La funesta herencia de Pinochet

Juan Pablo Cárdenas S. | Sábado 25 de mayo 2019

De no existir una asamblea especialmente convocada y elegida democráticamente para definir un nuevo régimen institucional, es muy difícil que esta tarea pueda ser acometida por la llamada clase política. A los gobernantes de turno y a los parlamentarios les cuesta mucho prescindir de sus intereses electorales y demostrar la grandeza necesaria para definir lo que le convenga realmente al país. Si se está en el Ejecutivo, la tendencia natural es a preferir los regímenes presidencialistas; si se es mayoría en el Poder Legislativo, lo corriente es que es que se abogue por el parlamentarismo. Asimismo, si se le consultara a los ciudadanos de regiones, es muy probable que éstos en su mayoría se inclinen por un régimen federal, más que por el unitario que rige en buena parte de nuestros países. El autoritarismo presidencial pudo ser muy razonable en los albores de nuestra república cuando Chile era más un Estado que una homogénea nación.

Con seguridad, diversos intelectuales y especialistas, como las propias universidades, podrían aportar mucho más que los profesionales de la política a la hora de definir un orden institucional que reemplace al instaurado por el régimen cívico militar. Muy autoritario y poco democrático, a pesar de los cambios cosméticos hechos posteriormente en esta dilatada posdictadura.

Desde fuera del poder y las contiendas electorales, la academia podría aportar mucho más a la hora de definir las atribuciones de los poderes del Estado y procurar su genuina independencia. En acotar, por ejemplo, las facultades del Tribunal Constitucional, cuya tarea suele defenderse o cuestionarse según la posición que adopten sus integrantes en cada tema y resolución. Una corte, como se reconoce, cuoteada políticamente, más que constituida por mérito y trayectoria. Afectada por el mismo vicio que se practica a la hora de integrar nuestros tribunales de justicia y otras instituciones del Estado que debieran ser autónomas, si no mediara siempre el intenso lobby o tráfico de influencias para la designación de sus integrantes.

Se afirma corrientemente que se necesita de verdaderos “estadistas” para ocuparse de una reforma institucional, es decir de personas que tengan al país como objetivo fundamental en sus propósitos y quehacer. Sin embargo, ya sabemos que hace mucho tiempo no asoma un líder o lideresa de este talante en nuestro país. Menos, todavía, cuando el fenómeno de la corrupción ya está tan entronizado en el llamado “servicio público”. Cuando a todos nos consta cómo se ha legislado en los últimos años a la sombra del cohecho y otras funestas prácticas que, además, involucran a los grandes empresarios y otros grupos de presión.

A pesar de que en un momento pudo prosperar la idea de convocar a una Asamblea Constituyente, finalmente se ha impuesto la férrea oposición de la derecha a tal posibilidad, sumando a su favor a connotados dirigentes de la llamada centro izquierda que siempre le pusieron zancadillas a una propuesta que alcanzara gran arraigo popular. Hoy parece consolidado que lo mejor sería que una nueva Constitución resultara de una tramitación parlamentarias a iniciativa de La Moneda. Pero ya cumplió un año el gobierno de Piñera y no hay asomo de algún aliento oficial al respecto, así como tampoco ahora las diversas bancadas parlamentarias parecen preocupadas del tema.

Recordemos que se gastaron ingentes recursos en los últimos años del gobierno de Michelle Bachelet para un proceso constituyente ciudadano que no prosperó y solo sirvió de estratagema proselitista para favorecer a la coalición política gobernante, la que de todas maneras resultó derrotada y desintegrada en los últimos comicios presidenciales y parlamentarios.

Antes de proponerse reformas sustantivas a un régimen político administrativo, en que todos los días demuestran que sus instituciones NO funcionan adecuadamente, lo único que se implementó fue el aumento de los curules parlamentarios, llegando a un número totalmente dislocado en relación al tamaño de nuestra población. Diputados y senadores que, para irritación pública, perciben remuneraciones y otros haberes muy por encima del que obtienen los parlamentarios de Estados Unidos y de los ricos países europeos. Y, por supuesto, veinte a cuarenta veces más que el ingreso promedio de los trabajadores chilenos.

Como ya sabemos, las propuestas de reforma constitucional siempre prosperan en la víspera de los procesos eleccionarios. Sin embargo, una vez que se elige a nuestros supuestos mandatarios, legisladores y autoridades comunales, la clase política suele apoltronarse rápidamente en el poder y postergar toda posibilidad de cambio y ejercicio de la soberanía popular. Y es explicable que esto suceda, porque para alcanzar estos cargos de “representación” es preciso gastar millonarias sumas de dinero que al final importan mucho más que los sufragios obtenidos. Lo que puede comprobarse con las exiguas y hasta ridículas votaciones obtenidas por algunos candidatos del binominalismo instalados en nuestro Congreso, gracias a la componenda cupular y el desprecio absoluto a que estas instancias electorales siquiera se validen con la concurrencia a las urnas de más del 50 por ciento del padrón electoral.

Ya se sabe que la apatía ciudadana ha sido emulada por los propios jóvenes, cuando algunas de sus federaciones no han podido renovarse en virtud de antiguos reglamentos que solo validan los resultados cuando el 40 por ciento de los universitarios concurra a sufragar. Es sorprendente que el poderoso Movimiento Estudiantil que tanto hizo por combatir a Pinochet y por promover una reforma universitaria haya terminado tan desganado como las propias organizaciones de la sociedad civil y de los trabajadores. Claro: cuando los últimos comicios de la Central Unitaria de Trabajadores son descalificados por sus vicios por el tribunal electoral correspondiente, es muy probable que la apatía prospere y se diluya la confianza que se puso con fervor en la política después de 17 años de interdicción ciudadana. Conste para comprobar lo que sucede que, según los sondeos de Latinobarómetro, ya son más los chilenos y latinoamericanos que desestiman a la democracia como el régimen que mejor garantice los derechos políticos y sociales de la población.

Cuando son tantas las demandas frustradas en materia salarial, previsional y cultural; cuando la violencia se consolida en toda suerte de conflictos sociales, así como en la desbocada y cotidiana delincuencia, nuestro país próximamente pudiera encaminarse a una nueva ruptura de su paz social e institucional. No sería extraño que surjan, más temprano que tarde, nuevas asonadas golpistas y el caudillismo que siempre prospera cuando la política se desnaturaliza y se pierde el norte del interés nacional, la equidad social y la probidad de sus autoridades.

Considerada como ilegitima en su origen y contenido por tantos actores políticos y sociales, la Constitución pinochetista de 1980 amenaza, curiosamente, con extender su vigencia tanto o más que sus antecesoras de 1833 y 1925 que consolidaron nuestra institucionalidad republicana. Aunque es preciso insistir que ninguna de ellas consideró la participación popular en su gestación, lo que demuestra que nuestra vocación y solvencia democrática está muy distante de las de aquellos países que sí han dado asambleas constituyentes para definir sus normas de convivencia política e institucional. Regímenes que muchas veces son ninguneados desde nuestra política regida más de 30 años por las leyes que el Dictador nos legara.

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