La Democracia Cristiana, su ruptura y papel “moderador”

Juan Pablo Cárdenas S. | Lunes 8 de enero 2018

Quienes tuvimos la oportunidad de conocer personalmente a Eduardo Frei Montalva, a Radomiro Tomic y a Bernando Leighton estamos seguros que a los tres les repugnaría que hoy algunos demócrata cristianos postulen el “rol moderador” de su partido. La campaña del primer presidente de la República de esta colectividad prometió la “revolución” en libertad, mientras que Tomic logró imponer dentro de la DC, como condición para ser candidato, la “unidad política y social del pueblo”, esto es con las colectividades marxistas, incluso. Es sabido que el Hermano Bernardo prefirió el exilio y arriesgó un atentado criminal antes que actuar de moderador y hacerse cómplice de los despropósitos de la Dictadura y de algunos de sus camaradas. Entre ellos, por supuesto, Patricio Aylwin Azocar, quien alentó y justificó por largo tiempo el cometido militar de Augusto Pinochet.

La involución ideológica de la demócrata cristiana se manifiesta muy clara durante el primer Gobierno de la Concertación y su promesa de hacer “justicia solo en la medida de lo posible”, dejar impunes todas las expoliaciones cometidas por el régimen castrense al patrimonio el Estado y, lo peor de todo, sacralizar la Constitución de 1980, aprobada en una espuria consulta. Es decir, Aylwin consolidó un gobierno que efectivamente buscó un “rol moderador” con los militares, los más poderosos empresarios y la derecha política y gremial. Varios de cuyos miembros fueron designados como senadores vitalicios y, en la empresa privada, tuvieron la oportunidad de acrecentar sus fortunas en desmedro del ingreso justo o ético de los trabajadores.

La interminable transición que ya se prolonga por casi 30 años, puso a las ex expresiones allendistas y de la Unidad Popular a merced de los demócrata cristianos, al grado que los gobiernos de Lagos, Frei Ruiz Tagle y el primero de Bachelet no difirieron sustantivamente del de Aylwin en lo institucional, lo económico y social. No sería posible, por ahora, evaluar el segundo mandato de la actual Presidenta, puesto que sus principales reformas siguen todavía en ascuas en el Congreso Nacional, luego de años y meses de sequedad. A consecuencia, entre otros, del escándalo Caval que tanto la afectó anímicamente.

La propia fundación de la Falange Nacional, en la década de los 60, significó una profunda ruptura con el Partido Conservador y buena parte de la Iglesia Católica, pese a que la matriz doctrinaria de los demócrata cristianos se proponía abogar por la Doctrina Social de los pontífices progresistas de los siglos XlX y XX. La Reforma Agraria, la “chilenización” del cobre y la ley de sindicalización campesina hoy, ciertamente, aparecerían muy atrevidas para los que han administrado los gobiernos de la posdictadura. Cuando la propia gratuidad de la educación, el fortalecimiento de las universidades del Estado, de la salud pública o el fin del escandaloso lucro con los fondos previsionales parecen propuestas izquierdizantes y demasiado radicales.

En este sentido, parece alentador que la profunda derrota electoral de la Nueva Mayoría abra un debate importante en el destino de la Democracia Cristiana, de los socialistas, socialdemócratas y también del Partido Comunista. De otra manera no se habría producido la renuncia a la DC de Mariana Aylwin y otros treinta y un militantes, en su mayoría personas que han venido ocupando apetecidos cargos públicos e incluso devenido en operadores políticos con buena dieta fiscal.

De haberse impuesto Alejandro Guillier lo más probable es que a esta altura los militantes del oficialismo estuvieran afilándose las uñas para participar en la gran licitación de cargos y granjerías… y probablemente esa ansiedad hiciera caso omiso de las diferencias ideológicas que hoy pueden transparentarse, por fin, en la llamada centro izquierda. Tampoco pensamos que habría sido viable que la propia hija de Aylwin estuviera cavilando si está más cerca de las propuestas de la Nueva Mayoría o de Sebastián Piñera. Aunque, para ser justos, ella y otros DC hace rato que venían relativizando sus convicciones, seguramente en esto de que “si no se vive como se piensa, se termina pensando siempre como se vive”. Una epidemia moral de la cual padecen también muchos otros furiosos izquierdistas del pasado, convertidos hoy analistas políticos de El Mercurio, integrantes de fundaciones financiadas por el yerno de Pinochet, o calentando asiento en el Parlamento, los municipios y las más atractivas embajadas.

Es difícil prever con cuántos militantes se quedará finalmente el PDC. Si otros muchos emulen la actitud de Mariana Aylwin, no antes de dar su última batalla en la Junta Nacional de esta colectividad; instancia ya citada por la directiva de este Partido, a la cual se restan con su renuncia los que ya abandonaron esta tienda política. Sin embargo, imaginamos que muchos otros partidarios del “rol moderador de la Democracia Cristiana” van a seguir los pasos de los hasta aquí renunciados, aunque es posible que lo hagan con más estilo y espectacularidad. En efecto, es posible que rompan con un partido que ha sido tan gravitante en la política de los últimos sesenta y setenta años otra gran cantidad de personas que ya no están disponibles para administrar más derrotas.

Lo acontecido, sin duda, le ha abierto las esperanzas al próximo gobierno de Sebastián Piñera de contar con una mayoría legislativa, gracias a las deserciones de demócrata cristianos. Lo que tampoco sería tan fatal si ello lleva a las colectividades que declaran su progresismo y vocación izquierdista a confluir en acuerdos que representen la frustración social y política que debiera provocar una administración encabezada por un empresario siempre ávido de poder y fortuna económica. Aunque también es cierto que la crisis debe decantar, además, en otras colectividad en que sus militantes y dirigentes tampoco se avienen y en las que está muy en cuestión su vocación efectiva por la redención de los pobres y oprimidos. Así como por la profundización de la democracia.

Desde el momento que debemos reconocer que la gran revolución efectivamente terminó ejecutándola Pinochet, aunque con objetivos ultra capitalistas y neoliberales. Imponiendo por la fuerza de las armas y el terrorismo de estado un modelo que después ha terminado por encantar a no pocos de sus detractores y víctimas iniciales. Aunque les cueste reconocerlo.

En la documentación histórica de los falangistas, en sus persistentes pugnas internas siempre llamó la atención que las cartas y documentos culminaran siempre con una misma despedida que invocaba la “fraternidad demócrata cristiana”. La que, después de muchos quiebres y deserciones, finalmente parece hecha trizas.

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