Juan Pablo Cárdenas S. | Lunes 19 de marzo 2018
Pinochet gobernó 17 años y no hay duda que muchos de sus despropósitos hasta hoy afectan la vida de los chilenos. Desde luego, su Constitución, la inequidad y tan agraviante concentración de la riqueza, así como las dramáticas secuelas del terrorismo de estado.
Sin embargo, la posdictadura ya cumple 28 años de gobiernos con otra serie de terribles resultados políticos, sociales y culturales. Entre ellos, por supuesto, la impunidad respecto de los crímenes del propio Régimen Militar, la profundización de las desigualdades, la crónica postergación de los derechos sociales, además de la incapacidad o renuencia a construir una democracia seria y participativa. Herencia de los últimos gobernantes es, también, la creciente corrupción de la llamada clase política como la perpetuación o agravamiento de las malas prácticas de los poderosos empresarios. Con sus colusiones para defraudar a los consumidores y la práctica del cohecho para agenciarse leyes en La Moneda y el Parlamento.
A todo lo anterior, debemos sumar el explosivo desarrollo de la criminalidad, aunque ésta todavía no alcance los niveles de otros países de América Latina. Qué duda cabe que la codicia y los asaltos de los grandes productores y comerciantes es naturalmente emulado por los jóvenes sin oportunidades de trabajo, por los que quieren enriquecerse de forma fácil y aprecian cómo los delincuentes de “cuello y corbata” resultan ilesos a la acción de los Tribunales.
Pretextos hemos conocido por doquier para soslayar las demandas del pueblo e imputarle al pasado las penurias del presente. Pero no podemos olvidar que los gobiernos que siguieron al Régimen Militar tuvieron una inmensa oportunidad para concretar reformas, con el buen precio del cobre y el excelente crecimiento del Producto Interno Bruto por varios años, pero sobre todo con la legitimidad obtenida en los primeros procesos electorales, la derrota moral de los uniformados y civiles comprometidos en el Golpe Militar.
Aunque duela, debemos decirlo: aquellos gobernantes autodenominados de centro izquierda o progresistas terminaron administrando el régimen legado por la Dictadura, llegando al descaro, incluso, de repatriar a Pinochet y salvarlo de un ejemplar juicio en el Primer Tribunal del mundo. A partir de ello, podríamos decir, la política se hundió abruptamente en la falta de probidad, en esa larga cadena de escándalos que corren desde el del MOP GATE hasta el Caso Caval, pasando por los sobornos del Grupo Penta y tantos otros delitos que se hicieron transversales y comprometieron indistintamente a personas y entidades oficialistas cuanto de oposición.
Algunos analistas agregan que sobrevino también la ineptitud en los asuntos públicos, con el nombramiento de operadores políticos en los cargos de Gobierno y su falta de capacidad para pensar y hacerse cargo de los grandes desafíos del país. Lo que se demostró en la patética mediocridad de ministros, subsecretarios y legisladores sin ideas y propuestas, carisma y liderazgo e, incluso, sin saber expresarse adecuadamente en el Parlamento o ante los medios de comunicación. Afanados, únicamente, de medrar, obtener recursos para financiar sus procesos electorales y enriquecerse personalmente. Con un voraz apetito por sumar cargos y prebendas para sus colectividades, como para sí mismos. A la par de abandonar y traicionar sus ideologías, entrar en fatal connivencia con quienes en el pasado incluso los habían perseguido tenazmente. En un proceso algo así como el “síndrome de Estocolmo”.
Con el reciente gobierno de Michelle Bachelet todo se convirtió en el acabose y sus últimos días fueron expresivos del incumplimiento de lo prometido a la población y de la corrupción, a lo que debemos agregar ese impresentable montaje político y policial para incriminar a nuestra etnia mapuche. De ello hablan la continuidad de Punta Peuco, el intento de soborno al fiscal Toledo y la Operación Huracán, en la Patagonia. Entre otros tantos horrores casi calcados de nuestro más ignominioso pasado.
La última administración de la llamada Nueva Mayoría se ufanó de alcanzar una amplia ventaja política en el Parlamento para aprobar sus iniciativas, sin embargo, fue incapaz de concretar una reforma educacional solvente y consensuada siquiera por sus propios partidarios. A mismo tiempo que renunció a emprender una reforma al sistema previsional y de la salud, como a enviar con la seriedad y anticipación debidas un proyecto de Nueva Constitución. Prefiriendo el camino de la improvisación y del oportunismo en una materia tan crucial para nuestro futuro institucional.
Los resultados de todo esto son evidentes: contundente derrota electoral y la victoria de una derecha exultante que asegura gobernar al menos por ocho años, en la certeza de la desmoralización de los que ahora, curiosamente, seguirán siendo mayoría en el Congreso, pero con muy baja probabilidad de actuar de consuno, ejercer una oposición unitaria y solvente. Menos, todavía, cuando los que ahora nos gobiernan han tomado no pocas banderas de sus adversarios y hasta le ofrecen al país concretar las promesas que siguen pendientes. Al mismo tiempo de corregir las realizaciones que se han mostrado ineficaces o insuficientes, como la Reforma Tributaria y la de la gratuidad de la educación.
Por supuesto que nos parece muy difícil que un gobierno como el de Piñera pueda satisfacer las demandas sociales más sentidas, pero en vista de los que no hicieron nada respecto del sistema de AFP o de isapres cualquier avance al respecto sería mejor. Incluso en el sensible tema de los DDHH y de la impunidad, no sería tan raro que este mismísimo gobierno pudiera avanzar, aunque tenuemente, en los objetivos de justicia, si recordamos que fue la primera administración de Piñera la que cerró el penal Cordillera, otra guarida penal de lujo de los militares más tenebrosos.
Hasta podría ser posible que los actuales gobernantes les pusieran freno a los privilegios de los uniformados y le hicieran frente a la corrupción de la policía uniformada. Al menos ya se removió a la plana mayor de los carabineros corruptos que el anterior gobierno cobijó pese a todos los reclamos. Y los actuales moradores de La Moneda quizás pudieran obligar a los grandes empresarios e inversionistas extranjeros a cumplir con sus deberes tributarios y actuar con el debido respeto a nuestro medio ambiente.
Claro; si se demuestran más lúcidos que quienes los antecedieron, los políticos de derecha y los grandes empresarios saben que tienen que descomprimir las tensiones acumuladas en nuestra vida social, darle un mejor trato a los trabajadores, escuchar a los expertos, atender los derechos de las minorías étnicas, así como dejarse de enfrentar los conflictos sociales con represión y disposiciones condenadas universalmente, como la Ley Antiterrorista. Producir más, como nos prometen, pero redistribuir mucho mejor nuestro ingreso. Y, aunque hay que seguir demandando con fuerza una nueva Carta Fundamental, acaso al menos se logren algunas reformas al respecto, así sea acotando las atribuciones del Tribunal Constitucional e incorporando a los ciudadanos a plantear iniciativas de Ley. De esta forma, qué duda cabe, podrían gobernar por ocho años o más tiempo, como se lo proponen los más entusiastas.
No queremos pasar por ingenuos, pero quizás la derecha haya aprendido que el país sigue encima de un polvorín y que la oportunidad de reivindicarse de su oscuro pasado suponga hacer los que los otros renunciaron hacer o demostraron su flagrante desidia. Aunque para ello Piñera tenga que neutralizar a muchos de sus partidarios dispuestos a hacerle toda suerte de zancadillas y no condescender en nada con los cambios y la justicia.