Chile en estado de violencia y miedo

Juan Pablo Cárdenas S. | Viernes 3 de mayo 2019

Las imágenes televisivas del último Primero de Mayo nos revelaron disturbios que superaron los de otras jornadas callejeras en Santiago y que nos hablan de grupos organizados desbordando las disposiciones y la represión de Carabineros como también el liderazgo de las organizaciones sindicales y políticas. Lo que se apreció nuevamente en esta oportunidad es que los que optan por los desmanes y el enfrentamiento con la policía crecen respecto de aquellas movilizaciones y protestas que hacen gala de su pacifismo. Aunque unos y otros coincidan en las mismas críticas hacia el ordenamiento económico y social sostenido por los últimos gobernantes.

Lo dicen las pancartas y proclamas de todos contra el sistema previsional, las isapres y la renuencia de la política a emprender nuevos rumbos que signifiquen un real mejoramiento de las condiciones de vida de la amplia mayoría de la población. De allí que la tendencia ampliamente mayoritaria sea el repudio a los partidos políticos como el creciente desinterés ciudadano por participar de las elecciones presidenciales, parlamentarias y comunales, manifestando cifras de abstención que señalan la falta de representatividad y legitimidad de quienes gobiernan el país. Incluso en las rutinas eleccionarias de los estudiantes universitarios se ha podido comprobar un ausentismo que supera el 60 o setenta por ciento.

Todo un desencanto que se funda en la injusticia e inequidad. Por algo los estudios de la prestigiosa Fundación Sol nos señalan que seis de cada diez trabajadores chilenos de jornada completa no podrían sacar a una familia promedio de la pobreza en razón de que más del 54 por ciento recibe menos de 350 mil pesos mensuales y todavía menos cuando se trata de las mujeres.

La violencia callejera ha ido escalando en radicalidad desde que hasta una iglesia fuera asaltada por los manifestantes y arrancaran de ella un gran crucifijo de madera finalmente destrozado en plena avenida Bernardo O’Higgins ante el estupor de los transeúntes. Ya se ve que hasta las convocatorias ecologistas derivan en actos que afectan a la propiedad pública y privada y encabritan a los respectivos ediles comunales que tienen que encarar los costos de tales tropelías, aunque los canales oficialistas se hagan un festín de rating con estas imágenes.

Ya no hay un solo día en la Araucanía sin que se manifiesten atentados contra las empresas forestales y los comuneros mapuches reaccionen con mayor violencia frente a las abusivas discriminaciones y brutal represión que sufren sus hogares. Ya sabemos que desde la Moneda se organizan siniestros montajes para desacreditar las justas reivindicaciones mapuches y cómo varios jóvenes combatientes son asesinados por la espalda y no por causa de los enfrentamientos con la policía, como siempre tratan de probar los gobernantes de turno. Los cuales, en realidad, no cambian mucho sus prácticas desde un gobierno a otro; o entre la centro derecha o la centro izquierda como respectivamente se autodefinen. Con certeza que lo que ocurrido en el sur de Chile se asemeja a una verdadera guerra civil, como lo han señalado algunos observadores internacionales.

Es evidente, asimismo, que el malestar estudiantil ha remontado a graves agresiones en contra de maestros y establecimientos escolares, causando conatos de violencia que ni siquiera se apreciaron en los combates a la Dictadura hace tres o cuatro décadas. Al mismo tiempo, el país se entera de las iracundas reacciones populares que provocan la mala administración de justicia o la pésima atención de muchos establecimientos de salud de norte a sur del país. No está demás señalar la irritabilidad que le provoca asimismo a los ciudadanos la pretensión de quienes nos presumen en el umbral del Primer Mundo, cuando se reconoce que tan solo ocho de las más de 350 comunas del país tienen más del 65 por ciento del pavimento en buen estado y que los altos índices de obesidad de la población se explican en su inadecuada nutrición, especialmente en el consumo “chatarra” y la falta de buenos hábitos alimenticios.

En materia de seguridad pública ya varios países del mundo alertan a sus habitantes de los crecientes peligros que entraña viajar a Chile y visitar sus zonas de atractivo turístico. Es evidente que el crimen común cada día se hace más extremo e irracional, cuando se suele matar por unos pocos pesos y hasta los moradores de las viviendas más modestas se ven forzados a parapetarse con rejas de seguridad y prevenciones bien inducidas por las empresas que lucran en tal sentido. Hasta los bancos de quejan ahora de los asaltos que sufren cotidianamente en sus establecimientos y cajeros automáticos, aunque, en todo caso, no han disminuido sus multimillonarias utilidades o su interés de permanecer en nuestro territorio.

Cada vez son más habituales en el acontecer noticioso los portonazos, los femicidios, el tráfico de estupefacientes y el choque entre las bandas criminales, en un país que también llegó a presumir de que estábamos libres de la producción y consumo de drogas. Por algo es que para hacerle frente a los accidentes del tránsito ahora las autoridades controlan, además del alcoholismo, el consumo de cocaína, marihuana y otros alucinógenos. Al mismo tiempo que con más frecuencia que en el pasado se descubren armas hechizas o sustraídas de los cuarteles militares en manos de los malhechores y entre las bandas de asaltantes a policías y otros agentes de seguridad.

No escapa tampoco al estupor de la población que jueces y fiscales sean descubiertos como cómplices y encubridores de los delitos de corrupción, asociación ilícita y otros. Todo lo cual redunda en el sentimiento de impunidad de los chilenos respecto de los delitos de cuello y corbata. Esto es de los grandes empresarios, políticos y hasta sacerdotes. En los últimos días, hasta se han descubierto galerías carcelarias y celdas carcelarias en que se prodigan las comodidades de los narcotraficantes recluidos. Tal como los de los grandes violadores de los Derechos Humanos.

A no dudarlo, Chile se desbarata en el crimen y siempre la solución ofrecida por quienes nos gobiernan es la de ofrecer más policías y recursos disuasivos. Lo cual sin duda puede ser necesario pero junto con administrar políticas para corregir las profundas y agraviantes desigualdades sociales, avanzar hacia el pleno empleo y el salario digno; la rehabilitación de los que han delinquido y el drástico mejoramiento de nuestros niveles educacionales.

Después de dos guerras mundiales, en que el pillaje también se hizo presente en Europa, sabemos que fue el estado de bienestar que se le proporcionó lo más rápidamente posible a toda la población, la buena calidad de sus centros de instrucción pública y la más justa y ecuánime administración de la Justicia lo que consolidó la paz e, incluso, la democracia en el viejo continente. Lo que no ocurre aquí en nuestro continente y en Estados Unidos, donde los beneficios del desarrollo se reparten selectivamente, los pobres se multiplican y el miedo y la criminalidad se hacen cada vez más espeluznantes.

Chile, como varias naciones emancipadas de España, fue primero un estado antes que una nación. Sin embargo en más de 200 años todavía los habitantes de su territorio no reconocen una “madre patria” que los cobije a todos y no sea tan solo un territorio de oportunidades para los inversionistas extranjeros y la alta burguesía enseñoreada en la política. En ello radica la violencia que se expresa con el descontento social, el irrespeto a nuestros símbolos y patrimonio natural y cultural, como muchos lo lamentan. A falta de una sólida identidad nacional, por supuesto.

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