Chile a 40 años del Golpe Militar: DESENCANTO POPULAR Y DESPRESTIGIO DE LA POLÍTICA

Juan Pablo Cárdenas S.

 

A cuarenta años del Golpe Militar de 1973, los medios de comunicación  despliegan toda suerte de publicaciones y emisiones especiales. A modo de justificar o explicarse la última asonada militar, algunos analistas reiteran que en el país existía un estado de convulsión que hizo inevitable el pronunciamiento castrense. Otros, naturalmente ponen atención en el cruento  derrocamiento y el deceso de Salvador Allende, el bombardeo e incendio de La Moneda y los dramáticos episodios que siguieron a la interrupción de nuestra institucionalidad democrática.

Todavía el análisis histórico tiene menos gravitación y elocuencia que los desplegados de la prensa. Las imágenes del extinto Presidente, de los campos de concentración y el rostro de las víctimas de la horrible represión vuelven a conmovernos a quienes vivimos tal tragedia en nuestra convivencia, pero que también sobrecogen a las nuevas generaciones. No es lo mismo, ciertamente, enterarse de oídas sobre lo acontecido que presenciar una y otra vez esos registros del periodismo, cuyos archivos no han sido desclasificados del todo en esta larga pos dictadura que mantiene tan vigentes los lineamientos institucionales impuestos por el Dictador. La historia, por lo demás, habla mucho por las imágenes, las grabaciones y los recortes de prensa. Y lo hace con contundencia en un país en que los medios de comunicación siempre han jugado un papel importante en el devenir político. Con sus aciertos, despropósitos y omisiones.

No es casual, por lo mismo, que una de las primeras medidas del Gobierno Militar fuera la clausura de una buena cantidad de medios escritos y radiales, al tiempo que posicionarse de los canales de televisión y establecer la censura previa para todos los órganos de prensa. Salvo  algunas publicaciones religiosas o de cobertura muy restringida, los medios de comunicación autorizados por la Junta de Gobierno fueron aquellos que alentaron la acción de los militares y que se dispusieron a colaborar incondicionalmente con las autoridades de facto. En la clausura definitiva quedarían aquellos medios partidarios de la Unidad Popular, además de que sus periodistas y colaboradores fueran tan reprimidos como los integrantes del gobierno derrocado, del parlamento cerrado y los partidos políticos proscritos.

El totalitarismo fijó los límites de lo que podía decirse y escribirse. Después de de un prolongado tiempo republicano reconocido por su ejemplar libertad de expresión y diversidad informativa que toleró, incluso, que hubiera diarios, revistas, radios y canales de televisión que hasta infamaban su misión de servir a la verdad, asumiéndose como trincheras del odio y estimulando el quiebre de nuestra convivencia y marco institucional. En efecto, más allá del reconocimiento que hasta 1973 se hacía a nuestras libertades públicas, hoy debemos reconocer el nefasto papel cumplido por la prensa militante en la última etapa de nuestra etapa republicana derribada por las armas. Tiempo en que la legítima convivencia devino en la descalificación del adversario y en el desafío abierto a nuestro orden institucional. Época en que los diarios clamaban por la acción de los militares y en que el más leve expresión de oposición era tildado de “golpista” y “reaccionario” por quienes estaban en el gobierno y formaban parte de los partidos oficialistas. Revisar sólo los titulares de los diarios de entonces nos hace concluir que el desenlace era predecible en una sociedad cruzada por la intolerancia y en que la política se vio maniatada por los referentes más extremistas. Lo que siguió al Golpe no fue, como se creyó, un paréntesis en nuestra trayectoria democrática. Lo de Pinochet fue una revolución o, si se prefiere, una contrarrevolución. Un largo tiempo para imprimirle al país contravalores que serán de dificultoso superar. Ojalá que todas las imágenes que estamos reviviendo en este cuadragésimo aniversario sirvan para un ¡nunca más! Que no sólo aluda a los horrores de la Dictadura, sino a los profundos errores cometidos antes, aunque en ningún caso éstos justifiquen la pesadilla del Régimen Militar y el terrorismo de estado.  Tenemos la convicción que deberemos aguardar mucho todavía para que se conozca toda la verdad de lo acontecido en diecisiete años de dictadura. Sabemos que ésta será plena cuando todas las víctimas sean reconocidas y reivindicadas por el Estado y la sociedad chilena. No olvidemos que en otros episodios brutales de nuestro pasado, la impunidad se hizo aún más flagrante, porque así como el periodismo ha servido para exacerbar nuestras diferencias, muchos textos de nuestra historia oficial generalmente han soslayado o interpretado mañosamente los acontecimientos.

PRENSA Y MOVILIZACIÓN SOCIAL

Nuestras distancias políticas explican sobremanera el largo tiempo que se extendió la Dictadura. Sólo cuando las organizaciones sociales tomaron el liderazgo de la movilización social fue posible avizorar el término del régimen autoritario. En ellas reconocemos a las organizaciones gremiales y sindicales, las de Derechos Humanos, los estudiantes y tantas otras instancias poblacionales y sectoriales hoy desdibujadas por el paso de los años. Con franqueza, digamos que los partidos políticos llegaron al final de la larga marcha por la unidad que se gestó en la base social y fue acicateada, como en otros momentos de nuestra historia, por el periodismo libre.

Para muchos es difícil entender como en una dictadura tan poderosa fue posible el desarrollo de revistas y algunos diarios disidentes. Pero en la historia hay muchos acontecimientos que se explican en lo fortuito y en los errores de cálculo de quienes detentan el poder. Es posible que Pinochet y sus incondicionales jamás pensaran que –sin recursos y bajo el imperio del acoso- esos periódicos y emisoras pudieran llegar a constituirse en un factor tan importante en la formación de aquella conciencia y resolución libertarias que dieron origen a la Protesta Social y, con ella, a la salida política. El control irrestricto de la televisión y la genuflexa actitud de los diarios tradicionales hacía muy difícil romper el bloqueo informativo. Pues bien, la aparición de las revistas, primero, y la publicación posterior de dos diarios contribuyeron mucho a la denuncia sobre las graves violaciones de la dignidad humana, sumada a otros despropósitos como el asalto a las arcas y empresas públicas, al tiempo de la implementación de una estrategia económica ultracapitalista.

En la propia  revista Análisis, precisamente, se decide convocar a una protesta nacional a cambio del Paro Nacional que se venía proponiendo, del cual se temía su fracaso por las amenazas de represión advertidas por el Gobierno. Se redacta allí el primer instructivo que luego fuera cumplido al pie de la letra por los millones de chilenos que quisieron manifestar alguna forma de descontento e inaugurar una jornada más intensa de movilizaciones que tanto incomodaran enseguida al Dictador. Una experiencia que convenció al Embajador de Estados Unidos en Chile a propiciar una mesa de diálogo entre el Ejecutivo, la Iglesia Católica y algunas figuras políticas de derecha y centro. Se trataba, según el propio reconocimiento del diplomático, de negociar una salida política, antes que nuestro país “se convirtiera en una nueva Cuba”. Temor que veinte años antes había provocado la intervención de la CIA para desestabilizar al gobierno de Allende y dirigir las operaciones del Golpe de Estado.

Mucho se ha escrito sobre la génesis y evolución de estos medios disidentes. En cada uno de ellos hay una bellísima historia de audacia y coraje para sortear la represión de que fueron objeto: clausuras, amedrentamientos, acosos judiciales y hasta un crimen tan alevoso y cobarde como el que segó la vida del periodista José Carrasco Tapia. A la existencia de estos medios se debe el colosal registro de los años de dictadura. De sus páginas, todavía se pueden obtener hechos y nombres de tanta utilidad para el cometido de jueces e historiadores. Por cierto, un recuento mucho más completo que el del acotado Informe sobre Verdad y Reconciliación. Sus ediciones, asimismo, estrecharon la distancia con los chilenos de la diáspora y ayudaron a coordinar las acciones de resistencia dentro y fuera del país. Pero también la tarea periodística aunó voluntades y convocó a las nuevas generaciones a ejercer su protagonismo en la lucha callejera, el enfrentamiento real con el poder de facto, en el verso, la solidaridad y la esperanza que siempre animan los episodios de emancipación.

Llegó un momento en que los militares perdieron la batalla contra el periodismo digno. Con el atentado frustrado al general Pinochet, el estado de sitio y la clausura de estos medios hubo quienes temieron y auguraron su desaparición definitiva. Opero fue la hora en que los periodistas consecuentes se sumergieron en el bello quehacer del periodismo clandestino o, como es el caso que más conozco, decidieron editar sus publicaciones en el extranjero, en Alemania, para hacerlas viajar por avión a Chile, dejando en ridículo a los censores. De esta manera fue que los medios clausurados y acusados de propiciar el magnicidio recuperan su derecho a circular y alcanzar tirajes que hasta hoy no son igualados por lo medios adictos a la Dictadura y, después, favorecidos por la Transición.

EL EXTERMINIO DE LA PRENSA LIBRE

Pero es luego el triunfo de una solución política negociada lo que explica la fatal desaparición de las publicaciones aludidas. El gobierno de Patricio Aylwin asumió como “razón de estado” el exterminio de cada uno de estos medios, de tal manera que se recurrió, incluso, a los fondos reservados del Ejecutivo para servir a este propósito. Como ha quedado demostrado con los años, desde La Moneda se bloqueo la ayuda exterior que recibían estas revistas y diarios. Se argumentó ante Holanda y otras naciones europeas que “cualquier ayuda a la prensa chilena sería considerada una intromisión indebida en los asuntos de Chile ahora democrático”. Por cierto es que tampoco las nuevas autoridades estuvieron dispuestas a repartir equitativamente el avisaje fiscal, pero sí a cumplir a cabalidad con los contratos publicitarios que amarró Pinochet a favor de los dos grandes consorcios periodísticos. La estrategia consistió en  ahogar a los medios, ilusionarlo con recursos que nunca de entregaron y, cuando se hizo propicio, hacerse del control accionario de estas publicaciones para disponer posteriormente a su clausura.

El cálculo político hoy asoma nítido. Se temió que estos diarios y revistas insistieran en promover la verdad y el castigo a los autores de las violaciones a los Derechos Humanos, exigieran los cambios prometidos y, en lo económico y social, alentaran la justicia distributiva. Como política de comunicaciones se prefirió la estrategia de seducción a los medios tradicionales, cuya obsecuencia hacia la Dictadura estaba muy fresca, pero estuvieron dispuestos a “colaborar” con las nuevas autoridades a cambio de impunidad a sus transgresiones éticas, así como un “perdonazo” a sus deudas y convenios publicitarios mal habidos. Con el tiempo, sin embargo, estos medios recuperaron su autoestima y volvieron a ejercer de nuevo y sin inhibiciones su tarea de concientización conservadora, reivindicación del legado pinochetista y defensa del modelo económico mal llamado neoliberal.  Sus deudas y delitos ya estaban prescritos. Hoy, son los propios partidos de la Concertación, con menos de un diez por ciento de credibilidad, los que “lloran sobre la leche derramada” y se lamentan de no tener prensa, cuando los medios que creyeron seducidos vuelven por sus fueros y le lavan la cara a los sectores que sostuvieron la Dictadura y se reinstalaron  sin mayores contratiempos en las instituciones del Estado.

Es necesario consignar que, al mismo tiempo que se ponía en práctica una política de exterminio de la prensa democrática que logró sobrevivir a la Dictadura, desde el Ejecutivo se emprendieron acciones similares para desactivar la enorme y sólida organización social consolidada durante el oscurantismo político. De esta manera, se cuentan por decenas las organizaciones no gubernamentales  (ONGs) que fueron sucumbiendo con la política cupular. También se temió a sus movilizaciones, como ahora se teme al movimiento estudiantil,  a la recuperación del sindicalismo autónomo y a la acción de las minorías étnicas.

Por cierto,  hay que reconocer que después de la Dictadura se han derogado  gran parte de las disposiciones legales que limitaban el ejercicio libre del periodismo y ya no se teme por la vida de los comunicadores sociales. Sin embargo, el panorama de los medios  es lamentable en su falta de diversidad informativa, la limitada presencia del periodismo progresista y por el estado de vulgaridad que hoy caracteriza a la televisión y a buena parte de la radio y la prensa. Obligados a servir al negocio, nuestro presente mediático se rinde al raiting y las imposiciones ejercidas por los publicistas y avisadores. Salvo, otra vez, la acción de algunas revistas que con loable mérito intentan romper la consonancia ideológica que, para algunos, es incluso peor a la que existía durante el autoritarismo.

Desde el Estado nada serio se hace para contribuir a la diversidad comunicacional, condición fundamental de cualquier régimen que quiera ser reconocido como democrático. Por el contrario, todos los últimos gobiernos han gastado ingentes recursos para oponerse a la demanda internacional  por recuperar el confiscado diario El Clarín: un largo juicio que ha culminado por otorgarle la razón a sus legítimos propietarios pero sin que todavía el Estado los indemnice por la apropiación y cierre indebidos implementado por la Dictadura y luego avalado por cada uno de los gobiernos posteriores. En un verdadero atentado a la libertad de prensa pero también a la propiedad privada, un sacrosanto derecho garantizado a  los empresarios nacionales y extranjeros, pero que no aplica para los propietarios progresistas, como tampoco a nuestros pueblos aborígenes  que siguen sin recuperar las propiedades que les arrebató arbitrariamente  el régimen de facto. En la negativa a reparar a estos confiscados,  se argumenta la voluntad de proteger el erario nacional, pero paralelamente se aprueban millonarias indemnizaciones a los partidos políticos que fueron expropiados también después del 11 de septiembre. Ciertamente que lo que se ha querido evitar aquí es la reedición del diario de mayor circulación en la historia del periodismo chileno, el que indudablemente podría haber servido de contrapeso a la ideología oficial como amenazada la connivencia cupular. Además de contribuir, por supuesto, a que las alamedas de la política se abran a los nuevos hombres y mujeres libres,  según el anhelo expresado por extinto mandatario en su discurso de despedida.

Pese al internet y la irrupción de medios contestatarios, el estado de postración informativa se ha prologado en demasía y el influjo de la televisión y de las dos grandes cadenas de diarios y radios sigue siendo muy determinante en la conducta de los referentes políticos y sociales. Ello explicaría que la Constitución de 1980 siga tan vigente, así como ese conjunto de disposiciones legales que, como la Ley Electoral, continúan oponiéndose al  ejercicio de la soberanía popular. La posibilidad de recurrir a la consulta plebiscitaria, que en el pasado sirvió para decirle NO a Pinochet en su intento de perpetuarse, todavía no es validada en nuestra institucionalidad, pese a que más de un 60 por ciento de los chilenos se muestra partidario de una Asamblea Constituyente, según lo consignan  los últimos sondeos de opinión pública.

En lo económico y social, la pos dictadura ha sacralizado el modelo impuesto a sangre y fuego por los militares. Es más, no pocos dirigentes concertacionistas han venido reconociendo el legado pinochetista en esta materia y, con frecuencia, se demuestran mejores prosélitos del neoliberalismo que sus propios impulsores originales. De esta forma, se explica que en este tiempo se hayan implementado iniciativas que antes les parecieron imposibles a quienes ostentaron el poder total. Tal es el caso de la privatización de las empresas sanitarias y de algunas faenas mineras, además de la creciente extranjerización de nuestros recursos naturales.

La ausencia de más prensa independiente explica, de igual manera,  la lacra de la corrupción ya tan entronizada en la gestión pública. Como es de público conocimiento, varios parlamentarios y otros altos funcionario políticos han sido desaforados y encausados por los tribunales de justicia. Cifras voluminosas han sido defraudadas al Fisco por empresarios y operadores políticos actuando de consuno, tal como se descubrió que, por años, los secretarios de estado se habían asignado secretos sobresueldos que no rendían declaración tributaria. Se asume que todavía queda mucha basura debajo de las alfombras de La Moneda, el Parlamento y las reparticiones públicas que sirven al clientelismo político. Recién empiezan a trascender los escándalos ligados a las municipalidades, algunas de las cuales sirven de verdadera guarida de aquellos alcaldes y concejales que profitan de los recursos públicos, de suyo escasos para atender las demandas comunales. Ni qué decir de los secretos todavía bien guardados por las autoridades y los medios de comunicación referidos a concesiones de obras públicas y tráfico de influencias. El propio ministro de Salud de Sebastián Piñera ha denunciado el poderoso y millonario lobby ejercido por los laboratorios y farmacias para controlar el voto de los diputados en la discusión parlamentaria, a fin de que éstos rechazaran la idea de ampliar la competencia en la venta de fármacos, así como imponerle a los médicos la obligatoriedad de anotar en sus recetas las opciones genéricas.  Asimismo, en la reciente Ley de Pesca se denunció que al menos una diputada recibió erogaciones de parte de una de las grandes empresas del rubro que vieron amenazados sus privilegios de captura en el mar.

En esta realidad encuentra base el desencanto que crecientemente se expresa en la sociedad chilena. En el hecho que la adhesión nacional a la democracia haya disminuido en más de diez puntos en las últimas dos décadas, de tal manera que ya es menos de la mitad de la población la que confía en ella. En todo esto radica la renuencia ciudadana a participar en los comicios electorales, tanto que un sesenta por ciento se abstuvo de votar en las elecciones municipales del 2012 y ese más de setenta por ciento que luego tampoco se manifestara en las elecciones primarias del 30 de junio de este año.

No podemos sino otorgarle razón a aquellas advertencias que nos advierten de un Chile sumergido en una nueva y profunda crisis política, a pasos de una situación insurreccional que se respira en el descontento callejero, la radicalidad de las demandas y acciones de los jóvenes. Como en el desparpajo de la minoría pudiente y arrogante que, como siempre, se guarece en los uniformados para perpetuar privilegios cada vez más irritantes.

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