidades a quienes los partidos y candidatos pasan su patena. La que también, por supuesto, recibe aportes de los grandes o potenciales inversionistas extranjeros animados de invertir en nuestro país y en otros de la Región.
En este aspecto, algunos integrantes del Consejo Minero y de las grandes transnacionales que han invertido en carreteras concesionadas por el Estado han estado siempre en entredicho, dando origen a escándalos como el del MOP-Gate y la obtención de concesiones que le han arrebatado ingentes recursos al erario nacional con concesiones viales y obras de infraestructura que han resultado desastrosas. Como es el caso del ya famoso puente bascular de Cau Cau que todavía no entra plenamente en operación y que le terminará costando al bolsillo de todos los chilenos muchísimo más del doble de su abultada cifra original. O la hecatombe medioambiental provocada por las salmoneras en los mares más bellos y límpidos del mundo.
Las patronales chilenas constituyen el auténtico poder político detrás de nuestros gobiernos y poderes del Estado. Históricamente ha sido así desde aquella Guerra del Pacífico que fuera promovida y financiada por los intereses mineros foráneos y nacionales del Desierto de Atacama, donde Chile terminó extendiendo su territorio hacia las provincias de Tarapacá y Antofagasta que pertenecían a Perú y Bolivia. Todo el patrioterismo inculcado en nuestras generaciones de estudiantes hoy, por fin, debe rendirse a la realidad de lo que sucedió entonces. Verdad que ahora señalan los nuevos textos de historia y aquellos documentados reportajes de la televisión.
A lo anterior, debemos sumar las constantes operaciones militares, como la llamada Pacificación de la Araucanía, o las masacres de Santa María de Iquique, Ranquíl y Pampa Irigoin, que siempre se propusieron defender los intereses de la propiedad privada, acribillando las demandas de los obreros y campesinos. En efecto, en toda nuestra trayectoria institucional, militares y políticos lo que han hecho es administrar el poder represivo otorgado por los dueños del Gran Capital. En quienes radica, en realidad, la soberanía, cuando ninguna de nuestras cartas magnas ha surgido de asamblea constituyente alguna o siquiera ha sido refrendada por el voto ciudadano. Salvo la parodia electoral montada por Pinochet para legarnos el actual texto normativo
Es ampliamente conocida la gestación del Golpe Militar de 1973 como una conspiración urdida por algunos empresarios y políticos derechistas que fueron a golpear las puertas del Pentágono, del Departamento de Estado Norteamericano y los cuarteles militares chilenos. Para alentar a los generales asesinos y traidores, digitar la política servil y, enseguida, hacerse de las principales empresas nacionales, procurarse la recuperación de las tierras confiscadas por la Reforma Agraria e instalarse en todo el sistema financiero y productivo. A precio vil, como se sabe, y sin que ninguno de los principales cabecillas empresariales haya sido obligado hasta hoy a devolver lo robado, como a pagar por alta traición a la patria. Cuando ellos mismos negociaron con los inversionistas extranjeros su enseñoramiento en nuestra industria y comercio; en nuestros yacimientos, océano, ríos y bosques. Una impunidad consagrada por las administraciones De la Concertación, Nueva Mayoría y de la derecha, durante las cuales empresarios como Julio Ponce Lerou (el yerno del Dictador) han continuado recibiendo favores políticos.
Toda una red de protección oficial que los induce actualmente a cometer otra suerte de ilícitos. Tan graves o más que los cobijados por la Dictadura, con el agravante, además, de que ahora éstos delitos están tutelados por los tratados de libre comercio firmados por nuestros gobiernos y refrendados por los variopintos legisladores que, en realidad, son parte de la misma ralea política. Tratados y acuerdos bajo la jurisdicción y los arbitrajes internacionales prácticamente imposibles de desconocer antes de que el pueblo chileno tome conciencia de tal despojo y abusos. Y se proponga ejerza la justa rebelión y fuerza necesaria para recuperar su soberanía.
Consta que se trata de la alta clase empresarial que de emprendedora, ciertamente, tiene casi nada, cuando en los balances y cifras macroeconómicas continuamos siendo una economía prácticamente mono exportadora, que importa al país casi todo lo que consumimos y que hoy está a la deriva de las confrontaciones chino norteamericanas. Cuando ya se sabe que el “mercado mundial” y los grandes referentes financieros y reguladores del comercio mundial poco tienen de autónomos. O, más bien, son manejados francamente por las transnacionales.
Lamentablemente, muchos empresarios medios y pequeños que cumplen con las leyes laborales y tributarias enlodan su prestigio por la soberbia y abusos de los más poderosos. Cientos o miles de empresas que incluso son abusadas por los poderosos consorcios que contratan sus tercerías. Iniciativas que a diario son desplazadas o absorbidas por la concentración económica y los hábitos monopólicos amparados por la Fiscalía Nacional Económica y el Tribunal de la “Libre Competencia”. Una de las instituciones que menos funciona dentro de nuestra institucionalidad.