La Iglesia en cirugía mayor

Juan Pablo Cárdenas S. | Lunes 16 de abril 2018

Ya se sabe la capacidad que ha tenido la Iglesia Católica en la historia para sortear las más profundas crisis y mantenerse hasta hoy como una de las entidades de mayor influencia e, incluso, credibilidad en toda la Tierra. Todavía es difícil reconocer líderes, referentes espirituales o políticos que logren concitar más adhesión como sus pontífices. No los tienen los gobiernos ni los otros credos, y es un hecho que no hay ideologías que hayan logrado perpetuarse por tanto tiempo en la historia universal, pese a los enormes estragos cometidos por la inquisitorial conducta vaticana y el pésimo ejemplo de muchos papas, cardenales, obispos y sacerdotes en general. La santidad, en efecto, ha sido una verdadera excepción en la Iglesia, tal como sus millones de fieles soslayan el espíritu evangélico y los valores fundados en el amor, la caridad y la justicia.

Pero millones de seres humanos salen a las calles durante los viajes del Papa y hasta la misa dominical debe ser todavía una de las rutinas más concurridas en los miles de templos en todo el mundo dedicados a este culto religioso. Sin embargo, es claro que Roma y las iglesias nacionales se muestran preocupadas por su decreciente influencia y la dificultad de conciliar los dogmas que profesan con la liberalidad de un mundo moderno que ha hecho caer los tabúes sexuales, los ideales de paz y solidaridad entre los seres humanos y los pueblos. Las llamadas encíclicas sociales, reconocidas y ampliamente aplaudidas en el mundo, de verdad no han logrado ponerles atajo a las lacras del individualismo, el exitismo y el hedonismo sacralizados por el capitalismo más salvaje y su terrible cara actual: el neoliberalismo.

Es más, es en el imperio de la sociedad de consumo y de la relatividad ética que los mismos religiosos llamados a ser pastores han terminado involucrados en los más repugnantes delitos, como los que hemos podido comprobar tan dramáticamente con los abusos cometidos contra los menores. Sabemos que el actual Papa Francisco se propuso emprender una profunda reforma en su Iglesia, pero después de sus primeros años de pontificado es innegable que no ha podido imponerse a las licencias de la curia vaticana y sus arcaicas prácticas. Aunque resueltamente se lo haya propuesto.

El Pontífice ha debido pedir perdón por los desaciertos de su reciente visita a Chile, donde sin duda sus anfitriones le ocultaron información y lo llevaron incluso a acusar de falso testimonio las denuncias realizadas por diversas víctimas de abuso sexual y aquellos miles de fieles que no han cejado en su esfuerzo porque se haga justicia y, al menos, se separe de sus cargos a los obispos y sacerdotes infractores, como a sus cómplices y encubridores del Episcopado Nacional. Felizmente, fue el propio Pontífice el que impuso una investigación que recién ha culminado en un sólido informe sobre los horrores cometidos por miembros del clero y consentidas por la curia chilena.

A la luz de estas bochornosas conclusiones, todos los miembros de la cúpula clerical han sido citados por el Papa a Roma a objeto de ser encarados por él y anunciarles medidas destinadas a renovar los rostros de la jerarquía eclesiástica, aunque ya se sabe que reemplazar a sus principales figuras puede ser importante, pero muy insuficiente.

De verdad, lo que espera el mundo cristiano es que la Iglesia Católica administre medidas que signifiquen poner en horma a los pastores en relación a los valores proclamados de su fe, y se les exija una consecuencia de vida a favor de los humildes, los pobres, los discriminados y todos los que tienen “hambre y sed de justicia”. Que los obispos y cardenales dejen de sentirse como los “príncipes de la Iglesia”, abandonen las lujosas mansiones y estilo de vida para cumplir con su rol de pastores, codo a codo con el “pueblo sufriente”, como tantas veces lo proclaman.  Que dejen de contemporizar y llenar la vida social de los periódicos con políticos y aquellos poderosos empresarios responsables de que nuestro país sea uno de los más desiguales del mundo. Que se allanen, por ejemplo, a aceptar los derechos y potencialidades de las mujeres, incluso para compartir con éstas sus labores religiosas, sin hacerlas como hasta ahora parte de sus servidumbres, acotadas solamente a los oficios menores.

Que de alguna forma la Iglesia Católica chilena retome, siquiera, la senda de aquellos obispos y cardenales que inspiraron los grandes cambios políticos y sociales en Chile y en el continente. De quienes cumplieron una ejemplar misión en la defensa y promoción de los DDHH, varios de los cuales siguen pendientes o conculcados. Testimonios de su fidelidad religiosa que hasta los llevó hasta involucrarse en las luchas de liberación y ofrendar sus vidas, antes que la Teología de la Liberación fuera purgada por el mismo Vaticano.

Qué ejerzan, asimismo, un sacerdocio que vuelva a escuchar a laicos y feligreses, así como ocurría en la década de los sesenta y setenta, cuando florecieron entidades como la Acción Católica, la Asociación Sindical Chilena y esas pastorales que le dieron vida a la Iglesia y lograron concitar la presencia de los jóvenes y de los trabajadores.  Dándole aliento, como se sabe, a la reforma agraria, a la reforma universitaria, a la recuperación de nuestros recursos naturales y a la hermandad con nuestros países vecinos. Procesos revertidos, después, por la Dictadura como por la prolongada posdictadura.

Nuestros obispos y cardenales la verdad es que ya huelen a rancio en nuestra sociedad y, a no dudarlo, se encarna en ellos el conservadurismo, al grado que los más retrógrados personajes públicos de nuevo hacen gala de su fe religiosa cuando hasta hace algunos años tanto impugnaron las reformas alentadas por su Iglesia y sus más genuinos líderes. Cuando, por misión evangélica, los llamados pastores debieran ser la “sal de la Tierra”, la “levadura en la masa”. Es decir, los grandes promotores del progreso y de la igualdad.

No deja de ser sorprendente que las homilías del Papa Francisco en la Plaza San Pedro sean las que más fustigan la discriminación racial, la guerra y abogan por los derechos de los inmigrantes como por la redención de los pobres, entre otros tantos temas de la contingencia.  Representa el Pontífice actual una verdadera “Voz en el Desierto”, mientras que la curia romana y las iglesias nacionales parecen estar acotadas a liturgias que hasta ridículas se han hecho en sus atuendos, brillos y oropeles. Nos sorprende ver como se suceden las conferencias episcopales sin que sus conclusiones representen propuestas orientadoras como en el pasado. En un enorme contraste, por lo demás, con el compromiso que muchos sacerdotes, monjas y cristianos de base cumplen, todavía, inmersos en el mundo de los pobres, nuestros pueblos aborígenes y segregados. Y que se constituyen en la esperanza de que la fe y su inspiración liberadora no se extingan por el mal ejemplo de los más conspicuos miembros de la Jerarquía Eclesiástica o de curas tan ominosos como el ex párroco Karadima. Protegido por quienes hoy el Papa debe pedir perdón y lamentar expresiones que desgraciadamente pronunció al ser engañado por algunos purpurados sin Dios ni Ley.

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