Juan Pablo Cárdenas S. | Domingo 16 de septiembre 2018
La propia comunidad científica mundial está perpleja respecto de las consecuencias que podrían tener para toda la vida de la humanidad las innovaciones producidas por la llamada inteligencia artificial. Con la inminente consolidación de la sociedad tecnológica regida por aquellos algoritmos capaces de superar en miles o millones de veces la capacidad y celeridad de la inteligencia humana. De esta forma es que la ciencia avizora con mucha preocupación que todas nuestras estructuras sociales, políticas y económicas puedan verse supeditadas a lo que “reflexionen” y ordenen los robots y otros inventos que ya no serán necesariamente instrumentos al servicio de la persona humana sino, por el contrario, terminen suplantando nuestra voluntad y libre albedrío.
Cuando uno lee lo que connotados especialistas están advirtiendo en sus escritos, como el profesor Yubal Noah Harari, descubre con horror cómo nuestros gobiernos, parlamentos y universidades se mantienen sumidos en los conocimientos del siglo que ya se fue y se muestran completamente incapaces de imaginar, siquiera, lo que viene, a fin de reaccionar a tiempo frente a los riesgos del desarrollo tecnológico. Si en el pasado a los ideólogos, filósofos y cientistas sociales los apreciábamos sensibles a los acontecimientos como la revolución industrial y otros, hoy los vemos muy rezagados al respecto. Pero, lo más grave, inmersos en querellas tribales, superfluas e inconducentes.
Si lo ideales del liberalismo y la democracia parecieron ponerle fin a los regímenes autocráticos y a las dictaduras, justamente la inteligencia artificial pudiera acabar ahora con las prácticas del libre mercado y el derecho de los ciudadanos a escoger soberanamente a sus representantes. Así como ya tenemos algoritmos que vigilan todas nuestras decisiones económicas y nos predisponen para el consumo de determinados productos, sin siquiera necesitarlos efectivamente, estaría próximo el día en que desde los computadores de un grupo de los más poderosos del mundo se pueda decidir la suerte política de nuestros países. De esta forma no sería raro que los Trump y otros personajes pudieran ser impuestos por los mecanismos reguladores de la inteligencia emocional que es, en definitiva, la que explica muchas de las más grandes y extrañas decisiones actuales como el Brexit, las guerras que asolan constantemente a la humanidad o la insensatez del consumismo depredador.
Si las derechas fueron tradicionalmente las que asumían el conservadurismo, la necesidad de oponerse a los cambios y conjurar la justicia social, las izquierdas eran las que se preocupaban de cuestionar los sistemas imperantes, promover los cambios y avanzar hacia la equidad social. Sin embargo, en la actualidad lo que más se descubre en los sectores “progresistas” es su entreguismo, su conversión a las ideas neoliberales y la práctica de la democracia acotada o “representativa”. Incluso las convicciones de Marx del siglo XIX parecen ahora muy extremas para no pocas expresiones socialistas de nuestro país y del mundo.
Aunque todavía se le rinden homenajes a Salvador Allende, a la revolución cubana y a los caudillos del África que llevaron a la emancipación de tantas naciones, la verdad es que éstos han devenido en la más completa hipocresía. Cuando en realidad muchos de los más rebeldes jóvenes de antaño hoy se solazan en parlamentos de un régimen político como el nuestro, regido por la Constitución de Pinochet, el ultra neoliberalismo y la impasibilidad frente a la corrupción de nuestros gobernantes e instituciones llamadas republicanas. Y, para colmo, habiendo logrado buenas correlaciones de fuerza en el poder legislativo, finalmente se rinden a las dietas parlamentarias y al ejercicio de la política mediática, a las ambiciones personales y querellas internas digitadas por los publicistas del sistema que les conviene para que nada cambie realmente.
Poderes que ni siquiera le temen, como antes, a la explosión del descontento social, en la idea que éste puede ser neutralizado fácilmente por las policías y las fuerzas armadas que hoy hasta hacen uso de drones para identificar los rostros de los rebeldes y pueden atentar contra los líderes políticos y sociales que les resulten incómodos. Sumando a ello el control de las redes sociales, donde la calumnia, la delación y otras lacras pueden manipular con cierta facilidad la conciencia de los ciudadanos. Reconvertidos, por desgracia, en meros consumidores y cada vez más lejos de la sociedad del conocimiento y la posibilidad de influir en su destino. La ciencia también vaticina que la caída del capitalismo podría ser posible con el colapso de nuestro medio ambiente, más que por la crítica lúcida y la acción decidida de los dirigentes o políticos conscientes.
Vaya que resultaría importante, entonces, que los partidos políticos y otras entidades pudieran sacudirse rápidamente de sus inercias y, en este sentido, se propusieran marcar rumbos, como advertir los riesgos que, además de sus innegables logros, entraña esa inteligencia artificial que ya convive inmersa e infiltrada en nuestro devenir histórico. Cuando todavía los pueblos están a tiempo de comprender los riesgos del calentamiento global, el uso del plástico y el consumo chatarra hasta en los recetarios de la medicina. Cuando la salud, por ejemplo, que nos parecía un derecho fundamental, es completamente manipulada por los laboratorios inescrupulosos y los médicos abyectos rendidos a sus millonarias lisonjas. Una inaudita realidad que nos habla del inmenso avance experimentado para prevenir y sanar enfermedades, pero también para convertirnos a todos en enfermos y conejillos de indias dependientes de las drogas y medicamentos. En la idea de que valemos más para el negocio farmacéutico alargarnos artificialmente la vida. Sin importarle nuestra dignidad.
En muy probable que la desafección progresiva de nuestros pueblos por la democracia, tenga que ver con un desincentivo programado por los medios de comunicación y los grandes grupos fácticos mundiales y nacionales. Que están dando con los algoritmos que lleven a la humanidad a ser digitada en sus conductas y una forma de vida de la que se beneficien todavía menos habitantes del planeta. En que todos podamos “convertirnos en minúsculos chips dentro de un gigantesco sistema de procesamiento de datos”, como lo advierten los más visionarios científicos. Si confiamos más en que la inteligencia artificial tome decisiones por nosotros respecto de qué productos adquirir, qué películas ver, por ejemplo. Entregados a empresas como Google, erigida en el Vaticano del mundo actual. A la cual se rinden unidas las izquierdas y derechas del mundo para ser todas definitivamente vencidas, si es que no toman conciencia de lo que viene y de la posibilidad de que nuestra inteligencia y libertad se sometan a un poder intelectual y tecnológico superior e irreductible.