Juan Pablo Cárdenas S. | Domingo 14 de octubre 2018
Aunque matemáticamente en la segunda vuelta de las elecciones brasileras podría ser derrotado Jair Bolsonaro, todo dice que esta posibilidad es improbable, aunque la campaña del petista Fernando Haddad haga hasta lo imposible por desacreditar al adversario y advertirle a los ciudadanos de los peligros que entraña que un ultraderechista, fascista, homofóbico, misógino y racista pueda hacerse del gobierno.
Felizmente, el candidato que se impuso con tanta ventaja en las elecciones no debe su triunfo a estas características, sino al profundo malestar de los brasileros con la corrupción general de la política y en especial con las administraciones del Partido de los Trabajadores (PT). Por algo la presidenta destituida Dilma Roussef ni siquiera reunió votos para asegurarse un escaño en el Senado y con ella fueron muchos los gobernadores y parlamentarios que perdieron de forma contundente frente al fenómeno Bolsonaro y su emergente colectividad. En este sentido, hay que añadir que los votos obtenidos por el sustituto de Lula da Silva no fueron nada de despreciables si se considera su escaso tiempo de campaña electoral. Sin embargo, la distancia entre el 47 por ciento obtenido por Bolsonaro y el 29 de Haddad es prácticamente irremontable, toda vez que los sufragios de los que llegaron más rezagados no son todos endosables a favor del segundo.
La izquierda pierde en Brasil por sus propios pecados más que por los méritos del ganador. La descomposición moral de la clase dirigente siempre le cobra principal precio político a quienes están en el poder. Ciertamente, no es plausible que el pueblo brasilero se haya transformado en derechista y enemigo de la democracia; en capitalista y neoliberal. Solo que se cansó de ser burlado por un partido de izquierda al que le puso muchas fichas en el pasado y hasta le reconoció méritos antes de que sus líderes se corrompieran.
Es muy posible que a Bolsonaro le suceda lo de Macri o lo de Piñera en unos cuantos años más. Que los argentinos y chilenos comprueben que no es en las políticas de derecha donde pueden alcanzar sus aspiraciones de equidad y crecimiento continuo y sustentable. Que tampoco logre de los gobernantes de derecha un freno efectivo a la delincuencia, cuando se trata de una lacra que más requiere de justicia social, oportunidades de trabajo y salarios dignos, que de represión y de seguir aumentando las fuerzas policiales. De que terminen los flagrantes abusos del gran empresariado si se quiere inhibir la acción de los grupos marginados y pobres, como de la juventud desesperanzada.
Sin duda que es en la injusticia social, pero sobre todo en la impunidad, donde se alimenta el crimen organizado y cada vez más violento en nuestros países. ¿Qué otra cosa puede hacer un desempleado que delinquir para su mínimo sustento personal y familiar? ¿Por qué hasta los mismos policías tendrían que mantenerse probos ante los asaltos de las Fuerzas Armadas al erario nacional? O, ¿por qué los jueces tendrían que resistir la tentación del cohecho, ante los políticos abiertamente sobornados por las grandes empresas?
Es la izquierdización de la corrupción la que alimenta a los Bolsonaro, los Macri y los Piñera, aun cuando la trayectoria personal de éstos haya sido también repugnante por sus negociados y fraudes. Cuando los tres, de buena forma, deben sus éxitos electorales a su capacidad económica para sojuzgar a los medios de comunicación, financiar sus millonarias campañas electorales y penetrar el mundo de las redes sociales, donde ahora se han instalado las grandes verdades y falsedades que son las más absorbidas por la población ignorante y menos reflexiva.
Y cómo no agregar algo también muy importante: ¿por qué los pueblos tendrían que seguir fieles al ideario progresista cuando las izquierdas en el poder poco o nada hicieron para acabar con los abusos del sistema previsional, la usura de los bancos, el descarado negocio de la salud. Cuando fueron los propios gobiernos de la Concertación en nuestro país los que privatizaron la economía más que los militares y mantuvieron plenamente vigente la Constitución Política de Pinochet. ¿Es que acaso el peronismo, los herederos de la Unidad Popular o el mismo PT hicieron la revolución tan prometida? ¿O la hace Ortega en Nicaragua? ¿No es lícito que nuestros electorados hoy busquen una alternativa aunque sea en las fauces mismas del neofacismo? ¿No se hará necesario que nuestros pueblos comprueben por sí mismos que la solución ciertamente no está en la derecha y se avengan a consolidar nuevas organizaciones y formas de lucha para cambiar las cosas en su favor.
Muchos nos debemos preguntar, además, por qué algunos “izquiedistas chilenos y latinoamericanos están tan abrumados por el triunfo de Bolsonaro. ¿Es que les preocupa el desencanto popular que pueda sobrevenir a su victoria, más que la posibilidad de perder las ubres que les pusieron los gobiernos del PT a sus partidos, movimientos y alcancías electorales. No son, en nuestro país, los mismos personajes que todavía son investigados por los tribunales o escaparon de una sentencia gracias a las leyes de la prescripción y no de la justicia. ¿No parece tan extraño, entonces, que expresidentes y connotados políticos hayan perdido toda compostura al respecto o se hayan saltado olímpicamente todas las normas diplomáticas. Incluso, las que les señalan la imprudencia de inmiscuirse en los asuntos de los otros países.
¿Es que acaso creen que Bolsonaro podría destapar la olla de los escándalos del PT y de otras colectividades de Chile y América Latina financiadas por las empresas brasileras que hoy, naturalmente, se aprestan para entrar al gobierno del país más poderoso de nuestra Región?
No. Para tranquilidad de todos éstos, creo que podríamos asegurar que la derecha brasilera, como la de todos nuestros países, no va a proponerse este cometido sino, más bien, emular y hacer lo mismo de quienes los antecedieron en el gobierno. Sus tutores del Departamento de Estado y de las transnacionales obviamente no se proponen acabar con los facinerosos sino reemplazarlos y despejarse aún más el camino para definitivamente “hacerse la América” y cumplir el genuino imperativo de la doctrina Monroe de establecer plena soberanía en todo nuestro Continente.
Felizmente respecto de lo que acontece en Brasil, el auténtico progresismo latinoamericano ve con optimismo y esperanza lo que ocurra con Andrés Manuel López Obrador en México, quien también llega al gobierno con la promesa de encarar a la corrupción y conjurar el trágico legado de los gobiernos del PRI y de la derecha. Solo que en su caso viene abrigado por un sólido ideario de reformas para beneficiar a los más pobres y excluidos y, hasta donde sabemos, una intachable trayectoria personal.
Lo que más debemos lamentar es que, con la corrupción y en incumplimiento de lo prometido, nuestros pueblos ya han terminado por decepcionarse de la democracia misma. Según lo arrojan las encuestas de Latinobarómetro. Que día a día crezca el número de los que no votan y ya no tienen ningún aliciente para confiar en los partidos políticos o en el mismo sistema institucional. Que se haya impuesto en Brasil un candidato que no presenta programa alguno de gobierno, ni manifiesta interés en debatir con sus adversarios.